Dos semanas después de la emisión del programa de Jorge Lanata, en el barrio Villa Caraza todo parece estar igual: los pibes ranchean anestesiados en las esquinas, las escuelas y las organizaciones hacen lo que pueden para paliar el hambre y la desocupación y el Estado aparece en formato policial. “El barrio está caliente. La otra noche entraron un montón de móviles a cachear a los pibes –cuenta una vecina-. Se subieron a los colectivos. Les dijeron: ‘¿conocés al Polaquito? Por ese gil estamos haciendo esto’”.
El informe del programa Periodismo Para Todos incluía, como plato fuerte, una entrevista con un nene de 11 años que, con la cara blureada pero su voz y su apodo real, enumeraba sus supuestas aventuras delictivas: robos a mano armada, pelea por botines de miles de pesos, porros nevados y hasta el asesinato de un transa. El niño, delgado y bajo, chiquito incluso para su edad, hablaba apoyado sobre un auto, mientras a unos metros estaba estacionado un patrullero de la policía local.
Después de la entrevista, el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) denunció a la producción y al canal por infringir la ley de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes y usar ilegalmente la imagen del nene. La mamá, Elena Fernanda, que trabaja como recicladora urbana en una de las cooperativas del MTE, también denunció al secretario de Seguridad del municipio, Diego Kravetz, y pidió que se investigue cómo llegó su hijo a hablar con los periodistas, si fue coaccionado por la policía, y si el auto en el que se apoya durante la entrevista pertenece al Subsecretario de Seguridad d e Lanús, el ex comisario Daniel Villoldo.
Las organizaciones sociales son las que se mueven para contener a los pibes de los barrios y a sus familias. En el comedor San Jorge muchas veces comió y jugó frente a la tele el nene del informe, al que todos en Caraza conocen como “El Polaquito”. Ahí está Silvia, el cuerpo y corazón del lugar. Ella conoce a los niños y niñas que entran como torbellinos a comer un plato de guiso de arroz. Después del almuerzo charla con Cosecha Roja junto a Mónica Berutti y la abogada Natalia Morante. Las tres forman parte de la agrupación Compromiso Social y trabajan con las familias del barrio.
“Esta zona siempre estuvo abandonada”, dice Mónica sentada en el mismo lugar donde hace un rato comieron los nenes y las nenas. Hasta fines del 2015, en este mismo local funcionó un Centro de Acceso a la Justicia (CAJ), una oficina de atención legal primaria en el que Morante trabajaba con otro abogado y una psicóloga. En ese momento la organización gestionaba unos 300 planes Jóvenes por Más y Mejor Trabajo, que también fueron descontinuados.
Afuera, el mediodía es gris y húmedo en Villa Caraza. A esa hora parece desierta, apenas una chica que pasa en bicicleta. Adentro, las mujeres cuentan historias de otros pibes como El Polaquito, esos que parecen descartables a los ojos del Estado.
Jonathan tenía 16 años y llevaba un tiempo consumiendo paco cuando se colgó de un árbol. Su mamá se había cansado de tocar puertas pidiendo ayuda. Sebastián tiene 12 y consume de todo: paco, pasta base, marihuana. Su mamá también consume, igual que la mayoría de sus hermanos, pero él no quiere más y cada vez que se cruza con su tía le pide que lo lleve a algún lado. Está flaco, como una calavera: 12 años que parecen 9. Otro pibe, Francisco, nació en 1994 y hasta los 12 jugó al fútbol en un club de Lanús Este. Cuando ya no tuvo una categoría para su edad, quedó suelto, en la calle. Murió “en un cruce” el año pasado.
Jonathan, Sebastián, Francisco: ninguno de estos nombres es real. Las entrevistadas a cada rato insisten “por favor, no pongas el nombre”. Quieren cuidar estas pequeñas tragedias pero a la vez quieren contar por qué en Caraza –una barriada de Lanús Oeste, donde en marzo un operativo policial encabezado por Kravetz entró con balas de goma y gas pimienta al comedor del MTE “Los Cartoneritos”- hay muchas historias parecidas: muchas familias sin trabajo, muchos “polaquitos”.
“A veces la familia no quiere o no pueden hacerse cargo de la situación de los chicos. Pero también, a veces, cuando se deciden, cuando tienen la voluntad, no tienen los medios”, dice Natalia Morante. Cuando los derechos de los niños, niñas y adolescentes se vulneran, la primera instancia de actuación debería ser la de los Servicios Locales de Protección y Promoción de los Derechos de la Niñez que depende de la Dirección de Niñez y Adolescencia de la Municipalidad de Lanús. “Pero cuando vas al servicio local no te dan bolilla, no intervienen”, advierte la abogada. “Es un combo: cuando la mamá tiene la capacidad para poder ayudar, se encuentra con una puerta cerrada”.
A unas cuadras del comedor San Jorge está el merendero Mujelu (Música, Lectura y Juego), que Mari lleva adelante con varias de sus compañeras del MTE y de Patria Grande. Le dan de comer a unos 70 u 80 chicos por día y los viernes entregan casi un centenar de viandas, aunque no reciben recursos del municipio. En su propia familia Mari sufre las consecuencias de la falta de respuesta del Estado. “Tengo a todos mis sobrinos en consumo. La escuela presentó muchos informes, está todo judicializado y nadie hizo nada”, dice. Otros familiares estuvieron internados en las granjas evangélicas. “Los tienen unas semanas, pero después los mandan a la calle con la canasta a vender facturas y es otra vez lo mismo”.
Las salitas y las escuelas están desbordadas. Los informes que elevan, la mayoría de las veces, terminan en nada. Frente a esta situación Mari y sus compañeras están armando una red de promotoras que funcionen como un nexo entre las escuelas, la sala médica y los vecinos. “Si de la sala, por ejemplo, advierten que no están llevando a un nene al control, entonces las promotoras van a la casa y ven qué pasa. Lo mismo si un chico deja de ir a la escuela, porque muchas veces no es que no los mandan porque no quieren sino porque no tienen ropa o zapatillas”, explica. “Lo que tendría que hacer el municipio lo van a hacer las compañeras”.
Adriana trabaja hace más de 20 años en el sistema educativo de Lanús. Fue maestra y directora en varias instituciones y prefiere no dar a conocer su nombre y apellido real. “Cuando yo empecé a trabajar el compromiso de las familias era otro. Los chicos estaban en la escuela y después estaban en el club o en la casa, había otra contención, no estaban en la calle haciendo cualquiera. La diferencia se vio en la crisis del 2001, cuando se empezó a ver hambre en las escuelas”, analiza.
En todos estos años, Adriana trabajó con chicos de primaria y de secundaria. Destaca, sobre todo, los resultados del Programa CESAJ (Centro de Escolarización de Educación Secundaria para Adolescentes y Jóvenes), por el que ella vio cómo muchos chicos terminaron el secundario y hoy cursan estudios superiores. “Son chicos que antes tenían todas las puertas cerradas y a los que no les importaba nada y que cuando encontraron contención, cuando vieron que a nosotros nos importaban, que los llamábamos cuando no venían, que les andábamos atrás, se rescataron”.
Adriana tuvo alumnos con síndrome de abstinencia en tercer grado: nenes que no podían quedarse quietos en el aula, a los que les temblaban las manos porque por alguna razón habían cortado el consumo de golpe. Cuando en la escuela el cuerpo docente capta alguna señal de alarma, el primer trabajo es con los chicos. “Lo que ellos necesitan es que los escuchen. Les preguntás en qué andan, qué les pasa y ellos te cuentan todo. Ahí, si ves que no es una cuestión de violencia hacia el niño, llamás a los padres”, explica. “El problema es cuando no te acompaña la familia, porque ahí tenés que judicializarlo y eso tarda mucho. Muchas veces las familias naturalizan el consumo de sus hijos y no pueden ver el problema. La escuela tiene que lograr que los papás vean que la situación no está bien. Y cuando eso no sucede, pedimos ayuda al Servicio Local, pero funciona mal: te reciben el informe y después nunca actúan”.
Para la mayoría de los chicos los lugares de contención son dos: la escuela y el club. Pero a los 12 años se quedan sin categoría, no hay ligas deportivas para adolescentes. “Los dejamos en la mejor etapa”, dice Agustín Balladares, consejero escolar de Lanús por el Movimiento Evita. “Todo lo que se hace por buena voluntad son como curitas para una herida muy profunda, una trama social que está totalmente rota”. Para él, se trata de los resultados de una cultura del descarte, de una situación estructural que tiene que ver con la falta de empleo, de educación y con la ausencia absoluta de posibilidades. “Deberíamos fortalecer las instituciones que ya están, las preexistentes: la escuela, la iglesia, el club. Pero con eso solo no alcanza, tenemos que desarrollar otro tipo de herramientas. En Lanús no hay una política de tratamiento de consumos problemáticos, no hay políticas para los pibes que se caen del sistema. Los chicos se levantan a la mañana, salen a la puerta de su casa ¿y qué opción tienen?”.
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