Por Kelly Hayes, Mariame Kaba
Foto: Scott Olson / Getty
El 24 de enero, Larry Gerard Nassar, el médico del equipo nacional de gimnasia de EEUU fue condenado de 40 a 175 años de prisión por abuso sexual de personas menores. Luego de una semana de toma de declaraciones a las víctimas de Nassar, la sentencia fue emitida por la Jueza Rosmarie Aquilina. Ella señaló que, si la Constitución no le prohibiera impartir castigos crueles e inusuales, lo hubiera condenado a ser él mismo víctima de violencia sexual. Tuvo que conformarse con una sentencia a prisión de la que nunca podría salir vivo, diciendo (con gran aplauso público) “acabo de firmar su sentencia de muerte”.
En medio de la agitación cultural de nuestra sociedad en torno a la violencia sexual, Aquilina tocó la fibra de muches sobrevivientes que quieren y necesitan pensar que la justicia es posible bajo este sistema. Al ofrecer un micrófono a las sobrevivientes y dirigir un lenguaje violento y vengativo a un acusado ampliamente odiado, Aquilina fue recompensada con el estatus de un ícono instantáneo. Como era de esperar, actualmente está evaluando postularse para la Corte Suprema de Justicia de Michigan. El caso suscitó numerosos artículos de opinión, incluyendo el equivocado y desinformado artículo “La justicia transformadora de la Jueza Aquilina”, de Sophie Gilbert.
El artículo de Gilbert resalta cómo estos momentos constituyen un desafío para aquelles que están comprometides con transformar al sistema carcelario –incluyendo personas como nosotres, que estamos comprometides con una justicia para les sobrevivientes de abusos sexuales pero que también creemos que la cárcel no es la respuesta correcta y que debe ser abolida. Desacreditamos al sistema y abogamos por cambios largamente adeudados. Pero, cuando el sistema atrapa a las personas que detestamos, tenemos una cierta sensación de satisfacción. Cuando vemos a los acusados como símbolos de lo que más tememos y despreciamos, nuestra creencia de que no hay justicia posible bajo este sistema, es puesta a prueba.
Así, como todas las pruebas de fe, este escenario nos llama a comprometernos nuevamente con una verdadera justicia transformadora. Y para poder hacerlo, debemos recordarnos a nosotres mismes qué es la justicia transformadora y por qué no se parece en nada a la muerte civil sentenciada por Aquilina.
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“Justicia transformadora” no es una frase florida para describir a un procedimiento judicial que nos entrega un resultado que nos gusta. Es un proceso comunitario desarrollado particularmente por el activismo antirracista contra la violencia, que busca crear respuestas a la violencia que hagan lo que el castigo penal no logra hacer: proveer acompañamiento y seguridad para las personas damnificadas, repensar el contexto que propició los hechos que le produjeron daño, y cómo ese contexto puede ser cambiado para evitar que vuelva a ocurrir. Es un trabajo difícil, que requiere tiempo y que está siendo desarrollado por organizaciones como Generación 5 (Generation 5), Intervenciones Creativas (Creative Interventions) y el Colectivo de Justicia Transformadora del Área de la Bahía (Bay Area Transformative Justice Collective).
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No está basada en un enfoque punitivo (de hecho, requiere que contengamos este tipo de impulso), priorizando la sanación, la reparación y la asunción de responsabilidades.
Una verdadera justicia transformadora implicaría que una víctima pueda acercarse a contar el daño que sufrió años atrás y que se le crea desde el primer momento. Inmediatamente se buscaría identificar el daño que le fue propinado, centralizándonos en las preocupaciones y experiencias de la persona damnificada. Luego, nos focalizaríamos en la persona responsable del daño, pero sin despreciar su humanidad. Esto significa que tenemos que reconocer que a veces las personas que lastiman a otres también han sido lastimades. Entendiendo el daño es originado por situaciones dominadas por el estrés, la escasez y la opresión, por eso una forma de prevenir la violencia es asegurarnos que la gente tenga el apoyo para conseguir todo lo que necesita. Debemos crear una cultura que permita a las personas asumir la responsabilidad por la violencia y los daños ocasionados. El sistema penal de castigos promete adjudicar responsabilidad por la violencia generada, pero bien sabemos que en realidad es una forma de violencia sistemáticamente dirigida sobre pobres, personas con discapacidades y personas racializadas, que tampoco reduce la violencia en nuestra sociedad.
Una verdadera asunción de responsabilidad nos llama a responder al daño que ocurre porque la persona responsable estaba luchando con una enfermedad mental, garantizándole un tratamiento de alta calidad. Si la violencia emerge producto de la pobreza y desesperación, crear las condiciones de supervivencia dignas debería prevenir un daño futuro. Si fue originada por la misoginia o el sexismo aprehendido en el seno familiar o cultural, es mucho más probable alcanzar resultados positivos a través de un proceso comunitario que le permita a la persona responsable reflexionar sobre eso, que su encarcelamiento en una celda donde experimentará más violencia.
Finalmente, en un verdadero proceso de justicia transformadora, no permitiríamos que esos daños se escuden en personas e instituciones poderosas. Insistiríamos en focalizarnos no sólo en individuos sino también en las instituciones y estructuras perpetúan, fomentan y sostienen la violencia interpersonal. En el caso Nassar, esto incluye a las autoridades de la Universidad del Estado de Michigan y al equipo nacional de gimnasia, quienes ignoraron las primeras divulgaciones sobre abuso sexual y no tomaron acciones para frenar su comportamiento violento. La sentencia de la jueza Aquilina tampoco cumplió ninguno de estos objetivos.
Sin embargo, hay quienes dicen que incluso si el sistema en sí es injusto, a veces puede hacer justicia –y que debemos reconocer a esa justicia cuando la vemos. Queremos ser clares: nuestro sistema de castigo, que está enraizado en el genocidio y la esclavitud, y que continúa replicando las funciones de esas atrocidades, nunca puede ser considerado justo.
Las prisiones son un reflejo del racismo estructural de los EEUU, que avala que algunas personas sean tratadas como si no fueran seres humanos, y como consecuencia, factibles de ser sometides a todo tipo de explotación, tortura o abuso. Este es el legado “anti-negro” (anti-blackness) en los EEUU. Independientemente de que el sistema aprisione a personas no negras, el complejo industrial carcelario continúa siendo estructuralmente un aparato “anti-negres”, firmemente arraigado en la continua dependencia de los EEUU de la explotación financiera y el control social de las personas negras. Esto puede ser visto en disparidades que persisten en todos los niveles del sistema de justicia penal, desde los arrestos hasta los encarcelamientos.
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Incluso si creemos firmemente que la sentencia contra Nassar es injusta, podríamos preguntarnos si deberíamos simplemente quedarnos sentades mientras el público aplaude la sentencia. ¿Quién puede querer defender a un violador serial? Después de todo, la realidad es que la mayoría de los violadores nunca van a ir a juicio, y mucho menos ser declarados culpables o condenados a prisión. Entonces nos preguntamos si no deberíamos quedarnos callades y dejar que el sistema “funcione” esta vez, imponiendo una sentencia draconiana.
Pero quizás lo que sucede es que tenemos miedo de las preguntas que nos harían si nos manifestamos en contra de la sentencia de Nassar. ¿Qué podríamos decir cuando las personas que ya de por sí son hostiles a la justicia transformativa exijan agresivamente una “solución” para abordar las aborrecibles acciones de Nassar? Algunes preguntarán “¿Cuál es tu alternativa a la sentencia de muerte para alguien que cometió actos tan atroces como los que cometió Nassar?”, como si crear una sociedad más segura pudiera recaer en los hombros de simples individuos en vez de ser un proyecto colectivo decidido en comunidad. Alguien podría tener la tentación de levantar la mano y decir “más vale malo conocido que bueno por conocer”. En otras palabras, seguimos estancades en el pensamiento de que el sistema penitenciario es el único remedio cuando, por ejemplo, tenemos que abordar la violencia sexual.
En nuestra opinión, esto no es viable. Tenemos que poder diferenciarnos de las multitudes que aplauden y festejan “sentencias de muerte”. Ahora más que nunca, debemos invitar a la gente a pensar una nueva visión de justicia.
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Es cierto que nuestra visión es incompleta. No hay una hoja de ruta para lograr justicia porque bajo este sistema, nunca logramos verla. Pero nuestro sistema actual ha sido exhaustivamente mapeado, y ya ha fallado. Mientras todos albergamos temores acerca de lo que significa que las personas “peligrosas” caminen entre el resto, sabemos que eso siempre ha sucedido, y que el propósito del sistema carcelario no es el de distinguir “lo bueno” de “lo malo”.
Tenemos que reconocer que simplemente no sabemos, ni podemos saber, cómo podría ser la prevención o resolución del daño en condiciones más justas. Mientras continúen existiendo las estructuras que infunden desesperación, algunas personas seguirán siendo moldeadas por la desesperación. Y mientras perpetuemos la criminalización masiva –un manto de seguridad muy similar a la “ropa nueva del emperador” del cuento–, nunca sabremos cómo es vivir de otra manera. Si nuestra rabia y disgusto pueden impulsarnos a veces a respaldar la violencia del Estado carcelario, ¿cómo podemos esperar llegar a quienes expresan escepticismo respecto de nuestra visión?
La justicia transformadora abarca experimentos creativos y dinámicos que ocurren alrededor de todo el mundo. También supone el renacimiento de herramientas que nos fueron arrebatadas por una sociedad que no confiaba en nuestra capacidad de resolver el daño sin brutalidad. Como educador y organizador, James Kilgore escribió “Los tribunales tribales anteriores a 1824 incorporaron un enfoque restaurativo que difería enormemente del sistema punitivo y adversarial de los EEUU”. Al considerar a la justicia nativa insuficientemente punitiva, por consiguiente, incivilizada, el gobierno federal asumió la jurisdicción sobre todas las violaciones a la Ley de Delitos Mayores (Mayor Crimes Act) cometidos en las reservas nativas. El resultado para la población nativa fue devastador, ya que las difíciles condiciones en las que se encontraban facilitaron su criminalización, aumentando las tasas de encarcelamiento.
Esto no quiere decir que tengamos que perder toda esperanza. Algunos esfuerzos nos dicen que la recuperación es posible: como el del Círculo Holístico de Sanación de la Comunidad de las Primeras Naciones de Hollow Water (Hollow Water First Nations Community Holistic Healing Circle), una iniciativa de justicia comunitaria generada a partir de la reconciliación. Al establecer prácticas de justicia curativa basadas en las enseñanzas de los pueblos Anishnabe, la comunidad de Hollow Water desarrolló un proceso que interrumpió los ciclos de abuso intracomunitarios y de encarcelamiento. Pero como tantas otras formas de justicia que hemos perdido bajo la violencia colonial, no estamos hablando simplemente acerca de la necesidad de desmantelar el sistema. Estamos hablando de un proceso de construcción y de creatividad, para todas las personas cuyos sistemas de justicia fueron arrasados o erradicados por el proyecto político “americano”.
Neutralizar las amenazas percibidas como si estuviéramos en un juego interminable de golpes, no es el camino a la seguridad. Para crear ambientes más seguros, las personas y sus circunstancias deben ser transformadas. No podemos seguir discutiendo sobre policías, procesamientos, jueces o sistemas de encarcelamiento, sin aceptar que la prisión es un mecanismo de muerte civil y explotación.
Cuando dicen “¿Qué haríamos sin la cárcel?”, lo que realmente están diciendo es “¿qué haríamos sin la muerte civil, la explotación y la violencia estatal?”. Esta es una vieja pregunta, pero la respuesta es la misma de siempre: haremos lo que sea necesario para construir una sociedad que no reorganice continuamente la esclavitud con simples lavadas de cara, mientras se hace llamar a sí misma “libre”. Para conocer la libertad y la seguridad, haciendo las paces con nuestros propios miedos, el proceso pasivo del castigo debe ser reemplazado por uno activo en enmiendas y toma de responsabilidad. La transformación es posible pero no será televisada y, ciertamente, no será facilitada por personas como la Jueza Rosmarie Aquilina.
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Originalmente titulado “The sentencing of Larry Nassar was not ‘transformative justice’. Here’s why” y publicado en The Appeal, un medio sin fines de lucro que produce noticias e informes sobre cómo la política pública, la política y el sistema legal afectan las poblaciones más vulneradas de EEUU. Traducido por Sofía Duarte.
Quienes traducimos no compartimos necesariamente todas las ideas formuladas por les autores de los artículos.