Miriam Maidana*
“Dicen que en días muy calurosos/la mayonesa podría matarte/ eso decía mi tía/ también me dijo/ que nunca saliera de casa sin la cartera/ por si me mataban/ y había que identificar el cadáver”
Sam Sheppard/ Crónicas de Motel
Espero no romper el corazón de quienes puedan leer esto, pero lo que le sucedió a David, el chico linchado en Rosario, y luego a varios más –aunque sin llegar a la morgue- en los barrios periféricos sucede cotidianamente y hace años: se muelen los huesos. Porque alguien le quitó la novia a otro, por el fútbol, por deudas de drogas, por venganza, por rivalidad barrial.
La diferencia, que en este caso comienza a igualar, es que aquí los ejecutores son los habitantes de las buenas vecindades.
Supongamos por un momento que David efectivamente haya sido un “motochorro”. ¿Alguien podría pensar que salió a buscar hacerse rico al arrebatar bolsos? Los viejos ladrones de profesión los definen como “rastreros”, y se quejan de que han arruinado la “profesión”. La gente los detesta, la policía les cobra por dejarlos actuar. Porque no es muy difícil distinguirlos: las motos no tienen patente. Se las sacan para ir a “trabajar”.¿ Los botines? Celulares, zapatillas, tarjetas SUBE, fotos, agendas, libros y todo aquello que pueda contener una cartera, un bolso, una mochila. Pañales, inclusive. Porque las tarjetas de crédito y débito son denunciadas inmediatamente, así que ni siquiera sirven para comprar un lavarropas en cuotas.Y dinero no hay en las carteras.
Así, el botín más valioso son celulares y zapatillas.
Otra variable que iguala a las clases pudientes, medias y periféricas: todos quieren el celular grandote. Las zapatillas de más de mil pesos.
¿Cómo se sostendría, sino, el consumo y la propiedad privada, los bancos, el aparato de seguridad si no hubiera inseguridad y delincuencia?
A lo mejor habría que comenzar a ubicar un poco mejor las palabras: yo no registro tanto el Estado ausente. No es cierto. Pasa que de tanto mirarnos el ombligo pensamos que los delitos ocurren solo en Recoleta, Bo. Norte, San Isidro. No. En barrios y asentamientos los robos son también cotidianos. Y también les pegan tres tiros a un pobre tipo que espera un colectivo a las 4 de la mañana para robarle la mochila con $10 pesos.
Pero hagámonos cargo de que somos los mismos que diseñamos publicidades y políticas para ilusionarnos de que todos podemos ser iguales.
Un pibe que cobra un plan de $600 no es el mismo que recibe una beca para estudiar en una universidad cuya mensualidad ronda los $1500.
Así que continúo rompiendo corazones: hacer “justicia por mano propia”, matar a patadas a los pibes, no es gratuito. Y no lo puede llevar a cabo cualquiera. El tipo que se levanta una mañana y quema su casa para vengarse de su ex mujer no tiene un “rapto de locura”. Y las personas que golpean la cabeza de un pibe contra las baldosas hasta que se la parten tampoco.
Ni por un bolso de pañales ni porque mató a alguien pasado de pastillas.
Para eso existe la Ley, la justicia.
Habría que apagar un poco los televisores, dejar de regodearse un poco con los celulares de $5000 pesos y escuchar a personas como N., que tiene 5 hijos. Hace unos días se internó para tener a su última beba. N. trabaja en una parrilla, y con 8 meses de embarazo estuvo trabajando doce horas por día. Con las horas extras pudo equipar las mochilas de sus hijos, para cuando comenzaran el colegio. El parto se le adelantó unos días, y a las pocas horas de que naciera la beba una vecina la llamó y le dijo que le habían robado la casa.
Cuando tuvo el alta fue y se habían llevado la garrafa, un televisor viejo y las mochilas con los útiles de los pibes.
N. pensó su venganza: fue a hablar con los pesados del barrio y les dijo que sabía quienes le habían robado, aprovechando que ella estaba en el hospital y sus hijos al cuidado de otras personas. Les pidió que le devuelvan $ 10 por día, hasta cubrir lo que le habían sacado.
El otro día, cuando vino al hospital, ya había juntado $ 40.
N., que ha convivido con la muerte toda su vida, sabe que unos golpes no resuelven nada.
Ojalá los linchadores anónimos puedan ponerse a pensar que no es gratuito matar a personas, y que el efecto “copia” no alivia el momento en que se queden solos a pensar en lo que hicieron.
Cuando Eduardo Vazquez, de Callejeros, quemó a su mujer hasta matarla, era un caso aislado. Un año después, 48 personas habían intentado matar a sus mujeres quemándolas.
Así que hay que empezar a hablar un poco más: es el tiempo en que el cuerpo se (ex)pone de modo salvaje. A menos palabra, más acto.
Y matar a alguien no deja de ser un asesinato, lo ejecute la clase que sea…
*Psicoanalista
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