Foto: Cobertura de la Pandilla Feminista
Por Sebastián Basualdo.
Nadie se elige tan deliberadamente a sí mismo como cuando tiene la obligación de criar a un hijo y lo más enigmático (al menos para mí) es que justamente por eso uno tiene la sensación de no llegar a conocer nunca del todo a sus padres. Suponiendo que eso ocurriera realmente no ya con las madres y los padres sino con los amigos y las parejas. A los casi cuarenta años puedo decir que conozco algunas cosas de mi madre, de su historia, quiero decir. Hija de una miitante Tupamaro (mi abuelo era una presencia ausente como una ley) debe exiliar con destino a Australia.
Un puente en el medio estalló como una fatalidad sin remedio y quedaron varadas en Buenos Aires: mi abuela y sus dos hijos viviendo en un hotel de un solo cuarto, cortinas para dividir las piezas, una kichinet, baño compartido. Me crie entre mujeres fuertes y libres, sin miedos y de grandes convicciones políticas.
Mi madre dejó Uruguay a los 15 años. Vivía en una pobreza digna, como dice ella. El barrio de los Bulevares fue su lugar de la infancia. Allí conoció a su primer novio, su primer gran amor. Solía nombrarlo en muchas ocasiones cuando la nostalgia se enreda en el aire y las palabras son como pasajes de ida donde uno regresa en llanto. Supongo que, como toda exiliada, era algo muy propio de mi madre traer cosas livianas del pasado: el nombre de un animal, la sombra de una parra recostada sobre el verano o el sabor del primer durazno maduro. Y su novio, su primer novio.
Mi madre trabajó duro durante todos estos años, tuvo dos matrimonios y dos hijos. Los fracasos matrimoniales siempre le dejaron motivos preciosos para compartir con sus hijos. En el desamor no hay culpables. Lo que no va, no va, sintetizaba ella siempre. Hacía algún tiempo que estaba sin pareja. Y vaya uno a saber cómo, por medio de la redes sociales, volvió a encontrarse con ese hombre que fue su primer amor, en todos los sentidos del término. Comenzaron una relación. Yo estaba contento con mis reservas. El entusiasmo de mi madre era pleno y sano: no me atreví a decirle que ese jovencito de quince años que ella conoció no era el mismo hombre que había pasado los sesenta. ¿Pero quién soy yo para meterme en la vida de mi madre?
Hubo presentación, almuerzos y cenas. Hubo charlas y paseos. Hubo una mudanza: mi madre le abrió las puertas de su casa para que dejara de alquilar y vivieran juntos. Sentí que mi madre, por primera vez, era feliz. Hasta anteayer. Por la noche, muy tarde, recibo un llamado telefónico de mi madre pidiéndome que fuera porque el tipo la estaba amenazando de muerte con un cuchillo. Tardé unos segundos en comprender lo que me decía. Me vestí con lo primero que tuve a mano y salí a la calle como un loco furioso. La imaginación me mordía los pies. El miedo era mucho más que una sensación o un presentimiento.
Cuando llegué a la casa de mi madre, mi cuñado estaba esperándome en la puerta. Pregunté por el tipo. Está adentro de su auto, acá a la vuelta, me dijo. Cuando entré a la casa vi a mi hermana y a mi madre como niñas desprotegidas. Fui hasta la habitación de mi madre, saqué una sábana y la desplegué en el piso; abrí el placard, pregunté cual era la ropa del tipo y empecé a tirarla encima de la sábana. Después salí a la calle cargando ese gran bulto. Estaba enfurecido, como nunca antes en mi vida. Encontré su auto y abrí la puerta: lo saqué de un brazo. Tenía un pedo para siete.
Sentí odio y lástima, no puedo negarlo. Su ropa estaba tirada a un costado del auto. El tipo bamboleándose frente a mí, como un imbécil arrepentido. Antes de que llegara la policía y Villa del Parque quedara vibrando de patrulleros, le dije una sola cosa: no te quiero volver a ver nunca más cerca de mi madre.
Todo el resto es la rutina policial: secuestraron el cuchillo y nos llevaron a la comisaría a realizar la denuncia por violencia de género.
Al otro día, fiscalía y pedido de restricciones y botón de pánico y todas aquellas medidas que, por suerte, espero, se pongan en práctica para todas las mujeres que sufren violencia por parte de estos tipos. Mientras estábamos en la comisaría, debían ser las tres de la mañana, mi madre como quién ata cabos sueltos me cuenta por primera vez un montón de reacciones y momentos de lo que, supongo, será una personalidad celópata.
Anteayer fue la marcha de Ni una menos. Fui solo y volví a mi casa más acompañado que nunca.