Mariana Enriquez*
La primera vez que se le apareció fue en la lida de las nueve y media de la noche, la que se hacía en ómnibus. Fue durante una pausa del relato, mientras recorrían el tramo que iba desde el restaurant que había sido de Emilia Basil, descuartizadora, hasta el edificio donde solía vivir Yiya Murano, envenenadora. De todos los tours por Buenos Aires que ofrecía la empresa para la que trabajaba, el de crímenes y criminales era el más exitoso. Se hacía cuatro veces por semana: dos en ómnibus y dos caminando, dos en inglés y dos en español. Pablo supo que cuando la empresa lo designó como guía del tour de crímenes le estaba dando un ascenso, aunque el sueldo fuera el mismo (sabía que, tarde o temprano, si lo hacía bien, esa cifra también iba a ascender). El cambio lo había alegrado mucho: antes hacía el tour “Arquitectura Art-Nouveau de Avenida de Mayo”, que era muy interesante, pero aburría después de un tiempo.
Había estudiado los diez crímenes del tour en todo detalle para poder contarlos bien, con gracia y suspenso, y jamás había tenido miedo ni se había impresionado. Por eso, antes que terror, sintió sorpresa al verlo. Era él, sin duda, inconfundible. Los ojos grandes y húmedos, que parecían llenos de ternura pero en realidad eran un pozo oscuro de idiocia. El chaleco oscuro y la estatura baja, los hombros esmirriados y en las manos esa soga fina -el piolín, como lo llamaban entonces- con que le había demostrado a la policía, sin expresar emoción alguna, cómo había asfixiado y atado a sus víctimas. Y las orejas enormes, puntiagudas y simpáticas, de Cayetano Santos Godino, el Petiso Orejudo, el criminal más célebre del tour, quizá el más famoso de la crónica criminal argentina. Un asesino de niños y de animales pequeños. Un asesino que no sabía leer ni sumar, que no distinguía los días de la semana y que bajo su cama guardaba una caja llena de pájaros muertos.
Pero era imposible que estuviera ahí, donde Pablo lo estaba viendo. El Petiso Orejudo había muerto en 1944, en el ex presidio de Ushuaia, en Tierra del Fuego, el fin del mundo. ¿Qué podía hacer ahora mismo, en la primavera de 2009, como pasajero fantasma de un ómnibus que recorría los escenarios de sus asesinatos y sus varias tentativas? Porque sin duda era él, imposible confundirlo, el aparecido era idéntico a las numerosas fotos de época que se conservaban. Además, había suficiente iluminación como para verlo bien: el ómnibus llevaba las luces encendidas. Estaba parado casi al final del pasillo, haciendo la demostración con su piolín, mirándolo a él, al guía, a Pablo, con cierta indiferencia pero con claridad. Hacía rato que Pablo había contado su historia. Lo venía haciendo durante dos semanas, y le gustaba mucho, pero no le daba miedo. El Petiso Orejudo había acechado una Buenos Aires tan lejana y tan distinta que resultaba difícil sugestionarse con su figura. Y sin embargo algo debía haber impresionando vivamente a Pablo, porque el Petiso estaba allí aunque nadie más lo veía -los pasajeros conversaban animadamente y le pasaban la mirada por encima sin reparar en él-. Pablo sacudió la cabeza, cerró los ojos con fuerza, y al abrirlos, la figura del asesino con su piolín había desaparecido. ¿Me estaré volviendo un poco loco?, pensó, y apeló a la psicología barata para llegar a la conclusión de que el Petiso se le aparecía porque él acababa de tener un hijo, y eran los niños las únicas víctimas de Godino. Los niños pequeños. Pablo contaba en el tour de dónde, creían los forenses de la época, le venía esa saña: el primer hijo de los Godino, el hermano del Petiso, había muerto a los 10 meses de edad en Calabria, Italia, antes de que la familia emigrara. El recuerdo de ese bebé yerto lo obsesionaba: en muchos de los crímenes -y de los intentos, mucho más numerosos- repetía la ceremonia del entierro. A los peritos que lo interrogaron después de ser atrapado les dijo: “Nadie vuelve de la muerte. Mi hermanito nunca volvió. Simplemente se pudre bajo la tierra”.
Pablo contaba el primer simulacro de entierro en una de las primeras paradas del tour: la intersección de la calle Loria con San Carlos, donde el Petiso había atacado a Ana Neri, 18 meses de edad, vecina suya en el conventillo de la calle Liniers -que ya no existía, pero de todos modos el solar donde alguna vez estuvo seguía siendo una parada del recorrido, con una breve puesta en contexto donde se le explicaba a los turistas las condiciones de vida de aquellos inmigrantes recién llegados que escapaban de la pobreza europea: hacinados en inquilinatos mal ventilados, húmedos, sucios, ruidosos, promiscuos. El ambiente ideal para los crímenes del Petiso, porque la incomodidad y el desorden acababan por mandar a los niños a la calle: vivir en aquellas habitaciones era tan insoportable que la gente se la pasaba en la vereda, especialmente los hijos, que correteaban por ahí.
Ana Neri, entonces. El Petiso la llevó al baldío, la golpeó con una piedra y una vez que la niña estuvo inconsciente, trató de enterrarla. Un policía lo encontró en medio de la tarea y él rápidamente mintió una coartada: le dijo que estaba intentando ayudar a la bebé, que había sido atacada por otra persona. El policía le creyó, posiblemente porque el Petiso Orejudo también era un niño: tenía, entonces, nueve años.
Ana tardó seis meses en recuperarse del ataque.
No fue el único ataque con simulacro de entierro: en septiembre de 1908, poco después de dejar la escuela -y de que comenzaran sus aparentes ataques de epilepsia: nunca se terminó de comprobar a qué se debían las convulsiones que sufría el Petiso- se llevó al niño Severino González hasta un terreno baldío frente al colegio Sagrado Corazón. En el terreno había un pequeño corral de caballos. El Petiso sumergió al niño en la pileta donde tomaban agua los animales e intentó cubrirlo con una tapa de madera. Un simulacro más sofisticado, la recreación del ataúd. Otra vez, un policía que pasaba impidió el crimen, y otra vez el Petiso mintió diciendo que en realidad estaba ayudando al niño. Pero ese mes el Petiso estaba incontinente. El día 15 de septiembre atacó a un bebé de 20 meses, Julio Botte. Lo encontró en la puerta de su casa, Colombres 632. Le quemó el párpado de uno de los ojos con un cigarrillo que llevaba en la mano, encendido. Dos meses después, los padres del Petiso no soportaron más su presencia ni sus acciones, y ellos mismo lo entregaron a la policía. En diciembre acabó en la colonia penal para menores de Marcos Paz. Allí aprendió a escribir un poco, pero se destacó sobre todo por echar gatos y botines a las ollas humeantes de la cocina, cuando los cocineros se descuidaban. El Petiso cumplió tres años preso en el reformatorio de Marcos Paz.
Salió con más ganas de matar que nunca y pronto lograría el primer, deseado asesinato.
Pablo siempre terminaba el capitulo del Petiso con el interrogatorio que le hizo la policía tras su detención. A los turistas parecía impresionarlos mucho. Lo leía, para que el efecto realista fuera mayor. La noche en que el Petiso se apareció en el bus sintió cierta incomodidad antes de repetir sus palabras, pero decidió decirlas igual. El Petiso sólo lo miraba y jugaba con la soga: no parecía moverse, ni lo amenazaba.
-¿No siente usted remordimientos de conciencia por los hechos que ha cometido?
-No entiendo lo que ustedes me preguntan.
-¿No sabe usted lo que es el remordimiento?
-No, señores.
-¿Siente usted tristeza o pena por la muerte de los niñitos Giordano, Laurora y Vainikoff?
-No, señores.
-¿Piensa usted que tiene derecho a matar niños?
-No soy el único, otros también lo hacen.
-¿Por qué mataba usted a los niños?
-Porque me gustaba.
Esta última respuesta provocaba la desaprobación general de los pasajeros, que en general parecían contentos cuando se cambiaba de criminal y se pasaba a la más comprensible Yiya Murano, envenedadora de amigas que le debían dinero. Una asesina por ambición. Fácil de entender. El Petiso, en cambio, incomodaba a todos.
Esa noche, cuando llegó a su casa, no le contó a su mujer que había visto el espectro del Petiso. Tampoco a sus compañeros, pero eso era normal: no quería tener problemas en el trabajo. En cambio, le molestaba no poder hablarle de la aparición a su mujer. Dos años atrás se lo hubiera contado todo. Dos años atrás, cuando todavía podían confesarse cualquier cosa sin miedo, sin recelo. Era una de las tantas cosas que habían cambiado desde el nacimiento del bebé. Se llamaba Joaquín, tenía seis meses, pero Pablo seguía diciéndole “el bebé”. Lo quería -al menos, eso le parecía- pero el bebé no le prestaba demasiada atención, aún estaba demasiado aferrado a su madre, y ella no ayudaba, no ayudaba para nada. Se había convertido en otra persona. Temerosa, desconfiada, obsesiva. A veces Pablo se preguntaba si estaba ante un caso de depresión post-parto. Otras veces solamente se malhumoraba, y recordaba con nostalgia y algo – mucho- de enojo los años previos al bebé. Tantas cosas habían cambiado que no sabía por dónde empezar. Ella ya no lo escuchaba, por ejemplo. Fingía hacerlo, sonriendo y diciendo que sí con la cabeza, pero estaba pensando en comprar zapallo y zanahoria para el bebé, o en si la irritación que el bebé tenía en la piel sobre las caderas podía haber sido causada por el pañal descartable o si se trataba de alguna enfermedad eruptiva. Ni lo escuchaba ni quería tener sexo porque estaba dolorida después de la episiotomía que no terminaba de cicatrizar, y para colmo el bebé dormía con ellos en la misma cama: había un cuarto esperándolo, pero ella no se animaba a dejarlo dormir solo, le tenía miedo al “síndrome de muerte súbita”. Pablo había tenido que escuchar hablar de esa muerte blanca durante horas, mientras trataba en vano de calmarle la ansiedad, a ella que nunca había tenido miedo, que alguna vez lo había acompañado a escalar montañas y había dormido en refugios mientras nevaba allá afuera, ella que había comido hongos con él, todo un fin de semana alucinando, esa misma mujer ahora lloraba por una muerte que no había llegado y posiblemente no ocurriera nunca.
Pablo no recordaba por qué tener un hijo le había parecido una buena idea.
Ella tampoco hablaba de otra cosa. Se habían terminado las charlas sobre los vecinos, las películas, los escándalos familiares, los trabajos, la política, la comida, los viajes. Ahora sólo hablaba del bebé y hacía como que escuchaba otros temas. Lo único que parecía registrar, como si la despertara de un sopor, era el nombre del Petiso Orejudo. Como si su mente abotargada se iluminara con la visión de los ojos del idiota asesino; como si conociera sus dedos delgados que sostenían la cuerda. Decía que Pablo estaba obsesionado con el Petiso. Él no creía que fuera así. Sucedía que los otros asesinos del tour macabro por Buenos Aires eran aburridos. La ciudad no tenía grandes asesinos, si se exceptuaban los dictadores, no incluidos en el tour por corrección política. Algunos de los asesinos de los que hablaba habían cometido crímenes atroces, pero bastante comunes teniendo en cuenta cualquier catálogo de violencia patológica. El Petiso era distinto. Era raro. No tenía más motivos que sus deseos y parecía una especie de metáfora, el lado oscuro de la orgullosa Argentina del Centenario, un presagio del mal por venir, un anuncio de que había mucho más que palacios y estancias, una cachetada al provincianismo de las elites argentinas que creían que sólo cosas buenas podían llegar de la fastuosa y anhelada Europa. Lo más hermoso era que el Petiso era completamente inconsciente de esto: a él sólo le gustaba atacar niños y encender hogueras -porque también era pirómano, le gustaba ver arder y observar el trabajo de los bomberos, “sobre todo cuando se caían al fuego”, como le había dicho a uno de los policías interrogadores.
Era con fuego la historia que había hecho enojar rabiosamente a su esposa: ella acabó levantándose de la mesa, gritándole que nunca más le hablara del Petiso, nunca más por ningún motivo. Se lo había gritado mientras abrazaba al bebé, como si tuviera miedo de que el Petiso se materializara y lo atacara. Después se había encerrado en la habitación, y lo dejó comiendo solo. Él la mandó a la mierda mentalmente. La historia era impresionante en efecto, no para armar tanto escándalo, creía él, pero sí muy brutal. Ocurrió el 7 de marzo de 1912. Una niña de cinco años, Reina Bonita Vainikoff, hija de inmigrantes judíos letones, estaba mirando la vidriera de una zapatería, cerca de su casa sobre la avenida Entre Ríos 552. La niña llevaba un vestido blanco. El Petiso se le acercó mientras ella estaba absorbida por la visión de los zapatos. Llevaba un fósforo encendido en la mano. Tocó con la llama el vestido, que ardió con suma rapidez. El abuelo de la nena la vio envuelta en llamas desde la vereda de enfrente. Cruzó la calle corriendo. No logró siquiera acercarse a la niña. Trastornado, no se había fijado en el tráfico. Lo atropelló un auto y murió al instante. Un hecho extrañísimo, dada la escasa velocidad de los vehículos en aquellos años.
Reina Bonita también murió, sólo que después de dieciséis días de dolorosa agonía.
Pero el asesinato por fuego de la pobre Reina Bonita no era su crimen favorito. A él le gustaba -esa era la palabra, qué remedio- el de Jesualdo Giordano, de tres años. Sin duda era el que más horror le causaba a los turistas, y a lo mejor por eso le gustaba: porque le resultaba placentero contarlo y esperar la reacción, siempre espantada, de su auditorio. Había sido el crimen por el que atraparon al Petiso, además, porque cometió un error fatal.
El Petiso, como era ya su costumbre, había llevado a Jesualdo hasta un baldío. Lo ahorcó con trece vueltas de cuerda. El chico se resistió con fuerza, lloraba y gritaba. El Petiso declaró a la policía que intentó hacerlo callar, porque no quería ser interrumpido como en otras oportunidades: “Al chico ese lo agarré con los dientes aquí, cerca de la boca, y lo sacudí como hacen los perros con los gatos”. (Esa imagen incomodaba a los turistas que se revolvían en los asientos y decían “por Dios” en voz baja. Sin embargo, nunca le habían pedido que detuviera el relato.). Una vez que ahorcó a Jesualdo, el petiso lo tapó con una chapa y salió a la calle. Pero algo lo atormentaba, una idea que rumiaba y ardía. Así que al rato volvió a la escena del crimen. Llevaba un clavo. Lo usó para clavarlo en la cabeza del niño, que ya estaba muerto.
Al día siguiente cometió su error fatal. Movido por quién sabe qué ansias, asistió al velorio del niño al que había matado. Dijo, más tarde, que quería ver si todavía tenía el clavo en la cabeza. Confesó este deseo cuando lo llevaron a presenciar la autopsia, después de la denuncia del padre del niño muerto. Cuando el Petiso vio el cadáver hizo algo muy extraño: se tapó la nariz y escupió, como si le diera asco, aunque el cuerpo aún no había entrado en estado de putrefacción. Los forenses, por algún motivo que la crónica policial de la época no explica, lo hicieron desnudar. El Petiso tenía una erección de 18 centímetros. Acababa de cumplir 16 años.
Ese relato sí que no podía contárselo a su mujer. Una vez había intentado hablarle de las reacciones de los turistas ante el último crimen del Petiso, y empezó a hacerlo, sorprendido porque ella no lo hacía callar. Cuando ella abrió la boca, Pablo entendió: no lo estaba escuchando. Ella le reclamó que tenían que mudarse a una casa más grande cuando el bebé creciera. No lo quería criar en un departamento. Quería patio, piscina, sala de juegos y un barrio tranquilo donde el chico pudiera jugar en la calle. (Ella bien sabía que esto último apenas existía en una ciudad del tamaño y la intensidad de Buenos Aires y mudarse a un suburbio rico y apacible estaba muy lejos de sus posibilidades). Cuando terminó de enumerar sus deseos para el futuro, le pidió que cambiara de trabajo. Eso no, dijo él. Soy licenciado en turismo, me va bien, no voy a renunciar, me divierto, son pocas horas y estoy aprendiendo. El salario es una miseria. No, no es una miseria, se enojó Pablo, ofendido. Creía estar ganando bien, lo suficiente para mantenerlos a los tres con decencia. ¿Quién era esta mujer desconocida? Alguna vez ella le había jurado que, con él, era capaz de vivir en un hotel, en la calle, bajo un árbol. Todo era culpa del bebé. La había cambiado por completo. ¿Y por qué? Si era un chico sin gracia, aburrido, dormilón, que cuando estaba despierto lloraba casi todo el tiempo. Por qué no trabajás vos si querés más plata, le dijo Pablo a su esposa. Y ella pareció erizarse, y gritó como si se hubiera vuelto loca. Gritó que tenía que cuidar al bebé, qué pretendía él, abandonarlo con una niñera o con la loca de tu madre (mi madre no está loca, pensó Pablo) y para no volver a pelear a los gritos salió a la vereda a fumar – esa era otra cosa, desde el nacimiento del bebé ella no lo dejaba fumar en su departamento.
Al día siguiente de la discusión, el Petiso volvió al micro. Esta vez estaba más cerca de él, casi al lado del conductor, que claramente no lo veía. Pablo no sentía que estuviera volviéndose loco. No se sentía diferente, solamente algo inquieto; temía que alguno de los turistas también fuera capaz de ver al Petiso espectral y causara histeria en el ómnibus.
Cuando apareció, con la soga en las manos, estaban en una de las últimas paradas del recorrido, la casa de la calle Pavón. Allí había aparecido una de las víctimas grandes (de edad) del Petiso, uno de sus ataques más extraños. Arturo Laurora, trece años, estrangulado con su camisa; apareció dentro de una casa abandonada. No llevaba pantalones y tenía las nalgas lastimadas, pero no había sido violado. Al Petiso no se le daba por ahí. Mientras Pablo contaba el caso Laurora, el Petiso espectral, parado a su lado, aparecía y desaparecía, parecía temblar, desdibujarse, como si estuviera hecho de humo o niebla.
Por primera vez en muchas noches, alguien quiso hacer una pregunta. Pablo le sonrió al curioso con toda la falsedad que era capaz de conjurar. El turista -que era colombiano- quería saber si el Petiso había usado un clavo en la cabeza de sus víctimas en alguna otra oportunidad. No, le contestó Pablo. Que se sepa, fue esa vez sola. Es muy extraño, dijo el colombiano. Y aventuró que, si la carrera criminal del Petiso hubiera sido más larga, a lo mejor el clavo se convertía en su marca, en su firma. A lo mejor, le contestó Pablo con amabilidad mientras veía cómo el Petiso espectral se terminaba de desvanecer. Pero nunca vamos a saberlo, ¿no es cierto? El colombiano se rascó el mentón, pensativo.
Pablo volvió a su casa pensando en el clavo, y en un trabalenguas que su madre le había enseñado cuando era chico: “Pablito clavó un clavito. / ¿Qué clavito clavó Pablito?/ Un clavito chiquitito.” Abrió la puerta del departamento y se encontró con la escena habitual de los últimos meses: el televisor encendido, un plato con dibujos de Ben 10 y restos de zapallo, una mamadera medio vacía y la luz de su habitación encendida. Se asomó a la puerta. Su mujer y su hijo dormían en la cama, juntos. Sintió que no los conocía. Quiso hacerlos desaparecer cerrando los ojos, pero cuando los abrió seguían allí. Pablo caminó hasta la habitación que él mismo había decorado para su hijo antes de que naciera. Estaba tan vacía que le dio frío.
La cuna inmóvil estaba oscura. Parecía el cuarto de un chico muerto, mantenido intacto por una familia de duelo. Pablo se preguntó qué pasaría si el chico se moría, como parecía temer su mujer. Sabía la respuesta. Se apoyó en la pared vacía, donde varios meses atrás, siempre antes del nacimiento, antes de que su mujer se transformara en otra persona, había planeado ubicar un colgante, un universo que giraría sobre la cuna del bebé, para entretenerlo por la noche. La luna, el sol, Júpiter, Marte y Saturno, los planetas y los satélites y las estrellas brillando en la oscuridad. Pero nunca lo había colgado, porque su mujer no quería que el bebé durmiera ahí, y no había forma de convencerla. Tocó la pared y se encontró co
n el clavo, que seguía en la pared, esperando. Lo arrancó de un tirón seco y se lo metió en el bolsillo. Pensó que resultaría un gran golpe de efecto para su relato. Lo sacaría de su bolsillo justo cuando contara el crimen del niño Jesualdo Giordano y en el momento preciso, cuando el Petiso volvía y lo clavaba en la cabeza del chico ya muerto. A lo mejor algún turista ingenuo hasta creía que se trataba del mismo clavo, perfectamente conservado cien años después del crimen. Sonrió pensando en su pequeño triunfo y decidió acostarse en el sofá del living, lejos de su mujer y su hijo, con el clavo entre los dedos.
* Texto publicado originalmente en “La banda de los corazones sucios” (Editorial El Cuervo). Mariana Enriquez nació en la ciudad de Buenos Aires y es Licenciada en Comunicación Social (Universidad Nacional de La Plata) y periodista. Actualmente escribe en los suplementos Radar, RadarLibros y Las 12 del diario Página/12 y fue columnista de la revista TXT. Su primera novela, Bajar es lo peor, fue publicada en 1994. También es autora del libro Cómo desaparecer completamente (Emecé, 2004).
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