Qué bonita vecindad
(Fragmentos del libro “Quién cavó estas tumbas”, de Martín Stoianovich, editado por la Editorial de la Universidad Nacional de Rosario)
El Centro de Justicia Penal de Rosario brillaba sin delatar sus meses de estreno. Desde el segundo piso, en el pasillo de espera para ingresar a las salas de audiencias, podía verse por los ventanales el reverdecer de la plaza cívica a los pies del edificio. Su césped bien prolijo, las palmeras altísimas y el cielo impecable. Más allá, apenas más allá, el cemento y una masa gris como la de cualquier ciudad. Una vista panorámica para todos, un vestigio de la libertad para quienes desde ese lugar partirán hacia el encierro penitenciario.
Aquella mañana, agosto de 2018, Nahuel Pérez, Gerardo Gutiérrez y Cristian Antonioni esperaban la orden para entrar a la sala y sentarse en el rincón de los acusados. De 27, 31 y 36 años, laburantes los tres, en un guión convencional hubieran sido los villanos. Pero esa mañana sabían que al terminar la audiencia se irían como habían llegado. Libres. Y que al salir del Centro de Justicia Penal iban a poder sentarse en un banco de la plaza, mirar el cielo, inhalar hasta sentir el tope y exhalar de un tirón las tensiones del proceso.
Estaban imputados por el delito de homicidio en agresión y, si bien unos años atrás Pérez y Gutiérrez habían pasado unos meses en prisión, por aquellos días los tres disfrutaban su libertad. Florentino Malaponte, en su época de fiscal de la Unidad de Homicidios Dolosos de Rosario, los había acusado de participar en la paliza que el 22 de marzo de 2014 un grupo de personas le dio a un chico de 18 años. Paliza: linchamiento. A David Moreira lo dejaron inconsciente en una cortada del barrio Azcuénaga y murió tres días después en la cama de un hospital. Un grupo numeroso e inexacto que lo había acusado de robar una cartera lo atacó durante quince minutos con patadas en el cuerpo y la cabeza. El fiscal, en más de cuatro años, solo había dado con tres sospechosos.
En el pasillo los tres conversaban con los suyos. Los acompañaba un grupo de mujeres. Madres, novias o hermanas que no se mostraban tan sueltas y tranquilas como ellos. Yo adiviné cierto disgusto cuando la mirada de una de ellas quedó fija en mi dirección. Éramos muy pocos en el lugar y no hubo disimulos. Me miró, se dio vuelta, le dijo algo a otra mujer, me miró otra vez. Era la mamá de Cristian Antonioni, el último en ser imputado. Imaginé que aquel día de abril de 2017 en que los diarios hablaron de su hijo como uno de los posibles linchadores, el tercero en caer, su enojo fue a los periodistas que firmamos las notas.
A unos metros estaba Lorena Torres, la mamá de David Moreira, reposada sobre un ventanal con su semblante en una armonía abatida. Los ojos claros envueltos en sus ojeras, la boca con un gesto alicaído, absoluta seriedad. Hacía tres años que se había ido de Argentina junto a su familia por una suerte de estigma acechante que terminó obligándola al exilio. En las afueras de Montevideo, Uruguay, habían vuelto a empezar bajo el reparo de un anonimato tranquilizador. Lorena había llegado a Rosario en un viaje exprés para estar en la audiencia. Solo fue con la compañía de Norberto Olivares, su abogado, que había estado en Rosario persiguiendo momentos como este. Me inquietó pensar en la urgencia con la que, detrás de la calma aparente de esa mujer, correría la sangre por sus venas al ver a los acusados de matar a golpes a su hijo. Al verlos reír, hablar en voz alta y esforzarse en los gestos. Como quienes dicen “miren acá estamos”, tan confiados e inocentes hasta que se demuestre lo contrario.
Una vez dentro de la sala de audiencias cada participante del proceso se ubicó en su lugar. Los imputados con sus abogados por un lado. La mamá de la víctima con su abogado por el otro. El fiscal solo en el medio. El juez Hernán Postma al frente, envuelto en una bufanda de un club de rugby europeo, en su estrado imponente.
Antes de iniciar la audiencia preliminar al juicio oral y público el juez preguntó, más por formalidad que por viabilidad, si era posible conciliar y evitar así el debate. Conciliar signicaba llegar a un acuerdo para un juicio abreviado, un procedimiento mediante el cual los imputados y querellantes aceptaran la acusación y la pena atenuada pedida por el fiscal, salteando la etapa de juicio y valoración de pruebas.
Malaponte, ya resignado, dijo que se le había hecho imposible lograr un acuerdo que reuniera todas las voluntades. Aclaró que la calificación que iba a proponer, homicidio en agresión, había sido el resultado de una larga lista de evidencias entre las cuales tenía al menos cincuenta testimonios de las setenta declaraciones tomadas en más de cuatro años de investigación. Así había llegado a esa instancia con su versión de los hechos: el 22 de marzo de 2014, después de que David Moreira asaltara –a bordo de una moto junto a otro muchacho– a una mujer, un grupo de personas lo redujo y lo golpeó, mientras el otro ladrón logró escapar. Todo ocurrió en los alrededores de la esquina de Marcos Paz y Liniers, barrio Azcuénaga, zona oeste de Rosario.
–Es agredido, de acuerdo a lo que dicen todos los testigos, por gente que va alternándose. Y no es solamente en un lugar fijo, sino que la víctima intenta pararse, es retenido en una esquina y luego es trasladado hacia la calle Marcos Paz por otros agresores. Esos agresores cambian, muchos mencionan que son chicos que se juntaban en un club, hay una persona que menciona que gente grande participó de la agresión, hay personas que hablan de gente que bajó de un auto y le dieron un portazo en la cabeza. Todo duró hasta que llegó la policía, que por los cálculos que hicimos tardó aproximadamente quince minutos.
El fiscal Malaponte se desenvolvió con una exposición prolija. Su relato comenzó cronológico y terminó argumentativo. Se esforzó en explicar el cambio de la imputación. Es que en septiembre de 2014 había imputado a Pérez y Gutiérrez con una carátula durísima: homicidio doblemente calificado por el concurso premeditado por la participación de más de dos personas. La pena en expectativa, con ese cambio, pasó de prisión perpetua a un máximo de seis años.
–No se pudo encontrar un golpe mortal que lo diferencie del resto, sino que todo este politraumatismo, la secuencia de golpes que recibe la víctima, es lo que causa la muerte. Los testigos son claros con que esto no era una cuestión organizada. La Fiscalía entiende que lo que surgió aquí es que sucedió algo súbito, actuaron más de dos personas. No hubo competencia intencional y por lo tanto se descartó la figura inicial y decidimos ir por lo que estamos seguros que vamos a probar.
El fiscal admitió que la mayor evidencia contra los primeros imputados fue un video casero, filmado con un celular con baja resolución. Diez segundos, antesala de la muerte: David Moreira está tirado en el pavimento y a su alrededor nueve personas. Una más mira desde la terraza de una casa. Son dos los que en esos segundos le pegan. De apariencia juvenil, vestidos con remeras claras y bermudas. Uno de ellos con la cara tapada. Pegan y gritan.
–Dale guacho. Dale guacho quedate ahí. Dale.
La voz ronca y enérgica de uno de los linchadores retumba en el silencio de barrio Azcuénaga. Solo se escucha el grito de una mujer que pide, sin efecto, que paren.
El fiscal aseguró que en el juicio podría comprobar que esos dos agresores fueron Pérez y Gutiérrez. La imputación de Cristian Antonioni, en cambio, tuvo su raíz en publicaciones en la red social Facebook. El tipo sacó una foto muy cerca de la cabeza de David. Después escribió “entre todos” para referirse a quienes habían pegado. Y además una pericia informática ubicó la antena de su teléfono móvil en el lugar y la hora del linchamiento.
Antonioni también cargaba ciertas características particulares. Malaponte debió haber visto las publicaciones de este hombre en su perfil de Facebook.
“Cómo no lo cortaste en pedazos y se lo tiraste a los perros”, escribió semanas antes de quedar imputado, al compartir la noticia de un ladrón herido a machetazos. En otra ocasión, cuando difundió la noticia de otro ladrón asesinado por un policía, pidió “exterminar esta raza ya”. Tiempo atrás, en julio de 2016, había compartido un titular similar y su madre comentó la publicación pidiendo que mataran a todas esas lacras humanas. En varias de estas publicaciones, que formaron parte del legajo judicial de la causa, Gutiérrez y Pérez interactuaron con Antonioni. Apoyaron, con emoticones y comentarios, la idea de matar ladrones. Idea que, de una vez, concretaron aquel 22 de marzo de 2014. No se trató de un asesinato premeditado, concluyó el fiscal, pero sí había una relación de amistad entre los imputados. Suficiente para el incentivo homicida.
Para el fiscal ese vínculo virtual evidenció una cercanía a la idea de la venganza privada y dejó clarito que no se habían arrepentido de nada. Posibles argumentos como la legítima defensa fueron descartados por los quince minutos, injustificables, de linchamiento. Pidió seis años de prisión efectiva para sus acusados.
***
Para las cinco de la tarde del sábado 22 de marzo del 2014 el barrio Azcuénaga estaba sumergido en la calma apacible de una siesta prolongada. Agustina, una vecina de 21 años y embarazada, caminaba por la calle Liniers a la altura de Marcos Paz junto a su hija de dos años. Había salido de su casa, a menos de una cuadra, para llevar a su pequeña a un cumpleaños en un salón de eventos de la zona. Cuando vio pasar a dos pibes en una moto continuó su andar sin reparos. Entendió todo un instante después, al ver que la motohabía bajado la velocidad y los dos voltearon a mirarla. No tuvo tiempo de nada. El que iba atrás, David Moreira, saltó con agilidad y arrinconó a Agustina contra la pared. Ella solo pudo gritar.
–¡No. No. Hijo de puta!
Y él, que dame el bolso. Y ella, que no. Con la beba en sus brazos forcejeó y gritó. Que no y que no. Que en el bolso no tenía nada. Era cierto: en ese bolso violeta con flores solo había una campera de la beba, una billetera con documentos, una tarjeta y algunos pocos pesos. Cambio sencillo y chucherías como cualquier persona que lleva a su hija a una fiesta de cumpleaños, un sábado a la siesta, en un Azcuénaga desolado.
El forcejeo lo ganó David, que se hizo con el bolso y volvió a saltar a la moto. Algunos vecinos ya se habían alertado por los gritos. Las puertas y ventanas de las casas, que parecían inhóspitas, empezaron a abrirse. Agustina, en shock, gritó y protegió a su niña. En los días siguientes le costó detallar pero recordó que en un pestañeo, después del arrebato, vio que la moto en la que iban los ladrones estaba en el suelo. Que el conductor había escapado a pie para un lado y David para otro. Que los corrieron.
Una vecina de cuarenta años miraba televisión y tomaba mates cuando escuchó los repiqueteos en la puerta de su casa de Marcos Paz al 5400. Apuró sus pasos hasta la puerta y por el ventiluz, junto a su hermana, vio a varias personas que corrían hacia el lado de calle Larrea.
–¡Paralo, paralo que es un ladrón!
Un muchacho grandote, que venía en sentido contrario, topó de frente a David y con un solo golpe lo dejó en el suelo.
–¡Quedate quieto, no te muevas, esperá a que venga la policía!
David quedó rodeado y cualquier intento de moverse fue en vano. Una de las hermanas subió a la terraza y vio cómo dos personas le pegaban patadas en la cabeza. Después lo arrastraron a la esquina de Marcos Paz y Liniers. Otros vecinos, ya afuera de sus casas, se amontonaron sobre una ochava. El número de agresores creció con el paso de los minutos: jóvenes, señores, señoras, algunos sujetos con sus caras tapadas. Entre las patadas David intentó ponerse de pie y escapar. En una ocasión corrió unos metros, lo alcanzaron y lo arrastraron de nuevo a la esquina. Le pegaron y lo devolvieron al piso. Ese fue su lugar por quince minutos. El piso. Bajo las suelas de las patadas desquiciadas.
Una pareja en un Peugeot 505, un cerrajero que manejaba su Renault Express: cada vehículo que pasó, cada persona que no era del barrio pero coincidió en esa esquina justo al momento de la golpiza, fue atraído por el tumulto eufórico. Los espectadores se mezclaron entre los agresores. Un hombre que pasó en su camioneta, sin bajarse, preguntó qué ocurría y no quiso seguir su rumbo sin colaborar. Se hizo lugar, aceleró y con la puerta abierta le pegó a David en la cabeza.
El chico cesó de a poco sus movimientos voluntarios. Al cabo de unos minutos su cuerpo se convirtió en una masa inerte. El leve crecimiento del tamaño de su pecho, cada un par de segundos por la dificultad para respirar, dio la señal de una vitalidad débil a punto de apagarse. Desde la captura de David hasta que llegó la policía pasaron unos quince minutos. El primer llamado a la Central de Emergencias Nacional, el 911, fue a las 17. Y lo siguieron al menos doce llamados más hasta que arribó al lugar un patrullero con dos oficiales del Comando Radioeléctrico. Al ver que David estaba inconsciente, pidieron al 911 el envío de una ambulancia del Servicio Integrado de Emergencias Sanitarias.
La urgencia se tradujo en la necesidad de que la asistencia médica llegara al lugar más rápido de lo que corrían los segundos.
Pero no fue así. A las 18.24, más de una hora después de la agresión, llegó la ambulancia. El tiempo, imparable, le había sacado demasiada ventaja a la vida. Un médico hizo la atención primaria: politraumatismo grave, al hospital urgente.
***
La mañana del 28 de marzo de 2014 se respiró un aire espeso, cargado de una humedad apestosa. Un racimo de nubes había tendido un toldo gris sobre la ciudad. La familia Moreira había velado a David en su casa hasta el amanecer. Unas horas más tarde ya estaba juntándose en la puerta de los tribunales provinciales.
Apenas pasaban las once de la mañana, el acceso de calle Balcarce al 1100 era escenario de una mecánica rutinaria e intrascendente. Acaso como todas las mañanas. O como ninguna, según el cristal. Como todas, para los hombres y mujeres de andar apresurado, con sus trajes, sus maletines. Como todas, para el vendedor de chipá de las escalinatas. Como ninguna en la vida, para la familia de David Moreira.
La calle estaba cortada y a mitad de la cuadra unas veinte o treinta personas se aferraron a carteles con fotos de David y leyendas angustiantes. Sobresalía una imagen del chico: pelo corto, nariz ancha, mirada a la cámara y una sonrisa apenas insinuada. La única sonrisa en varios metros alrededor.
–¿Cómo van a acariciar a sus hijos o mirarlos a los ojos las personas que mataron a David? ¿Cómo van a poder dormir tranquilos sabiendo que mataron a alguien?
Lorena, la mamá de David, tenía sus ojos hinchados de tanto llorar. Hablamos unos minutos, a las apuradas, antes de que se reuniera con el fiscal Malaponte. Me dijo que no tenía abogado, que desde el Centro de Asistencia Judicial, un órgano estatal para la mediación penal pública, le habían dado algunos consejos. Que no hiciera manifestaciones, lo primero. Todo lo contrario a lo que sucedía, como si a la familia no le hubiera quedado más alternativa que instalarse ahí hasta con sus niños y ancianos. Lorena no había podido explicarle a su hijo más pequeño la muerte de David. Solo le había dicho que su hermano estaba de viaje. El nene, chiquitito, rubio chillón, corría empapado en sudor con sus mejillas como dos manzanas. Jugaba con otros nenes con la capacidad natural de evadirse de todo lo triste.
La opinión pública había dividido sus aguas en dos: en contra o a favor de lo maquillado como justicia por mano propia. Muchos respaldaron a los linchadores, los consideraron protagonistas de un acto heroico con el cual habían evitado un robo y detenido a un ladrón. Del otro lado –sobre todo mediante organizaciones de derechos humanos– había crecido el repudio al linchamiento y a los vecinos los acusaron de ejecutores o encubridores de un crimen. Por afuera una corriente cruzó ambas aguas. Un amplio arco de la política municipal y provincial no movió su discurso del lugar de la corrección política. Rechazaron la agresión y enfatizaron en la inseguridad, tan abstracta, como el gran problema de fondo.
La familia de David Moreira eligió manifestarse en la calle mostrando su cara, una cara que representó Lorena. Ella, rota en llanto con la foto de su hijo en manos, fue tapa de diarios y primera plana en la televisión. El barrio Azcuénaga, en cambio, optó por evadir las cámaras de los medios. Se expresó, fugaz, en el grupo público de Facebook llamado “Indignados Barrio Azcuénaga”, que a los pocos días fue borrado.
A la señora que escribió primero, le voy a decir que por más que lo retengan hasta que venga la policía, la policía lo lleva y después lo dejan ir. La policía es la misma basura que los mismos ladrones.
Leí por ahí que ojalá muera, nooooo. Que siga viviendo y se lo vuelvan a dar a los vecinos así lo terminan de destruir, muy bien los vecinos.
Por suerte la policía llegó tarde y le dio un buen tiempo para matarlo a patadas, vi vecinos quemándolo con cigarrillos, ojalá alguno le hubiera cortado las manos
Estuve ahí, qué paliza se comió. Convulsionaba el loco, lástima que el otro hijo de puta se escapó.
Dejen de difundir mal las noticias, no fue por la noche en una cortada, fue en calle Liniers al 900 y no fue a las 20, fue a las 17 de un día soleado. A las 20 vino la ambulancia, retrasada porque una desubicada la llamó pero por suerte otro vecino llamó para cancelarla. Igualmente una hora más tarde cuando llegó la policía la volvieron a llamar pero por suerte había pasado demasiado tiempo como para ayudarlo.
Increíble: ¡la policía busca sin descanso la camioneta que atropelló a los pobres delincuentes! Seguramente están en la puerta de la casa del que huyó, cuidando que no le pase nada tampoco. En dónde terminaremos con policías así. El diario hablando del delincuente como un mártir, un chico de 18 años sin antecedentes que tuvo la desgracia de caer en manos de los vecinos enardecidos.
O sea, nosotros somos los buenos, los que estamos cansados de que nos roben todos los días, que la policía no patrulle por falta de nafta, o directamente que los patrulleros no arranquen, cansados de llamar y no ser escuchados.
Felicito a cada uno de mis vecinos, orgullosa de mi barrio, la próxima les cortamos las manos en la plaza adelante de todos, como en la época medieval, ya que no hay protección, nosotros haremos nuestras leyes que no son nada favorables para los delincuentes, saludos vecinos.