¿Por qué no se nace mujer? Más allá de la famosa frase

Simone de Beauvoir vivió como predicó: se resisitió a la institución matrimonial, se salió de la heteronorma y apostó a la autonomía de las mujeres a través del trabajo. Nos dejó novelas, memorias y ensayos. Compartimos un fragmento de la biblia feminista: El Segundo Sexo.

¿Por qué no se nace mujer? Más allá de la famosa frase

14/04/2021

La pasividad que caracteriza esencialmente a la mujer «femenina» es un rasgo que se desarrolla en ella desde los primeros años. Pero es falso pretender que se trata de una circunstancia biológica; en realidad, se trata de un destino que le ha sido impuesto por sus educadores y por la sociedad. 

La inmensa suerte del niño consiste en que su manera de existir para otro le anima a plantearse para sí mismo. Efectúa el aprendizaje de su existencia como un libre movimiento hacia el mundo; rivaliza en dureza e independencia con los otros niños, y desprecia a las niñas. Trepando a los árboles, zurrándose con sus camaradas, compitiendo con ellos en juegos violentos, toma su cuerpo como un medio para dominar a la Naturaleza y como instrumento de combate; se enorgullece tanto de sus músculos como de su sexo; a través de juegos, deportes, luchas, desafíos y pruebas, halla un empleo equilibrado de sus fuerzas; al mismo tiempo, conoce las severas lecciones de la violencia; aprende a encajar los golpes, a despreciar el dolor, a rechazar las lágrimas de la primera edad. Emprende, inventa, osa. 

Cierto que también se prueba como «para otro», pone en tela de juicio su virilidad, y de ello se derivan numerosos problemas con respecto a los adultos y a los camaradas. Pero lo que es muy importante es que no haya oposición fundamental entre el cuidado de esa figura objetiva que es suya y su voluntad de afirmarse en sus proyectos concretos. Es haciéndose como se hace ser, con un solo movimiento. 

Por el contrario, en la mujer hay un conflicto, al principio, entre su existencia autónoma y su «ser-otro»; se le enseña que, para agradar, hay que tratar de agradar, hay que hacerse objeto, y, por consiguiente, tiene que renunciar a su autonomía. Se la trata como a una muñeca viviente y se le rehusa la libertad; así se forma un círculo vicioso; porque, cuanto menos ejerza su libertad para comprender, captar y descubrir el mundo que la rodea, menos recursos hallará en sí misma, menos se atreverá a afirmarse como sujeto; si la animasen a ello, podría manifestar la misma exuberancia viva, la misma curiosidad, el mismo espíritu de iniciativa, la misma audacia que un muchacho. 

Eso es lo que ocurre, a veces, cuando se le da una formación viril; entonces se le ahorran muchos problemas. Resulta interesante comprobar que ese es el género de educación que un padre da de buen grado a su hija; las mujeres educadas por un hombre escapan, en gran parte, a las taras de la feminidad. 

Pero las costumbres se oponen a que se trate a las chicas como si fuesen chicos. He conocido en una aldea unas niñas de tres y cuatro años a quienes su padre hacía llevar pantalones; todos los chicos las perseguían, gritando: «¿Son muchachos o muchachas?», y pretendían comprobarlo; hasta que las niñas suplicaron que les pusiesen vestidos. 

A menos que lleve una existencia muy solitaria, incluso si los padres autorizan sus maneras masculinas, el entorno de la pequeña, sus amigas y profesores no dejarán de sentirse escandalizados. Siempre habrá tías, abuelas y primas para contrapesar la influencia del padre. Normalmente, el papel que se le asigna con respecto a sus hijas es un papel secundario. Una de las maldiciones que pesan sobre la mujer -Michelet lo ha señalado justamente- consiste en que, durante su infancia, está abandonada en manos de mujeres. El niño también es educado, en principio, por la madre; pero esta tiene respeto por su virilidad y él se le escapa muy pronto; en cambio, considera que debe integrar a su hija en el mundo femenino.