El mercado de drogas no es ajeno a las características de otras actividades productivas en las que la segregación de género es una constante: los hombres manejan el negocio, las mujeres ocupan en mayoría abrumadora posiciones subalternas, mal pagas, en condiciones precarias. Esa segregación se aprovecha de todas las implicancias que tiene para las condiciones de vida de las mujeres la sobreexigencia en materia de cuidados, no contar con redes de apoyo para tares laborales compatibles con el cuidado de dependientes, ser único sostén de hogares, entre otras.
Las comunidades con derechos vulnerados, diezmadas en sus condiciones más elementales de vida, son mano de obra disponible para mercados de todo tipo. A eso se suman todas las agravantes que trae la clandestinidad. La ilegalización del mercado de drogas, lejos de ser un obstáculo para su proliferación, es su garantía de existencia. ¿Qué vemos entonces como resultado? Un crecimiento geométrico del encarcelamiento de mujeres. No es casual que más del 80 por ciento de ellas tenga a su cargo el cuidado de niñxs u otrxs dependientes y que no hayan tenido nunca acceso a empleos de calidad. Ellas quedan muy desprotegidas,a merced del mercado de drogas, que cuenta con que el aparato represivo funcionará disciplinando mano de obra servil. Así se alimenta esta escena mundial de injusticia social, en la que Argentina aporta un capítulo vergonzoso. No es un problema sólo de mujeres presas que han tomado malas decisiones, es un problema de justicia social que nos compete a todxs.
Esto ocurre porque el Estado se apoya en el mito de la guerra, ensañándose con los cuerpos más expuestos, castigándolas por la precariedad a la que son condenadas por sus políticas de negación de derechos. Criminalización mediante, el Estado se saca de encima sus responsabilidades colectivas por esas condiciones de vida a las que somete a las personas, las coloca en la picota a fuerza de etiquetarlas como delincuentes y asegura al negocio de las drogas su principal insumo: mano de obra esclavizada y despliegues de persecución que sólo conducen a mantener incesantemente en alza el volumen de ganancias de los mismos de siempre.
El único techo o límite para el mercado de drogas no es la cárcel, sino poner en entredicho la ilegalidad en la que se lo mantiene. En ese contexto, podríamos discutir que esas mujeres a las que la hipocresía de guerra a las drogas llama delincuentes o narcos son, antes que nada, trabajadorxs esclavizadas en una industria floreciente.