Cosecha Roja.-
Las velas están por consumirse. Encima del altar improvisado en una vereda de San Telmo, está la foto de Cristian Agustín Medina, el adolescente que murió el 6 de junio, después de una golpiza. Son diez, doce chicos que no rezan ni lloran, como en otras vigilias, sino que se ríen, hacen bromas y de vez en cuando besan o tocan la imagen del compañero del barrio. Una chica, recostada en la pared, es la primera en decir cómo era: “Bachi era el mejor. El mejor”. Otro quiere confirmar lo que ella dijo pero se le atragantan un poco las palabras: “Es que era amoroso, te abrazaba y te escuchaba”.
El recuerdo de Cristian les duele en lo más hondo cuando empiezan a hablar de lo que le hicieron. “Le dieron patadas, lo molieron a piñas, no lo dejaron levantarse”, dicen. Esa madrugada del 3 de junio, cuatro chicos del grupo -se conocían desde el jardín de infantes- pasaban por Chacabuco y Estados Unidos. Unos jóvenes, mayores de 20 años, llamados la patota de Caseros y Perú, los insultaron. Cristian y sus amigos continuaron el recorrido, despacio, riendo a carcajadas, pero mirando a lado y lado por si volvían a buscarlos. Antes de llegar a Piedras y Juan de Garay, los rodearon. Eran once: siete hombres y cuatro mujeres. Los iban a golpear a todos, pero los tres amigos de Cristian corrieron. Creyeron que Bachi -así le decían porque se parecía a un dibujo de Backyardigans- también había escapado.
Las cámaras de seguridad registraron todo. Una chica le rompió una botella en la cintura. Otra tomó un bloque de cemento y se lo tiró a la cabeza. Cristian quedó tirado en el suelo. Los jóvenes lo patearon hasta que se cansaron. Ya le habían dado piñas en la espalda, en la cara, en el pecho.
El ataque de la patota duró quince, veinte minutos. Los compañeros de Bachi fueron por él cuando vieron la calle despejada. Llamaron una ambulancia y también a los padres del chico. La primera nunca llegó. El padre, taxista, subió a Cristian al auto y lo llevó al Hospital Argerich. Estaba inconsciente. Le curaron las heridas, le cosieron algunos puntos y le dieron de alta en menos de dos horas. El chico salió caminando acompañado de su familia.
Todos los amigos fueron a visitarlo. Tenían rabia, no entendían por qué Bachi estaba pagando los platos rotos de la violencia ajena. “Ellos lo golpearon a él como pudieron golpear a otro, a cualquiera, porque se creen los dueños del barrio y quieren demostrar que tienen poder”, explica un chico del grupo.
A la esquina de Piedras y Estados Unidos van llegando más chicos. Ninguno es mayor de edad. Tienen 15 o 16 años, como Cristian que los había cumplido el 14 de febrero. Más recuerdos. “Era enamoradizo y bien cumbiero. Le gustaba salir con todos y nos hacía reír. Iba por mí después de clase, y nos quedábamos horas hablando, caminando las calles”, dice la que señalan como su mejor amiga. Una señora del barrio acaba de regalarles un paquete de velas. El altar está renovado.
Creían que Cristian se estaba recuperando de la golpiza. Pero se sentía mal, no mejoraba. Sus padres lo llevaron a otro hospital, esta vez en Moreno donde su padre trabajaba algunas semanas, y allí lo devolvieron para la casa. “No se queje tanto, son unos golpecitos”, le dijeron.
El 6 de junio tuvo la peor recaída. Las patadas, el bloque de cemento, los golpes, todo le destrozó los riñones y le dejó el hígado fallando. Murió en la tarde, en la Clínica La Esperanza. El punto final de la historia hace a los chicos bajar la cabeza. Las chicas los abrazan y acomodan la foto de Cristian que está pegada en el ventanal de un local en alquiler.
Los padres del grupo
Apenas supieron de la muerte de Bachi, los padres de los chicos se pusieron de acuerdo para reunir información y buscar justicia. “Yo lo conocí desde que aprendió a caminar. Venía a dormir aquí y mis hijos iban a dormir a su casa”, dice Viviana, la mujer que declara todos los días en la Comisaría 14 y está pendiente de los chicos para que nadie vaya a atacarlos de nuevo.
“Hicieron nueve allanamientos. Hay dos jóvenes detenidos, pero son once los que golpearon a Cristian. Dicen que dos más salieron del país. Hasta la Interpol los irá a buscar”, relata mientras revisa los apuntes de la información que logró reunir hasta ahora: ombres, direcciones, teléfonos, características físicas. Sus declaraciones diarias sirven para que el caso se mueva y “quede constancia de lo que sabemos”, agrega Viviana.
Los padres del barrio son un tercer grupo. Más de diez acompañan a la familia de Cristian y hacen turnos para vigilar, con mucho sigilo, a los chicos. Temen que la patota venga a buscarlos. Tampoco quieren irrumpir en el momento doloroso que atraviesan los adolescentes.
“En diciembre habían golpeado a otro pibe, también de 16 años. Le partieron la mandíbula y lo asustaron. Fuimos a denunciar en la Comisaría pero hasta esta semana no había detenidos. Ahora la Policía sigue los dos casos”, explica otro padre. “Es que somos como una familia, nos hirieron en el corazón porque Cristian, que era un chico sano, tendría que estar vivo”, dice Viviana, y agrega: “No vamos a descansar hasta que los once caigan presos. Queremos justicia y veremos que se haga, porque a los chicos hay que cuidarlos”.
Es casi medianoche. La vigilia por Bachi no se interrumpe en Piedras y Estados Unidos. Hay relevo de amigos. Las velas iluminan la fotografía y de algo sirven en medio del frío. Los chicos dicen que el jueves levantarán el altar. “A las 18 salimos de acá, con flores y más velas a recorrer el barrio, vamos a hacerle un homenaje a Cristian”, dicen. “Llegaremos a casa de sus padres. Creo que nunca lo olvidaremos”.
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