Gabriel Pombo. Historias de asesinos.-
En Uruguay el fenómeno del homicidio serial deviene singularmente raro y escaso. Pese a ello, a comienzos de la década de 1990 la crónica policial registró un caso dotado de aristas espectaculares que conmocionó hondamente a la sociedad uruguaya. La prensa motejó a aquella secuencia de asesinatos cometidos contra jóvenes mujeres como “Los crímenes de Carrasco”, en atención al barrio montevideano en donde residían las víctimas.
Las presas humanas cobradas por el matador en cadena las conformaron Ana Luisa Miller, Andrea Castro y María Victoria Williams, todas ellas fallecidas a consecuencia de enérgicas maniobras de sofocación inferidas por su agresor, en una variante de la clásica muerte provocada por estrangulamiento. El ultimador de estas muchachas constituía, sin la menor vacilación, un homicida en serie, y durante meses mantuvo en jaque a la policía. Cuando finalmente se lo detuvo y fue difundida su identidad el temor entonces imperante en la población se trocó en desconcierto y extrañeza al saberse que se trataba de un joven de Carrasco que contaba con solo veintidós años, hijo de un diplomático y vecino de una de las chicas asesinadas (María Victoria Williams). Sus nombres y apellidos completos: Pablo José Goncalvez Gallareta.
Este hombre, a quien se conceptúa con toda razón el más moderno psicokiller de Uruguay, había adquirido la nacionalidad oriental luego de nacer en España cuando su padre cumplía funciones diplomáticas en la Madre Patria. De todas maneras, se crió y educó en Uruguay, y a principios de los años noventa era un destacado miembro de la alta sociedad capitalina, estudiante de ciencias económicas, residente en un hermoso chalet de Carrasco en cuyos fondos tenía instalado un taller de reparaciones de ciclomotores.
La tétrica retahíla criminal tuvo su víspera el 31 de diciembre de 1991. Ana Luisa Miller Sichero, de 26 años, licenciada en historia y docente en ejercicio, hermana de la renombrada tenista Patricia Miller, mujer soltera que vivía con sus padres en Carrasco, había salido esa noche con su novio Hugo Sapelli, joven de similar condición social y económica. Recibieron el año nuevo cenando en un restaurante de Carrasco y, luego, próximo a la una de la madrugada del entrante 1 de enero de 1992, la pareja concurrió a bailar al muy conocido club Old Christian´s.
Al despuntar el alba de aquel año ambos jóvenes abandonaron la reunión bailable y, a partir de entonces, los datos referentes a las últimas horas de existencia de la infortunada joven dependen de la versión aportada por su novio. Sapelli le contó a las autoridades que Ana Luisa conducía su automóvil y lo llevó hasta su vivienda a la cual arribaron cerca de las siete menos veinte y, una vez allí, habrían mantenido breves relaciones sexuales.
Después, próximo a la hora ocho de aquella mañana, la muchacha se despidió, y manejando su coche se encaminó rumbo a su propio domicilio. Miller jamás lograría ingresar a su casa. Se hallaría su vehículo estacionado en la calle Eduardo Couture casi Costa Rica en los aledaños del Lawn Tenis del Parque Carrasco. Había manchas hemáticas en el asiento delantero del acompañante, y uno de los cinturones de seguridad estaba cortado. Horas más tarde, el cuerpo sin vida de la mujer fue encontrado yaciendo entre las dunas de la playa del balneario Solymar, a escasos metros de donde estaba instalada la prefectura de la localidad de Lomas de Solymar.
Los médicos forenses que examinaron su cadáver supusieron que la occisa viajaba en el asiento del acompañante de su vehículo cuando se le propinó un fuerte impacto en su mentón que la habría dejado en estado de indefensión, tras lo cual su victimario se le habría arrojado encima para estrangularla mientras ella sangraba profusamente a causa del golpe.
El novio de la difunta fue considerado el principal sospechoso y resultó indagado en forma intensa hasta el punto de ser sometido –voluntariamente- a la prueba del polígrafo. No obstante, transcurrieron los meses sin registrarse ningún avance de interés en la investigación policial.
Este homicidio recién se aclararía para la justicia uruguaya cuando ya se encontraba en prisión Pablo Goncalvez, detenido y confeso por dos muertes consumadas a través de igual modus operandi. El preso, luego de su inicial confesión (y tras haber cambiado de patrocinio letrado), rectificó su postura y se declaró inocente. Según adujo en su reclamo, las confesiones le fueron arrancadas bajo tortura. Interpuso su queja ante la Convención Latinoamericana de Derechos Humanos pero no tuvo éxito. Dicho organismo internacional le dio la razón al Estado uruguayo el cual sostuvo, al contestar la demanda, que los procedimientos policiales y judiciales fueron totalmente regulares. Conforme allí se manifestó, las evidencias de la culpabilidad del acusado resultaron tan abrumadoras que su confesión en nada incidió a la hora de pronunciar la sentencia condenatoria en su contra.
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