Cecilia González – Cosecha Roja.-
La “revolución de la alegría” que prometió el presidente Mauricio Macri terminó muy pronto. La fuga de los autores materiales del “triple crimen” representa una grave crisis, y de difícil solución, para un gobierno que apenas cumple dieciocho días y pone al descubierto un sólido y peligroso entramado mafioso del que el kirchnerismo y, en particular el ex gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, no pueden evadir responsabilidades.
Macri tendrá que cambiar de estrategia. Ningún decreto le servirá para recapturar a los sicarios, ni para evitar las violentas consecuencias que tendrá el reacomodo de poder en las fuerzas de seguridad, en particular en la temida (y temible) Policía Bonaerense.
En febrero, los medios argentinos se colmaron de notas y reportajes sobre la cinematográfica fuga de Joaquín “El Chapo” Guzmán, líder del Cártel de Sinaloa, a través de un sofisticado túnel que sus cómplices construyeron en una cárcel de máxima seguridad de México. Diez meses después, en otro penal de alta seguridad (habría que dejar de llamarlos así) de Buenos Aires, tres condenados no necesitaron túnel alguno: salieron por la puerta.
Las fugas tienen importantes puntos de conexión. Según el fallo que los condenó a fines de 2012, los ahora prófugos Víctor Schillaci y los hermanos Martín y Cristian Lanatta mataron a los empresarios farmacéuticos Sebastián Forza y Damián Ferrón y al publicista Leopoldo Bina por órdenes de Ibar Esteban Pérez Corradi, un empresario que, de acuerdo con la justicia, traficaba efedrina a México. El precursor químico con el que se fabrican drogas de diseño como las metanfetaminas iba a parar principalmente al Cártel de Sinaloa. Es decir, a “El Chapo”. Hoy, Schillaci, los Lanatta, Pérez Corradi y “El Chapo” están libres y con órdenes de captura internacional.
La trama que debe enfrentar el gobierno macrista es muy compleja. Comenzó en julio de 2008, cuando un operativo policial descubrió en Ingeniero Maschwitz el primer laboratorio de metanfetaminas de Argentina. En ese momento comenzó el caso que fue bautizado como “la ruta de la efedrina”. El laboratorio había sido instalado por Jesús Martínez Espinosa, un empresario mexicano que en agosto de 2012 fue condenado a 14 años de prisión, al igual que el rosarino Mario Roberto Segovia, quien también traficaba efedrina a México. Un mes después del operativo en Maschwitz, los cadáveres de Forza, Ferrón y Bina aparecieron torturados en una zanja de General Rodríguez. La policía descubrió luego que Forza había intentado hacer negocios con Martínez Espinosa, todos ilegales, entre ellos el abastecimiento de efedrina, pero a la vez tenía una deuda millonaria con Pérez Corradi, quien, según la justicia, ordenó “el triple crimen”. El asesinado Forza, además, participaba en la “mafia de los medicamentos” que adulteraba o robaba remedios, y donó de manera irregular 360 mil pesos a la campaña presidencial de Cristina Fernández de Kirchner en 2007, pese a que carecía de fondos y estaba cubierto de deudas. Hasta ahora, los casos de la “mafia de los medicamentos” y del financiamiento de la campaña están paralizados y no han llegado a juicio.
Lo que sí se espera para el próximo año es el inicio del juicio en contra de José Luis Granero, ex titular de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la lucha contra el Narcotráfico (la Sedronar, cuyo cacofónico nombre es más largo que sus funciones), acusado de presunta complicidad en el desvió de 49.6 toneladas de efedrina a México con valor de hasta 491 millones de dólares.
Granero es el funcionario de más alto nivel en ser procesado por supuestos vínculos con el narcotráfico en Argentina. Es el caso más serio. Pero fue otro el caso mediático que mayor repercusión tuvo este año, gracias a la existencia de un estilo de periodismo que se erige en juez, impone apodos, adjudica delitos aún no probados y condena mucho antes que los tribunales. Que protege mediáticamente a determinados políticos de acuerdo con sus intereses. Que no entiende, ni explica: grita, insulta, confunde, acusa, especula y teje todo tipo de teorías, logrando, muchas veces, apelar al morbo, manipular y obstaculizar la investigación, más que informar a la sociedad.
En agosto pasado, el programa Periodismo para Todos, emblema de la oposición al kirchnerismo, denunció que Aníbal Fernández, entonces jefe de Gabinete y precandidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires, formaba parte de “la ruta de la efedrina” y era responsable del “triple crimen”. La acusación fue cuestionada en algunos sectores porque los denunciantes eran Martín Lanatta, uno de los condenados por “el triple crimen” y ahora prófugo, y José Luis Salerno, un ex policía involucrado en “la mafia de los medicamentos”. La calidad de los testimonios también fue puesta en duda por el fiscal Juan Bidone y hasta por el abogado de Lanatta, quienes advirtieron que su versión durante el juicio había sido totalmente diferente. La historia se contaminó, además, porque el programa ocultó que la entrevista a Salerno se había realizado en la casa de la diputada antikirchnerista Elisa Carrió.
El caso replicó la agotadora división entre periodismo opositor y oficialista que marcó al país desde 2009, en una pelea en la que el equilibrio, premisa básica del oficio, quedó excluido. A priori, unos condenaron a Aníbal Fernández, otros lo exculparon. Predominaron las filias y fobias políticas. Pero, por suerte, hubo periodistas que no se sumaron a estas dicotomías y advirtieron que, por más rumores o sospechas que hubiera en torno al ex jefe de Gabinete –porque era cierto, las había-, sin pruebas era muy difícil lanzar, pero sobre todo sostener acusaciones. Fue una operación política, pero tampoco causa única de la derrota de Fernández ante María Eugenia Vidal, la nueva gobernadora que desde la madrugada del sábado, con la fuga de los autores materiales del “triple crimen”, enfrenta la crisis que marcó, de manera definitiva, el fin de la fiesta macrista.
Nota publicada el 29/12
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