Si durante 80 días intentamos aportar nuestro grano de arena para frenar la ola de mentiras que escupieron los medios contra la familia Maldonado, esta última semana fue durísima. Todas las personas que de alguna forma u otra hacemos Cosecha Roja llevamos días en tensión, comunicados de forma permanente, durmiendo mal, conteniendo las lágrimas. Lo que necesitamos ahora es hablar, contar, compartir, saber que no estamos solos y solas. Estos textos los acabamos de escribir ahora mismo. Son nuestro #AbrazoColectivo. Para Santiago, para su familia. Para nosotros mismos.
Cristian Alarcón
Recién nomás había terminado de hablar de Santiago en mi columna radial, de pensar en esa escena imborrable: el hermano vigilando su cuerpo en el río, la soledad ante la muerte, el camino arduo por una justicia humana. Recién había sonado el hip hop que le hicieron los pibes de Groncho a Santiago. Entrevistábamos al actor Luis Ziembrowski en un programa que nos inventamos para reivindicar la alegría; “Gente que sí se llama”, una bisagra entre la ruda semana y el alivio del descanso, de la diversión que promete un viernes a la tarde. Lo leo en mi celular, y me paralizo. Veo la mirada de los que están detrás del vidrio, la tristeza, el impacto. Y leo la pantalla del televisor.
Es Santiago.
No lo dudan, vieron sus tatuajes.
Tengo que decirlo, tengo que contárselo a Luis que habla de su barrio, de una película que se llama El Villano. De su padre.
Pienso en que hablamos de vínculos, de hermanos, de padres, de amigos, de todos nosotros que no existimos sin el otro. Y lo digo.
Luis habla con rabia, los acusa, los señala. Los acusa y vuelve a acusarlos.
Y luego llora. Es un hombre fuerte y llora.
La vida es así, y ante la muerte se frena algo, se congela todo. Nos cambia el rumbo, nos dice que solo una maldita cosa es irreversible.
Ahora compartimos la certeza, después de la pregunta incesante.
Ahora nos proponemos un abrazo; un leve y tímido intento de decir que no nos paraliza la muerte, que la combatimos.
Miriam Maidana
Son las 18.30. Estoy por salir cuando por la tele que está de fondo alguien comienza a decir que Sergio reconoció a Santiago Maldonado por sus tatuajes. Lo primero que hago es suspender los pacientes: la última esperanza, ilusión, deseo o como quieran llamarlo acaba de quedar hecha trizas. Todxs sabíamos pero no queríamos saber. Yo no quería.
Me hace eco en la cabeza “por sus tatuajes”. Es mi tema de tesis de doctorado. En muchas ocasiones he explicado que antiguamente los marinos o quienes iban a la guerra solían tatuarse para cuando murieran pudieran devolver su cuerpo a sus familias, a sus pueblos, para no ser parias luego de muertos.
Pienso en Araceli y su tatuaje del chopp en la oreja.
Pienso que nos pasamos buscando para encontrar muertxs.
Pienso que la familia va a poder hacer un trabajo de duelo.
Escribo esto porque no quiero pensar más: me voy a llorar a los gritos.
Porque yo, como muchísimas personas, lo quería vivo al Santi.
Cuando escribía sobre él, cuando posteaba sus fotos, cuando escuchaba a su familia, cuando marchaba lo quería vivo.
Vivo, ¿entienden?
Es un dolor tremendo.
Ileana Arduino
Estaba terminando la foto final de un seminario sobre uso de la fuerza a miles de kilómetros. “Uso de la fuerza”, a veces las formas simplonas de la ironía ocupan la escena. “Es Santiago” balbuceé apenas vi el mensaje. Por aquí somos solo dos argentinas, el resto de las personas tiene información fragmentada y lo llaman “el caso” con distancia pero con respeto, a su modo acompañando con interés y escucha, quizás por esa empatía forjada a fuerza de la historia de violencias que atraviesa nuestros cuerpos, nuestros territorios en toda América Latina con dolorosas coincidencias ancestrales: el ensañamiento racista, los Estados productores de privilegios para los mismos de siempre, el disciplinamiento de los cuerpos y existencias que cuestionan, la impunidad como instrumento del poder. La ansiedad que precede al duelo, esa incredulidad que nos tironea entre el ya lo sabíamos y la repetición como pellizco del no lo puedo creer, y al mismo tiempo la certeza de que el odio con que nos administran lo vuelve tan obvio.
La esquina ajena en Bogotá solo profundiza el desconcierto. Y me me descubro sientiéndome de allá, de mis amigos, mis calles marchando, mis furias compartidas, nuestros planes infinitos. Solo tengo ganas de abrazar y acá no hay a quien. Volveré y estará la lucha.
Lloraré todo lo que haga falta porque no somos indiferentes, reivindicamos la vida y el otro no es un lugar de corrección política sino nuestra posibilidad de existencia, nuestra forma privilegiada de estar en el mundo es colectiva. Sentimos el daño que nos es dirigido. Sufrimos pero siempre, no habrá excepción, nos levantamos. No hay lugar para la indiferencia, todo lo que no sea inequívocamente sumarse a esta causa, como sea, se llama complicidad.
Agostina Parisí
Cuando me enteré que el cuerpo era de Santiago Maldonado estaba cerrando mi jornada laboral del viernes. Había apagado la computadora y me lo dijo una compañera. “Agos, es Santiago”. Volví sobre mis pasos y encendí de nuevo el monitor para constatar yo misma que sea cierto. Y si, es Santiago. Siento dolor y angustia. Pienso en la familia. En la impunidad de todo este tiempo. ¿Qué locura hicieron con Santiago Maldonado? Tristeza infinita. Dolor en el alma y un grito infinito de justicia. El Estado es responsable.
Natalia Arenas
Hubiese querido recibir la noticia en un lugar menos frívolo que la peluquería en la que ahora mismo Susana me seca el pelo. Algo habrá notado por el espejo, porque me empezó a mirar con atención. Me cambió el gesto, es cierto. No necesito mirarme. Lo siento en la cara. En la comisura de la boca. En las cejas. En la garganta lo siento. Es una angustia que me está invadiendo. No sé qué piensa Susana, si le importará o no. Pero necesito decirlo. Para escucharlo yo misma. Y hacerlo cierto de alguna manera.
“Confirmaron que es Santiago”, le digo, la voz bajita como nunca tuve. Le cambia el gesto. Apaga el secador. Mira al resto. “No me digas”. Vuelve a prender el secador. Me habla el oído. “Esto es cada vez peor. No sé cómo va a terminar. Es imperdonable lo que le hicieron a esa familia”.
Dejo de escucharla. No porque no me interese lo que dice (me interesa y coincido tanto). Me hundo en el asiento. Siento que cada vez soy más chiquita. Me arden los ojos y me tiemblan las manos.
Siempre me voy descontenta de esta peluquería porque no me secan de todo el pelo. Pero esta esta vez no me importa. Quiero correr, huir de ahí. Susana lo sabe. Me acomoda un poco el flequillo y me libera. Y me libero. Pago. Salgo. Me apoyo contra una pared y escribo. Escribo. Escribo. Lloro y escribo. Contesto mensajes. Hay que romper todo, escribo.
Alguien me dice que no. Que la lucha es por otro lado. Escribo.
Veo pasar a la gente por el centro de Lanús y siento que no saben. Y si saben, no les importa. Quiero hacerme un bollito acá mismo. Hubiese querido recibir esta noticia en un lugar menos frívolo. ¿Hubiese querido recibirla? Escribo.
Sebastián Hacher
Hace un rato estaba yendo a visitar a un amigo que va a ser padre y me encajé con el auto en el barro. Llego tarde, le dije. Lo sacamos arrastrándolo cien metros hacia atrás con una linga. Me ayudaron albañiles, vecinos que crían vacas, un fletero con su camioneta. Volví a casa para cambiarme. Estaba entrando y sonó el teléfono. ¿Te enteraste? dijeron del otro lado. Es Santiago. Corté la comunicación.
Vivo en un lugar hermoso: a esta hora el sol se va poniendo de a poco y todos los pájaros del parque cantan para despedirlo. Cuando se haga de noche van a aparecer las luciérnagas y el olor a madreselva será más fuerte. Los fotógrafos le dicen la hora mágica. Yo prefiero decirle la hora feliz, pero hoy no puedo llamarla de ninguna manera. Quiero llorar y todavía no puedo. Hace unos días escribí un texto sobre un sueño que tuve. Terminaba diciendo que todos los que hacemos de nuestra vida una aventura nos sentimos un poco Santiago Maldonado. ¿Cómo nos vamos a sentir ahora?
Sebastián Ortega
“Es Santiago”. Leí el mensaje en un grupo de Whatsapp y prendí el televisor. Esa frase breve fue un puntazo en el pecho. El dolor de lo que sabemos inevitable pero no queremos que pase.
Frente a las cámaras, Sergio Maldonado, con esa voz rasposa y cargada de angustia que pasó a formar parte de nuestras vidas, aclaraba que el hallazgo del cuerpo “no quita que Gendarmería es responsable”. Y una vez más exigía respeto. Respeto por el dolor de una familia que debió soportar mentiras, acusaciones y maniobras de encubrimiento, que pasó ocho horas junto al cuerpo de Santiago porque ya no confían en nadie.
Apagué el televisor. No había nada más que escuchar. Aquella frase volvió con el puntazo en el pecho: “Es Santiago”.
Es Santiago y fue Gendarmería.
Matías Máximo
Crecí escuchando historias de desaparecidos en dictadura: que mucha gente no creía lo que estaba pasando, que decían que estaban de viaje o habían cambiado de identidad por puro gusto. Todavía me cuesta creer que alguien pudiera no darse cuenta que en siete años 30 mil desaparecieran. Los últimos 80 días, desde que desapareció Santiago, las justificaciones me hicieron pensar en esos años de la dictadura. Estoy apretado en la hora pico de los subtes y me llega el primer mensaje diciendo que Sergio reconoció los tatuajes en el cuerpo. Tengo la misma edad que Santiago, me la paso yendo a manifestaciones. Pienso: podría pasarme. Pienso: no me voy a quedar quieto, no quiero que mi vida sea un viaje en subte apretado sin llegar a ninguna estación. Hoy una parte de mí murió con él.
Leila Mesyngier
Me fui de la redacción hace menos de una hora pensando cuándo sabremos. En el subte, mientras voy en busca de mi hijo, leo que Sergio Maldonado lo confirmó.
Lo reconoció por los tatuajes.
Es Santiago.
Hablo con mis compañeros de Cosecha Roja desde el subte y a propósito alzo la voz y repito. Es Santiago. Nadie me mira, nadie dice nada. Me invade la angustia, la tristeza de ese final que esperábamos y que no queríamos. Porque lo buscábamos vivo.
Pienso en ese hermano que estuvo ocho horas custodiando el cadáver, que tuvo que identificar tatuaje por tatuaje. Se me hiela el corazón.
Escribo estas palabras esperando abrazarme a los que quiero, saber que siguen ahí.
Silvina Tamous
Soy. Así dice la placa de crónica. Soy. Arriba de la foto donde los ojos de Santiago parecen más intensos. Son los ojos de alguien cercano, de alguien que miré 80 días y pedí el milagro. Y el milagro no fue. La voz de Nora Cortiñas se escucha de fondo. Y siento que se me oscurece la mirada, se me oscurece la tristeza. Santiago es un cuerpo flotando, descartado en un río casi 80 días después. Como otros cuerpos.
Parece que el Estado a través de sus fuerzas de seguridad tiene la costumbre de tirar cuerpos al río, a cualquier río. Y pienso otra vez en esa familia, sentada ocho horas al lado del cuerpo para que nadie lo toque, lo cambie o se lo lleve. Y seguro que la vida y el dolor pasaron como flashes, las palabras, las voces. Seguro que habrán intentado escucharlo en plena soledad para que su voz no se pierda. Y otra vez lo mismo, un Estado que mata y niega.
Y todo lo que falta para la justicia que está lejos, como estuvo para las Madres y las Abuelas. Sergio y Andrea, transformados en luchadores, aprendiendo el código penal, pidiendo a los medios que dejen de matarlo mil veces cada vez que lo insultan o lo denigran. Un camino largo en el que no están solos.
Porque la tristeza oscura, la mía y la de todos, se transforma en fuerza, en pelea.
Pienso en Franco Casco, tirado al río Paraná hace tres años. Un pibe que llegó a Rosario a visitar a su familia y cuando volvía a Buenos Aires fue detenido y desapareció. Casi un mes después su cuerpo emergió comido por peces, y un enorme tatuaje en su brazo con el nombre de su hijo Thiago fue su irrefutable ADN en los ojos de su madre. Los cuerpos hablan, como si los jóvenes le pintaran una nueva identidad, lo llenaran de los nombres y las imágenes queridas para que pudieran ser ellos hasta en el fondo de un río.
Emilia Erbetta
Supe que era Santiago mientras viajaba en un 53 repleto. Iba parada entre la gente hablando por teléfono con mi mamá. Ella me dijo: “Sergio Maldonado acaba de decir que reconocieron a Santiago por los tatuajes”. Hablamos un rato más y seguí el viaje hasta casa.
Hoy a la mañana había posteado algo en Facebook sobre Sergio y Santiago. Era sobre ellos, pero en realidad era sobre mí y sobre mi viejo, que murió hace exactamente un mes. Cuando uno está roto como estoy yo rota ahora, todas las tristezas se te pegan como si tuvieras la piel de velcro: de eso hablábamos con mi mamá cuando ella vio a Sergio frente a los micrófonos en el televisor.
No sé por qué en estos días pienso más en Sergio, en su hermano Germán, en sus viejos, que en Santiago. Pienso en Andrea, su cuñada, que lo conocía desde que era tan chiquito que le llegaba a las rodillas y que hace tres días pasó ocho horas cuidando su cuerpo que flotaba en el río. Pienso sobre todo en cómo el dolor de esta confirmación se va a ir acomodando en la familia y cómo un día van a poder a hablar de Santiago sin ponerse a llorar.
Alejandro Marinelli
Me acabo de enterar. Fue mientras estaba en casa escribiendo en la computadora con la radio prendida. “Es Santiago”, escuché que dijo Sergio. Pensé en lo que le debe haber costado soltar esas dos palabras de infierno. Me atacó la imagen que me hice de él durante siete horas esperando al lado del río sin poder tocar el cuerpo. Tenerlo ahí, quizás ya sabiendo que Santiago y helándose por dentro. Escuché que nadie está preparado para enterrar a un hijo, creo que lo mismo debe pasar con un hermano menor. Pensé en mis hermanos, en lo que sería confirmar frente a extraños que mis hermanos no están más. La cabeza me volvió al río, a ese lugar que no era ninguno de los dos. Ni de Sergio ni de Santiago. Pensé en la soledad de los cuerpos, en lo que es morir lejos. La sola idea me daba angustia. Tuve que prender la tele para salir de ahí. En el canal de noticias apareció la cara de Sergio frente a los micrófonos. Esta vez no estaba ahí para responder preguntas. Era imposible intentar imaginar lo que le pasaba. No sé de dónde saca las fuerzas. Lo imaginé un rato antes al lado de un señor de delantal blanco que se le acercara despacio para confirmarle lo único que no hubiese querido escuchar. Pienso en mí, en que no soy tan fuerte, que no podría soportarlo. Demasiado dolor en todos lados. Apago la tele y me siento a escribir estas pocas líneas.
Ezequiel Fernández Moores
Sabíamos, intuíamos, que no había modo de que Santiago estuviese vivo. Aparecido el cuerpo, sabíamos, intuíamos, que no podía ser otro que Santiago. Creíamos, ingenuamente, que todo ese tiempo previo trascurrido atenuaría algo el impacto en el momento del anuncio oficial. No es así. Nunca es así. No puedo ni imaginar cómo habrá sido para la familia ese dolor tan íntimo, y tan público, de esas ocho horas sin moverse al lado del cuerpo que estaba en el agua porque desconfiaban de todo. Me produce escalofríos.
Puedo comprender el desprecio a los derechos humanos de un gobierno que algunos todavía describen como “derecha moderna”. Si los derechos humanos fueran un “curro”, como alguna vez los llamaron, ya los hubieran privatizado. Me resulta más difícil de comprender el de medios y de colegas que, por las razones que fuere, actuaron como meros voceros de quienes durante ochenta días sólo buscaron distraer para encubrir a los asesinos. Y para satisfacer a todos aquellos padres que llamaban preocupados a TN porque en su escuela o en la universidad un profesor había hablado de Santiago. Pocas veces, en democracia, sentí tanta vergüenza por esta profesión. ¿Cómo olvidar, por citar no lo peor, sino lo más grotesco, aquel informe de Clarín sobre “el barrio donde todos se parecen a Maldonado?”. Veo que continúan operando mientras escribo estas líneas apenas después del anuncio. Seguirán haciéndolo. Son cada vez más poderosos. Cada vez más impunes.
Mariano Hamilton
El anuncio de la muerte, o mejor dicho la confirmación de que Santiago Maldonado está muerto, me generó impotencia y angustia.
Impotencia porque sabía que más allá del deseo, por las características del caso, era muy difícil imaginar que Santiago pudiera aparecer con vida. Salvo que fuera, como se encargaron de difundir las usinas oficialistas, una perversa conspiración kirchnerista, la intervención de Gendarmería durante la represión, el relato de los mapuches, las contradicciones de los gendarmes y todo lo que ocurrió el fatídico 1° de agosto, convertían a aquel deseo en una quimera.
Y angustia por partida doble. Por la familia, porque me imagino que debe estar pasando un momento atroz. Pero también por lo que está ocurriendo en la Argentina. Porque me duele ver cómo gran parte de la sociedad se mantiene al margen de semejante suceso. Que una desaparición y muerte en manos de fuerzas de seguridad o por consecuencia de una acción ilegal de fuerzas de seguridad (esto lo deberá probar la Justicia) le resbale a un altísimo porcentaje de la gente, me parte el alma en mil pedazos.
Hace años que decía que los argentinos nos habíamos curado. Que podíamos tolerar ajustes o vaivenes económicos, pero que sabíamos que nuestro límite estaba en la defensa de la vida y de los derechos humanos. Creí que de ahí no se volvía. Y siento que me equivoqué. Otra vez. La angustia que siento ante tanta indiferencia es algo que se me hace muy difícil de digerir.
Sólo me resta decir que Santiago ha muerto. Y que, al menos para mí, nada será igual. Para todos los argentinos (para los que nos importa o para aquellos que se hacen los distraídos también) será una herida que alguna vez podrá cerrarse, pero la cicatriz la llevaremos siempre sobre el lomo como recuerdo de un pasado, presente y futuro que nos produce asco.
Naimid Cirelli
“Sergio dijo que es Santiago”. Miro el celular. El mensaje es de mi papá. Son las 18.25 y estoy en la redacción de Cosecha Roja pero ya no hay nadie. Me tiemblan las manos. “Es Santiago”, le gritó a una compañera de Revista Anfibia que cruza la puerta que separa las redacciones y se acerca mientras enchufo los auriculares en la computadora para escuchar en televisión online lo que leí pero no termino de creer. Escucho la voz de Sergio. Me pongo a desgrabar.
El celular sigue sonando. “Es Santiago” se repite en el Whatsapp una y otra vez. Lo dicen mis amigas, mis hermanas, los grupos que comparto con otros periodistas. Lo dice mi mamá que está llorando. Lo dice D que me está llamando. Miro de refilón y me gustaría decirles algo. Lo que sea. Algo que alivie. Me gustaría pensar algo que decirles. Pero no puedo. El audio de Sergio sigue y pide respeto a la prensa. Ya no escucho que dice mi compañera de Anfibia ni el celular. Ya no escucho. Es urgente informar.
Luciana Peker
Cuando me enteré de la muerte de Santiago Maldonado lloré. Lloré como se llora por uno de nuestros muertos, de nuestros muertos cercanos. Como se llora por los desaparecidos. Por los que esperas y aunque hace muchos años que la aparición con vida es una consigna que tuvo más de ilusión que de realidad de todas maneras la confirmación, como escribió Marta Dillon que es autora de Aparecida, la confirmación es un puñal.
La confirmación es ese filo en los huesos como cuando se la lee a Marta que tiene que seguir escribiendo sobre desaparecidos.
La confirmación es tener miedo por nuestros hijos. Por nuestros hijos adolescentes que toman las escuelas, que quieren un futuro que no sea esclavizado. Por Moira Millán que tanta veces entrevisté en Buenos Aires. Por quienes creen que no sólamente lo sangrado pueden ser territorios que tienen ver con la tierra, con el agua, con lo ancestral y también con el derecho a una Patagonia donde la Argentina no es sólo for export ni esa historia que nos contaron y que vuelve a tener que ver con la conquista del desierto sino con que la protesta social es sagrada.
A veces se comparte, a veces no. A veces se desactiva una marcha como pasó esta semana. A veces estás a punto de marcha. A veces estás cuando hay fuego. A veces estás cuando la policía reprime y la fotógrafa con la que trabajas recibe una bala goma. A veces llegas del Encuentro Nacional de Mujeres de Mar del Plata en 2015 y te amenaza un fascista y temblás de miedo. Y a veces tu hijo te pide permiso para dormir en la escuela y tenés miedo.
Cuando pasa eso, en cada una de esas veces, lo que no queres es que le pase lo que le pasó a Santiago. Que la muerte pueda ser una opción. Y en estos casos que en estos días se leen opiniones que generan tanta náuseas y hace recordar por qué la complicidad en la dictadura fue civil, y no por que esto sea una dictadura, sino por la justificación de las desapariciones y las muertes en contexto de protesta social que tuvieron que ver directa o indirectamente pero de forma segura con la represión de Gendarmería a Santiago y porque nos pone en peligro a todas y a todos, a nuestros hijos y a nuestras hijas. Y eso no se perdona.
Facundo Nívolo
Con el deber de decir o de hacer algo. De salir corriendo, agarrar el teléfono y mandar mensajes para compartir con otrxs la consternación. Que la esperábamos, si, creo que todxs las esperábamos pero detonan los 80 días de indignación, de vergüenza por el rol de los medios. Y me viene a la cabeza Melina Romero porque soy de San Martín y se la llevaron a pocas cuadras de mi casa y decían que no iba a escuela, que le gustaba a ir a bailar. Y me viene Araceli Fulles porque decían también que un camionero la había llevado para Entre Ríos, que la gorra sembraba el rumor que la vieron en algún barrio, que andaba de gira. Y me viene Mariano Ferreyra porque hoy hace siete años que lo mataron por luchar por derechos y porque laburaba en el laboratorio fotográfico donde yo revelaba mis fotos y todavía el silencio en la estación de trenes y las caras cuando llegue a su lugar de laburo y la noticia estaba consumada igual que la de hoy.
Me duele por que me rodean incontables Aracelis, Melinas, son las hijas de mis compañeras, son estudiantes del taller de fotografía, son compañeras militantes, me duele Mariano y Santiago, porque podría haber sido cualquiera mis amigos, víctimas que este gobierno y sus medios consideran “ensuciables”. Podría ser yo cualquiera de estos días y otro estaría escribiendo las líneas que tantos y tantas estamos escribiendo ahora.
Paula Hernández
En casa suena el teléfono. Es una amiga que me lo confirma: es Santiago. Trato de escuchar sus palabras en medio de los gritos de tres niños que corren y juegan a mi alrededor. Corto conmovida y en lo primero que pienso es en la mamá de Santiago, que lo vio crecer así como yo veo crecer a la mía y que jamás va a volver a sentir su abrazo, escuchar su voz y mirar esos ojos que nos miraron a todos los argentinos y al mundo entero desde el 1ro de agosto. La muerte de un hijo es impensable para cualquiera, pero si ésto se alimenta de incertidumbre, versiones que marean, difamaciones, ironías, comparaciones poco felices y manejos irresponsables de quienes tienen que cuidar y proteger a sus ciudadanos la sensación es desoladora. Para su madre, su familia. Para todos.
La aparición de Santiago pone fin a la incertidumbre de su paradero pero abre un camino necesario hacia la verdad, la justicia y el castigo a los culpables.
María Eugenia Cerutti
Mi hija de 16 me dijo que en Twitter lo estaban confirmando, que había hablado el hermano. Desde que encontraron el cuerpo creo que estaba esperando la noticia. Deseando que sea y a la vez que no. Hace unos días que pensaba en este momento. Una de las cosas que más me perseguía era cómo le iba a contar a Pedro, mi hijo de 5 años. Al principio decidimos no decirle mucho de la desaparición.
Dijimos con mi marido que si nos preguntaba le explicábamos, no mucho más. Esa idea duró poco. Luego de una charla con hijos de amigos vino y nos dijo: “Ya sé todo lo de Santiago abandonado”. Nos sonreímos, le dijimos que el apellido era “Maldonado” y hablamos entre los grandes de la sabiduría de los niños. A partir de ahí Pedro preguntó muchas veces dónde estaba Santiago, quién lo tenía y si su mamá lo extrañaba. Desde el martes, cuando apareció el cuerpo, estamos hablando en susurros.
El jueves preguntó y le dijimos que todavía no se sabía. Hoy finalmente sabemos que es Santiago, pero todavía no sabemos cómo decírselo. Me atragantan todas las cosas que no puedo decirle, como que quienes tienen que proteger encubrieron y se encargaron de embarrar su búsqueda.
Fotos: Facundo Nívolo, Sebastián Hacher y Josefina Gonzalez.-