Foto: Colectivo Pandilla Feminista
Por Florencia Zielinski.-
Cuando tenía veinte años aborté.
Estaba en segundo año de la facultad. Hacía dos meses había empezado una relación, la primera importante.
No puedo decir que terminé en un consultorio “sucio y horrendo”. Fui a un médico “bien”, cerca del Alto Palermo, donde me dieron turno para “una colposcopía”. En la sala de espera encontré un montón de mujeres acompañadas por otras mujeres. Todas tenían la misma cara que yo: cara de angustia, hinchada de tanto llorar.
Al médico -seco, cero empático- lo odié desde que lo vi, pero era el único que podía terminar con eso. Yo no quería ser madre, quería seguir con mi vida: estudiar, salir, viajar.
El tema iba a costar mil dólares. Tuve que esperar algunas semanas. Al fin llegó el día: 19 de septiembre, sábado. Todo fue muy rápido. Cuando desperté estaba vestida, llorando, con frío y sed por la anestesia.
Ya en mi casa, lo primero que tuve que hacer fue mentirle a la enfermera que me dio la antitetánica. Le dijimos que la necesitaba para irme de campamento a la isla Martín García. Lo único que tenía que hacer era callarme y ocultarlo. Guardarlo en mi cuerpo para siempre. Yo acepté obediente.
De eso no se habla. Lo metí en un cajón bien hondo y tiré la llave lejos.
Tenía veinte años y había perdido la alegría, el brillo y naturalidad que tenían mis amigas y amigos cuando se reían. Cuando salíamos me costaba divertirme como ellos; me abstraía y los veía tomar birra desde mi mundo. Me dolía que mi novio, que me acompañó en el momento, podía seguir con su vida. Yo no. Tenía una palabra espantosa pegada en mi panza y en mi frente. Tenía que cargar con todo sola.
No estoy hablando de un trauma por culpa ni arrepentimiento (nunca me arrepentí, jamás, y lo volvería a hacer). Tampoco de consecuencias físicas. Simplemente que en ese tema estaba sola, profundamente sola. Así estuve durante años.
Con el tiempo pude hablarlo con personas cercanas. Cada vez con más libertad. Recuperé el brillo y me permití volver a sentir placer, toda una novedad.
Ahora me animo a contarlo. Necesito contarlo. Es la primera vez que en estos veinte años siento que no estoy sola, que no estamos solas. Puedo hablar en voz alta sin sentir vergüenza.
El aborto es una realidad que nos atraviesa como sociedad y que debemos afrontar. Todas merecemos poder elegir cuándo y cómo ser madres. O no serlo nunca.
Yo tuve la suerte de haber tenido la plata. Otras no la tienen y lo pagan con su vida, con su salud, con su libertad. Pero todas pagamos el silencio de la clandestinidad de alguna manera. Hoy no nos callamos más, hoy no me callo más.
Ahora, recién ahora, algo puede cambiar. Algo va a cambiar. Y si no es ahora, será dentro de poco.