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Cuando el sexismo se expresa en las asimetrías con que circulan las violencias hasta el punto de volver la violación una amenaza presente en la vida de muchas personas, cuando se trata de una experiencia mucho más corriente de lo que reconocemos, lo que llamamos vida suele parecerse por momentos, – a veces demasiado tiempo – al infierno ante el cual Italo Calvino veía dos maneras de no sufrirlo. La primera de ellas, decía “es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más”.

Para las personas violentadas que se mantienen en silencio tanto tiempo, fácil y aceptación no son palabras adecuadas. Volvernos parte del infierno hasta no verlo más suele ser un recurso último porque no queda otra, porque negar el episodio cargándolo en nuestra cuenta personal es lo único que podemos hacer para soportar, precisamente, el propio silencio.

A veces nos escapamos, contamos con herramientas para hablar en privado, para obtener escucha y seguir adelante sin sentirnos sufrientes, pero más tiempo lleva no sentirnos responsables. En parte por todo lo que ya sabemos de los dispositivos de culpabilización, pero también porque esas formas de violencias tienen que poder ser atribuidas para ser procesadas.

Cuando la cultura de la violación lo permea todo y ametralla con preguntas, interpelaciones y desconfianza, no queda más resto que hacerlo en primera persona. Aún así, si las personas ya más firmes y esclarecidas alzamos la voz, resuena la pregunta:

¿Cómo después de tanto tiempo? Esa pregunta aparece en varios registros.
En algunos casos con tono piadoso, calculando el peso abrumador de llevar años- vidas- aguantando. En otros, dizque expertas, con fastidio por las “oportunidades” de detalles truculentos para el juez como brillantemente cuenta Belen López Peiró en su imprescindible Por qué volvías cada verano cuando recrea el diálogo con su abogado.

También están aquellos casos en que tras el porqué ahora, dejan oir un ¿con qué derecho ahora? Y así seguir con una catarata de consecuencias achacadas a quienes denuncian, cargándoles el impacto en la vida familiar, la “esposa”, los hijos del abusador, estableciendo el mismo tipo de nexo causal entre la denuncia de abuso y sus consecuencias, borrando al abusador de escena, al igual que a menudo ocurre con las sentencias judiciales que se concentran en juzgar la vida de las víctimas en lugar de los hechos cometidos por los victimarios.

Y también esa pregunta aparece con buena fe, personas que se preguntan aún ¿Por qué tanto tiempo después? Porque hay que poder decir, pero también eso se define por la capacidad de ser oídos en un determinado momento.

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¿Por qué tanto tiempo después? Porque es en el tiempo de lo posible, porque es constitutivo de las experiencias abusivas en sociedades donde la violación es parte de las rutinas mejor encubiertas y más auxiliadas por el silencio porque algunos silencios son un activo básico del orden patriarcal, porque el guiño feminista traficado en marchas, denuncias previas, organización colectiva la animó o porque se dice cuando se puede y ya.

En algún sentido, intentar responder a la pregunta como hago acá, también es una forma de alimentar la dinámica de la sospecha.

Hay escenas y escenas. Es precisamente frente a las puertas de un proceso judicial donde sólo una persona ignorante o militante de la misoginia -no son excluyentes- puede preguntar por la demora para minar credibilidad.

Para quienes comprenden la información que arroja la experiencia clínica y la literatura especializada, hace décadas que el vínculo entre violencia y relato “demorado” se explican en relación de perfecta racionalidad. Incluso, el aplazamiento del relato como posibilidad vital. Es perfectamente explicable. En sentido contrario, si consideramos las reticulas opresivas y patriarcales de lugares y vínculos armados con concurrencia de jerarquías, la denuncia inmediata en estos casos es lo excepcional.

De hecho lo que en Estados Unidos está discutido, por ejemplo, es poner en juego información sobre lo que las personas demoran en denunciar. Claro, aunque en el reciente proceso de convalidación Trump lanzó la pregunta sobre el tiempo en que se pasa sin denunciar, culminó con un acusado de violación, Brett Kavanaugh, en la cima de la cumbre judicial de ese país .

Eso que se conoce como fresh complaint, o denuncia inmediata, se refiere a la práctica de los acusadores en casos de violación, consistente en presentar como testigos personas que hubieran hablado con ellas para reforzar que, aunque demoró tiempo en denunciar, la denuncia era verídica. Esa constatación no se pedía para ningún otro tipo de delito y con el tiempo en muchos estados terminó por excluirse toda posibilidad de que los jurados populares valoren el tiempo porque, al fin y al cabo, las personas con más miedo o trauma se las veían difíciles en cuanto a su credibilidad. No se trata de juzgar lo que ella hizo o no después del hecho, sino lo que denuncia.

Solo en el terreno de la fantasía acerca de lo que la violencia sexual es y no lo que es, de dónde ocurre y no dónde creen que ocurre, entre quienes, y bajo una eficaz estructura de dominación, se puede insistir en la ficción de que lo “obvio”, lo “natural” es salir corriendo a denunciar a tus amigos, a tus hermanos, a tus padres, al amigo de tu abuelo, a tu novio.
No es que todos los varones en ese grado de relación con nosotras son abusadores, pero la inmensa mayoría de los abusos si provienen de personas conocidas. Veamos sino los datos más recientes de UNICEF Argentina.

El 69% de las personas que sufren abuso sexual en Argentina tienen entre 6 y 17 años, el 39% de los agresores tiene entre 41 y 60 años y un 49% tiene entre 18 y 40 años. Más del 90 son varones y en más del 75% de los casos son personas familiares.

Todo eso asumiendo que se registra, regularmente, un marginal 10 % del total de casos cuando se trata de abusos. Basta con mirar alrededor y empezar a sacar cuentas, para tomar nota de lo ajustada que está la malla de impunidades y silencios que sostienen los abusos.

Para seguir con Calvino, la otra opción en este infierno de vivos es “peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”

En ese punto, el proceso organizativo, la decisión colectiva de apostar por un gesto público mediático sin perder densidad política, fue una apuesta por el cuidado, una relación de apoyo en la fuerza del tiempo histórico y el reconocimiento mutuo. Una confrontación colectiva que no siguió el guión habitual del posterior “yo te creo”, ni el recurso al anonimato, sino que actuó en vivo el despliegue corporizado del “si tocan a una, nos tocan a todas” en el mismo campo de disputa que provee poder al denunciado: la televisión en horario central. No se trata de comparar por comparar recursos y experiencias sino de tomar nota de un nuevo despliegue, una nueva puerta abierta al relato individual para desde ahí asomarnos a la interpelación colectiva.

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Volvamos a Despentes cuando dice “Es asombroso que las mujeres no digamos nada a las niñas, que no haya ninguna transmisión el saber, ni consignas de supervivencia, ni de consejos prácticos y simples. Nada”.

De ahí venimos, del silencio, del relato a lo sumo en confianza y bajo condición de secreto. No fuimos educadas en el aliento a la exposición de la violencia, sino animadas al disimulo, al que no se note, al compromiso para ocultarnos más que para luchar.

Eso es lo que estamos rompiendo, una cultura del silencio. No son silencios individualmente decididos, no callamos como actos de autonomía ni ejercicios de privacidad. Silenciamos por imposición o sumisión, por prácticas de poder, expresiones de una cultura específica que ha hecho de la asimetría de géneros un punto de apoyo que no siempre logramos vencer.

Ya es tiempo que se pregunten en primera persona sobre vuestros silencios, cómplices necesarios del orden de cosas que estas denuncian vienen a desbaratar.

Se entroncan experiencias, se retoman recorridos. A lo mejor, la inscripción institucional en tal o cual trayectoria resulte al final del día, un detalle menor en medio del sacudón de mierda que supone que, como ayer con Thelma, las feministas otra vez pongan al mundo a mirar y escuchar cuando nos organizamos.

Es cierto, algunas podemos y otras no, que la pantalla provee soportes que no están al alcance de quienes no ostentan fama, qué novedad. Además de que podríamos matizar la contundencia de esas afirmaciones considerando la suerte de denuncias de otras actrices frente a la maquinaria mediática, judicial y la opinión pública, podemos preguntarnos: ¿Y entonces qué? ¿O les vamos a pedir a quienes logran armarse y disponen de herramientas o privilegios en sociedades profundamente desiguales, que los suspendan justo en las puertas de la violencia patriarcal, para mantenernos igualadas en el silencio?

Frente al variopinto frente de violencias machistas que emerge y después de haber oído, comienzan a redirigirnos preguntas porque como enseña Sara Ahmed “el trabajo de exposición no se termina en el momento de la escucha (…) la exigencia de reconocimiento puede correr el riesgo de exponer demasiado y las “defensas” contra la escucha a menudo ya están ahí desde antes. La lucha política se trata de aprender a manejar dichos bloqueos y de encontrar manera de traspasarlos”. Miren cómo nos estamos poniendo, no es una amenaza, es una defensa. Hay que cambiarlo todo, empezando por las preguntas.

 

Fotos: Lara Otero/Pandilla Feminista