La Declaración Universal de Derechos Humanos marcó un hito en la historia de la humanidad y en el reconocimiento de la dignidad de la persona humana. Traducida a más de 500 idiomas, en menos de dos meses cumplirá 72 años -fue proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en París, el 10 de diciembre de 1948. Ese mismo día, cumplirá 72 años también, el reconocimiento -en su artículo 25- del derecho a un nivel de vida adecuado y, en ese marco, el derecho a la vivienda.
Podemos caer en el error de pensar que los 30 artículos que organizan el capitulado de la Declaración no tienen nada que ver con la vida institucional de nuestro país. Nos estaremos equivocando. Argentina suscribió a la Declaración Universal el mismo año de su proclamación (1948). Más aún, en 1994, incorporó a la Constitución Nacional (en el art. 75 inciso 22) el conjunto de declaraciones, tratados y pactos internacionales sobre derechos humanos que, desde entonces, tienen fuerza de ley. Paradójicamente, frente a los acontecimientos de Guernica y Entre Ríos, pareciera que la norma a la que adherimos en 1948 y que ratificamos enfáticamente en 1994 es susceptible de ser violada. Y algo aún más grave, de ser violada con bastante consenso social.
No es ninguna novedad si digo que como sociedad tenemos una relación al menos extraña con la legalidad. A algunas normas las abrazamos, pero a otras que nos incomodan, elegimos olvidarlas o simplemente obviarlas. Como sociedad elegimos abrazar el derecho a la propiedad privada -consagrado en el artículo 17 de la misma Declaración Universal- pero omitimos que el combo de los derechos humanos viene con otros ingredientes que parecen ser como una piedra en el zapato.
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En Argentina, según datos de 2016, más de 4.500.000 de hogares padecen problemas habitacionales. Esto quiere decir que 4.500.000 hogares requieren de una vivienda o de mejoras y/o ampliaciones en la existente para dar respuesta a las necesidades habitacionales -en función del tamaño de los hogares, de la cantidad de núcleos familiares cohabitantes, etc. Estos guarismos, sin lugar a duda, con la pandemia han empeorado.
Muchas familias cohabitantes o en situación de alquiler informal han sido desalojadas. Las causas son múltiples. Por un lado, la pandemia y las medidas que los gobiernos adoptaron para hacer frente a la emergencia tensionaron fuertemente los arreglos residenciales que habitualmente organizan la vida de los grupos más vulnerables de la sociedad. El “quedate en casa” en algunas situaciones de cohabitación en viviendas pequeñas y escasamente confortables implicó redefinir arreglos residenciales preexistentes que, en muchos casos, dieron lugar a expulsiones compulsivas.
Asimismo, los relevamientos que universidades y organizaciones desarrollaron entre referentes de barrios populares de diferentes partes del país dejaron ver con claridad que la pandemia y el aislamiento preventivo y obligatorio (ASPO) impactaron fuertemente en la disponibilidad de ingresos y en la disponibilidad de fuentes para conseguirlos. La falta de ingresos tiene un correlato inmediato en las posibilidades (o imposibilidades) de acceso a una vivienda, especialmente cuando esa vivienda se alquila en el mercado informal. Sin ingresos y sin posibilidades para conseguirlos, en situaciones en las que no hay política ni norma que te ampare, la respuesta es el desalojo.
Frente a las necesidades de vivienda, actuamos como una sociedad anestesiada. No nos mueve un pelo que cerca de 15.000.000 de personas en nuestro país -el tamaño promedio de personas por hogar en Argentina es de 3,3- no puedan ejercer el derecho a la vivienda. Como sociedad, hemos naturalizado la violación permanente al derecho un nivel de vida adecuado.
Antes del escenario pandémico, el problema de la vivienda ya era entre nosotros una tragedia. Hoy lo es aún más. Guernica, Entre Ríos y otras tomas que se suceden a lo largo y a lo ancho del país con menos visibilidad mediática nos ponen de cara a la deuda que socialmente tenemos con las necesidades de vivienda que padece una parte muy importante de la población de Argentina.
La pandemia y la inusitada visibilidad que adquirieron las tomas en este escenario -aun cuando, por ejemplo, habitualmente en la Provincia de Buenos Aires ocurren unas 140 tomas por mes- desnudaron el laberinto de los derechos. Quizá sea esta una buena oportunidad para preguntarnos por qué como sociedad empatizamos más con algunas normas que con otras… más con el derecho humano a la propiedad que con el derecho humano a la vivienda. El camino parece mostrarlo la ya madura Declaración Universal. No se trata de uno u otro. Se trata de los 30 derechos que consagran sus 30 artículos, incluido el derecho a la vivienda.