Gisela Manoni – Los Andes.-
“Yo sólo quería que mis hijos tuvieran a su papá, a su mamá y todo estuviera bien. No quería esto”, dice entre lágrimas Claudia Vera, la mujer que hoy está con arresto domiciliario en Tunuyán, acusada de haber matado a su esposo –Miguel Aloise– de una puñalada.
“No tengo nada que perdonarte. Te vamos a acompañar en esta”, fueron las palabras que pronunció el mayor de sus dos hijos (de 19 y 15 años) a través de las rejas en la alcaidía de Tunuyán; le devolvieron la vida.
“Quiero la libertad sólo para estar con ellos. Yo me iría de este pueblo, porque ya voy a quedar estigmatizada. Pero ellos tienen sus amigos, sus estudios, su vida aquí”, aclara. Hablar de sus hijos es lo único que le enciende la mirada. Enseguida, se apura a comentar con orgullo que el mayor estudia Administración y el menor entró al seleccionado provincial de hándbol.
Claudia llevaba 19 años de matrimonio con Miguel y uno de novios. Recuerda como pequeños flashes lo que ocurrió esa negra noche del miércoles 25 de junio.
“Habíamos discutido al mediodía por plata. Me golpeó y hasta cortó la línea del teléfono para que no pidiera ayuda. Creía que le estaba enviando dinero a mi mamá a San Juan (su madre está en silla de ruedas). En la noche, volvió a golpearme. Me acuerdo que se levantaba y me pegaba… varias veces”, relata. Fue en una pausa del castigo que la mujer tomó el cuchillo, que estaba en una mesa de luz, y se lo clavó.
Desde que quedó detenida aquella noche, Vera estuvo tres días en la alcaidía de la zona, uno en el hospital El Sauce -porque un médico había dicho que estaba “desequilibrada”- y el resto en la cárcel femenina de El Borbollón. Ayer, a las dos de la mañana, llegó a la casa de unos amigos en Tunuyán, donde tendrá su arresto domiciliario.
Este beneficio tuvo mucho que ver con un hábeas corpus que presentaron sus abogados patrocinantes, del estudio de Carolina Jacky. El juez de instrucción de Tunuyán, Oscar Balmes, tomó esta decisión después de una extensa indagatoria. “El juez cree que fue algo premeditado. Cómo podría hacer algo así”, sostiene la acusada.
Es locuaz y, pese a lo duro de su relato, su voz no pierde dulzura. Repite que apostó toda su vida al hogar, aunque sueña con poder ejercer algún día como profesora de Historia. Sorprendió “de a buenas” a su esposo hace tres años y él le permitió estudiar en el terciario, “siempre que no desatendiera la casa”.
En el ámbito educativo le dicen “la mamá” del terciario, por ser la mayor y porque cada tanto les llevaba algo casero para comer. Todos –profesores y compañeros– le han manifestado su apoyo. Tanto que fueron los promotores de dos marchas masivas que recorrieron el centro de la ciudad valletana pidiendo su excarcelación.
Historia de violencia
“Empezó por una tontera”, así define Claudia el comienzo de una escalada de violencia que la convirtió en una “presa del miedo”. Dice que su esposo “se había ido al sur, volvió y no tenía trabajo. Andaba mal”. Corría el año 1998 y la pareja tenía un pequeño de tres años. Un día, iban en el auto y “él se iba a bajar en un lugar a comprar zapatillas y yo no quería bajarme porque hacía frío para el niño. Era un Citroën y yo estaba en el asiento de atrás; se dio vuelta y comenzó a pegarme”, relata.
Estos episodios se hicieron cada vez más recurrentes y por cualquier motivo. “Porque estaba gorda, por temas de dinero, por celos. No podía salir sin avisarle, se enojaba si alguien le decía que me había visto en la calle. Había épocas en que quería que trabajara, otras que no. A veces no me dejaba sentarme con ellos a la mesa”, la suave voz de Claudia se quiebra en un sollozo.
“Los golpes siguieron año tras año a pesar de que tuve al otro hijo”, explica. Siguieron durante el embarazo, siguieron aunque Claudia se recluyó en su casa como le pedía, siguieron aunque sus hijos ya grandes trataban de defenderla, siguieron en la vía pública, en reuniones familiares, frente a amigos y hasta en el terciario. “Yo trataba de no charlar con nadie en la calle”, apunta, y reconoce que tampoco podía hacerlo vía telefónica porque “él me vivía rompiendo los celulares”.
Hubo algunos intentos de Claudia de huir de ese infierno, pero dice que no encontró en el Estado el respaldo que necesitaba. Al contrario. “Yo traté de hacer todo lo legal”, apunta.
Cuando la violencia de su marido se hizo evidente, tomó a su hijo mayor –por entonces de 3 años–, trepó a un micro y huyó sin dar explicaciones a San Juan, donde tiene a toda su familia.
El hombre la denunció -siempre según su relato- y quedó detenida dos días en San Juan, con un juicio iniciado y perdiendo la tenencia de su pequeño. En los análisis médicos que le hicieron como trámite judicial se enteró que estaba embarazada de su segundo hijo.
Sobreseída, volvió a Tunuyán a vivir en lo de una vecina para estar cerca de su hijo. “Después él me volvió a suplicar, prometía que iba a cambiar, que me amaba… y yo lo único que quería era tener una familia”, alcanza a pronunciar la mujer antes de que le ganen las lágrimas
Sin paz
Como la situación de violencia continuaba, entre 2010 y 2011 realizó dos denuncias en la Comisaría 15 de la zona. “El tema es que las citaciones llegaban y yo se las tenía que dar y volvían los golpes. Le daban la prohibición de acercamiento y se quedaba en lo de su mamá”, cuenta. Claudia vivía sobre la calle San Luis, en una piecita al fondo de la casa de su suegra. “Ella sabía lo que pasaba. Siempre me rogaba que no lo denunciara”, asegura.
Cuando el juzgado tomó el caso, le puso profesionales que intentaron ayudarla. “Yo le rogué a la jueza y me dejó irme a San Juan con los chicos. Pero él empezó a buscarnos, (además) el menor lo extrañaba mucho y quería volverse con él. Yo me mataba si lo perdía. Y me volví, pese a que mi familia se oponía”, confesó.
Lo que no se perdona esta mujer de 42 años es el silencio que guardó durante tanto tiempo. “Pasaron los años y no lo hablé con nadie. Temía a la estigmatización. Que dijeran: ‘Con ese porte y no puede defenderse'”, confiesa.
Cuando se le pide que formule un consejo para las mujeres que viven una situación de violencia intrafamiliar, no duda en responder: “Que no se callen, que pidan ayuda. El silencio siempre termina en tragedia”.
El calvario de los últimos días
Desde que llegaron los vecinos convocados por los gritos de sus hijos y la ambulancia para asistir a su esposo aquella fatídica noche, la vida de Claudia mutó en un calvario. Recién ahora, con prisión domiciliaria en un departamentito cedido por unos amigos de la pareja, puede encontrar algo de calma.
Primero estuvo tres días en la alcaidía de Tunuyán, donde pudo mantener charlas con sus hijos, que la alentaron a seguir. Después fue derivada al hospital El Sauce. “¡Me medicaron!”, resalta extrañada, “yo que nunca tomé una pastilla”. Según señala Vera, el psicólogo del Cuerpo Médico Forense resolvió un determinante diagnóstico: “Dijo que estoy loca (sic) y tengo intenciones de fuga”.
Allí Claudia pasó más de un día, hasta que los especialistas del hospital desistieron del diagnóstico inicial. Entonces, fue trasladada a El Borbollón.
Salvo los dos días en la comisaría de San Juan que figuran en sus antecedentes, Vera nunca había estado tras las rejas. Semanas atrás, en el cursado de una materia pedagógica había estado viendo videos sobre cómo es educar en contextos de encierro. Nunca imaginó que poco tiempo después se encontraría en esa situación.
“No te imaginás lo que se siente, cómo se vive allá adentro, las necesidades que pasan las presas”, señala la tunuyanina, a quien le tocó dormir en el suelo por el hacinamiento que había en la pieza que le destinaron. “No me dieron ni siquiera una frazada”, dice.
Allí sufrió picos de hipertensión arterial -ahora está medicada-, sin embargo dice que la convivencia “fue aceptable”. Ya conoció ese ‘paisaje’ y dice que luchará para no volver allí. Junto a sus hijos, compartió en varias charlas su sueño de terminar los estudios y construir un futuro de trabajo y armonía. Esa posibilidad es lo único que hoy la mantiene en pie.
Foto: Archivo Los Andes
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