Hace veinte minutos que espero el 19. No me molesta el frío. Es domingo por la noche y el silencio total hace que la música en mis oídos se escuche mejor que nunca. Los veinte minutos se hacen cuarenta y sigo en esa esquina. Atrás mio se armó una fila larga que dobla la esquina. Me llegan unas notificaciones de whatsapp, es alguien pidiéndome algo que de ningún modo es urgente. “Estoy en la calle”, le contesto feliz: por un cierto lapso de tiempo no estoy disponible. La fantasía de la hiperconectividad se fisura.
El 19 sigue sin venir y todo ese rato de espera, más el viaje, más las cuadras que caminé desde la parada del colectivo hasta mi casa, es todo mío. Es un período en suspensión, un tiempo muerto, un intervalo no productivo.
Cuarentena de por medio e incluso al día de hoy sostengo una circulación discreta. Muy de a poco fui abriendo mi radio de acción pero algo del código pandémico se incorporó y todavía está yéndose en un largo fade out. Un modo de mirar la realidad con sentido de urgencia sanitaria aún pasada la urgencia: optar por lugares al aire libre, preferir caminar, reuniones de poca gente, lugares cercanos, objetivos pequeños.
El 19 es el primer colectivo que tomo desde el 20 de marzo de 2020. Me lleva una hora y media llegar desde la casa de mi amiga a mi casa. Miro la ciudad desde la ventana, todos los lugares que observé desde el mismo asiento a los 12, a los 14 y a los 25 años, siguen ahí. El mundo crece de nuevo ante mis ojos desde Belgrano hasta Almagro. No estoy segura de si me conmueve o me tranquiliza. Aquellas fronteras que se habían vuelto infranqueables van cayendo una a una en esa larga y sostenida caricia del caucho de las ruedas del 19 al asfalto húmedo del domingo a la noche.
No existen la bronca y la irritación de perder una hora y media en atravesar la ciudad, una hora y media que podría usarse mejor, hacerse rendir, volverla utilidad, transformarla en beneficios. Hoy no hay arrebato, ni berrinche, el trayecto del 19 es una fuga: es tiempo vivo. Es un acto de resistencia a la tiranía de la conexión permanente y el absolutismo del rendimiento. Me pregunto cuánto tardará en volver el hartazgo.
En el último año y medio pasé de la saturación de pequeñas actividades en mi departamento y de la rutina reducida para no enloquecer, a diminutas salidas, paseos cortos y controlados, hasta llegar a la amplitud ensordecedora de atravesar la ciudad mirando desde arriba. No pude evitar hacer carne esa metáfora. Parece que toda la paciencia que me tuve a mi misma y a les demás durante la larga y angustiante temporada del covid caducó. La realidad se impone con fuerza, ya no hay espacio para la comprensión de los tiempos propios ni ajenos, ni para la indulgencia y la tolerancia de la problemática diaria de le otre. Hay que salir a reponer todas las cucardas que no conseguimos durante un año y medio, todos los logros y todas las metas no cumplidas.
No solo cambió el modo de organizar el tiempo. Experimentamos una vida en la cual la única preocupación y objetivo fue el más terrenal posible: sobrevivir. En esa patria del adentro la competencia mermó y apareció un rasgo de comunidad.
Pero mientras fue avanzando el proceso de vacunación y fuimos “volviendo a la vida”, esa masa enorme y asfixiante de exigencias desmedidas volvió de golpe: ser la mejor en el trabajo, ganar más plata, ser talentosa en la profesión, ser profesional, hacer alguna actividad física, hacerla por lo menos dos o tres veces por semana, ver a mi familia con regularidad, pero con calidad de tiempo, no ir dormida y de mal humor, ser simpática medio en general, con todes, incluso con esos de la oficina que me caen mal, hacer abdominales antes de dormir, dormir 8 horas, dejar de comer carne y lácteos, bajar las harinas, ganar más plata, trabajar de lo que me guste, ser exitosa, disfrutar todo, ser relajada, tener amor propio, ser linda, estar buena, conseguir algún otro trabajo para sumar algo más de experiencia y plata, engancharme con alguien bárbaro y dejar tinder, tener dos hijos, ser una hipotética buena madre, hacer hamburguesas de lentejas y tomates secos, tener vida social: salir con las chicas del colegio una vez por semana y otra con las de la oficina, ser buena, hacer un deporte, seguir haciendo pan de masa madre, empezar el gimnasio, retomar patín, meditar, que me salga meditar, tener más éxito, ganar más plata, ser fabulosa todo el tiempo.
En un suspiro cansado cierro los ojos y vuelvo al viaje en el 19. Aprieto los párpados un poco más y vuelvo a la cuarentena. A los objetivos mínimos como no llorar más de dos veces por día o reducir el llanto a las sesiones virtuales de terapia y la ducha vespertina. ¿Existe la posibilidad de que haya quedado algo bueno de toda la experiencia pandemia-cuarentena? ¿Cómo entran esas “nuevas pero viejas demandas”, propias o ajenas, en este nuevo modo de transitar el tiempo? ¿Hay un nuevo modo de transitar el tiempo? ¿Qué chances hay de que siga disfrutando los viajes en colectivo? ¿Cambiamos los objetivos de nuestras propias trayectorias personales después de casi solo pensar en sobrevivir?
Llegamos. Esto es la postpandemia.