Como dice el cantante y padrino de la Asociación Miguel Bru, León Gieco, “todo está guardado en la memoria espina de la vida y de la historia. La memoria pincha hasta sangrar a los pueblos que la amarran y no la dejan andar libre como el viento”. El 17 de Agosto de 1993, marca un antes y un después en la historia del gatillo fácil en la Argentina. Desaparece Miguel Bru, que tenía 23 años y estudiaba periodismo en la Universidad de La Plata Desde ese trágico día, sus familiares y amigos nos preguntamos “¿Dónde está Miguel?”, un interrogante que pronto se convirtió en la consigna desde la cual nos convocábamos y encarábamos la lucha. Con ella pintábamos banderas y titulábamos volantes y comunicados de prensa que entregábamos en lugares públicos, en plazas, en facultades y en los barrios.
A Miguel, sus familiares y todos sus amigos y compañeros de Universidad lo recordamos como una persona muy buena, generosa, que tenía un gran afecto por los animales; un tipo muy dulce y cariñoso que no soportaba los atropellos, hijo y hermano muy afectuoso, que amaba la libertad por sobre todas las cosas.
Cristian Alarcón, amigo de Miguel, quien con su investigación periodística en el diario Página 12, fue uno de los impulsores para que se supiera la verdad, escribió: “Miguel era parte de una gran banda que sabía pasarla bien, aunque golpeada, solía caminar en zigzag en grandes patios llenos de rock cuando éramos universitarios y estudiábamos periodismo en lo que llamábamos la Escuelita. Solíamos escaparnos irresponsablemente de las clases aburridas para seguir el ritmo de la ciudad donde en esa época los pibes no querían dormirse y todo devenía en festejo, ruidos de baterías punkies, cierta nube de precoz desesperanza mezclada con la candidez y la virginidad más desenfadada que haya conocido”.
La Facultad de Periodismo tenía una característica muy peculiar: era una de las que más actividad y conciencia política tenían sus alumnos. Nosotros sabíamos de los resabios de la dictadura militar que mantenía en sus prácticas la policía, plagada de hechos corruptos y violentos. Era común por esos tiempos las detenciones de jóvenes por averiguación de antecedentes, que luego eran sometidos a provocaciones, malos tratos o torturas, u otros tipos de desbordes que llegaron hasta el asesinato inclusive. Eran conocidos entonces los casos de Maximiliano Albanesse, asesinado por policías en la puerta de un boliche bailable, el caso de Andrés Núñez, un albañil asesinado por policías en la Brigada de Investigaciones de La Plata, el caso de Walter Bulacio, asesinado por policías en un recital de rock, y el caso Guardatti, también asesinado y desaparecido por la policía. Estos ya habían llenado varias páginas de la prensa y también generado varias marchas.
Miguel vivía en una casa tomada, con varios integrantes de la banda de música y allí ensayaban, hacían reuniones. Allí mismo había sido víctima de dos allanamientos ilegales muy violentos y a punta de pistola, por personal de la Comisaría 9º de La Plata, con la excusa de que los vecinos habían denunciado ruidos molestos, la primera vez, aunque nunca se supo quién fue el denunciante, y la segunda aduciendo un supuesto robo a un quiosco que nunca existió. La policía nunca reconoció estos hechos. En el allanamiento rompieron varios instrumentos y se llevaron a algunos detenidos, sin encontrar rastro alguno de lo que buscaban. Miguel, creyendo que se protegía, luego de consultarlo con su madre, denunció al personal policial.
Esto sin duda agravaría las cosas: empezó a ser víctima de un hostigamiento constante, lo amenazaban diciendo que si no retiraba la denuncia lo matarían, lo insultaban lo perseguían a paso de hombre con sus autos, incluso en presencia de su novia y de sus amigos. Un día fue a cuidar la casa de unos amigos que vivían en el campo a 50 kilómetros de la ciudad de La Plata y desde entonces nunca más volvimos a verlo. Aparecieron, sí, su ropa y su bicicleta ubicadas prolijamente a la orilla del Río de la Plata, cerca del cual se encontraba la casa que Miguel cuidaba. La policía no quería tomar la denuncia por su desaparición en ninguna de las comisarías donde peregrinaba su madre y tampoco quería buscarlo. Entonces comenzamos con lo que primero fueron sospechas y luego certezas: Miguel era otra víctima más del atroz accionar del personal policial.
Pero la policía no había tenido en cuenta que Miguel era un estudiante universitario y que sus compañeros y amigos, encabezados por su madre, empezamos a movilizarnos y desde la universidad pública creamos también una verdadera ingeniería en los medios de comunicación. A través de ellos el hecho tomó rápidamente relevancia pública y miles de personas marcharon por las calles. Desde la facultad empezamos a elaborar un sinnúmero de documentos políticos y periodísticos directos y punzantes, que mezclaban la fuerza, la ternura y el dolor sincero de una madre con la formación y la juventud de estudiantes universitarios de periodismo. Y para preservar nuestra identidad y darnos cohesión como entidad, firmábamos con el nombre de Comisión de Familiares, Amigos y Compañeros de Miguel.
Por su parte, los policías tenían a su favor un hecho clave: la complicidad judicial. El juez de la causa, Amílcar Vara, misteriosamente se negaba a vincular la desaparición de Miguel con la actividad del personal policial y públicamente aseguraba “mantengo la íntima convicción de que Miguel está vivo”. En sus oficinas, varias personas escucharon frases tales como “mirá lo que parece en esta foto. Seguro que era homosexual y drogadicto”, e incluso llegó a decirle a Rosa Bru, sin fundamento alguno, “sospecho que se ha ido con alguna chica a Brasil”. Este tipo de frases también fue escuchado por las madres de los desaparecidos de la última dictadura cuando golpeaban las puertas de los militares para pedirles explicaciones sobre la desaparición de sus hijos. Con argumentos similares se amasó, durante muchos años, el inconsciente social argentino. Las frases “en algo andará” o “por algo será”, justificaron desde todos los estratos sociales, los crímenes aberrantes que hoy estamos contando.
Por si fuera poco, el juez Vara no volcaba en los expedientes las declaraciones que vinculaban a los policías con el hecho, mantenía la carátula de la causa como averiguación de paradero y no le permitía a Rosa Bru,intervenir en la misma como particular damnificado, alegando que “si no hay cuerpo, no hay delito”, un argumento que también utilizaban los responsables de la desaparición de personas durante la última dictadura militar. Sus fundamentos iban cayendo a medida que se aportaban más pruebas que incriminaba a la policía.
Finalmente, los familiares y amigos de Miguel conseguimos que fuera sometido a un jury de enjuiciamiento, para ser destituido al comprobársele irregularidades en 26 causas distintas en las cuales estaba involucrado personal policial.
Este caso fue víctima, asimismo, de un accionar histórico en los procedimientos de las fuerzas de seguridad argentinas, el denominado “espíritu de cuerpo”, que es el encubrimiento y la complicidad de toda la fuerza cuando un miembro de ella comete una irregularidad, sin importar la gravedad de la misma. Pedro Klodzyc, jefe de la policía bonaerense en ese momento, hoy recordado como uno de los máximos impulsores de la llamada “maldita policía”, dijo en ese momento “no hay ningún nexo que permita vincular el accionar de personal policial con la desaparición de Bru”, a pesar de las declaraciones de sus familiares y amigos que señalaban que Miguel era permanentemente amenazado por efectivos. Pero, como dicen algunos, “el delito perfecto no existe”. Gracias a las declaraciones de seis detenidos en la Comisaría 9º que oficiaron de testigos del caso, pudo saberse que Miguel Bru fue ingresado en esa seccional el 17 de agosto de 1993, entre las 11 y 12 de la noche. Los presos, al escuchar los gritos de Miguel, espiaron por las ventanas de sus celdas y vieron cómo era torturado hasta la muerte con la práctica denominada del submarino seco, esto es golpes en el estómago con una bolsa de nylon en la cabeza que produce asfixia, un método también utilizado durante la dictadura. Por si con el testimonio un hubiera sido suficiente, se realizó además una pericia caligráfica sobre el libro de guardia de la seccional, en donde se asienta la entrada y salida de detenidos. En él había sido escrito el nombre de Miguel Bru, y luego borrado. En el lugar, encima del borrón, aparecía el nombre de otro detenido.
Uno de los presos alojado en la Novena era Horacio Suazo, que increpaba a los policías gritándoles “qué le hicieron a ese pibe” y los amenaza con denunciarlos. Meses después, una vez liberado, en un operativo con pruebas “armadas”, Horacio fue asesinado. Pero antes, tuvo una idea que sería reveladora: habló con su hermana sobre el hecho. Ella le cuenta a Rosa, la madre de Miguel, lo que había escuchado de labios de su hermano. Luego de buscarla incansablemente durante varias noches de vigilia, Rosa finalmente la encuentra y registra el testimonio con un grabador escondido en su cartera. Pocos días después, entrega la cinta a un diario que publica el texto y al juez no le queda más remedio que detener a los policías y excusarse de la causa para ser sometido a juicio, ya que tampoco había volcado en los expedientes el testimonio que ésta le había hecho luego de la muerte de su hermano. “Ella era prostituta y no quise embarrar la causa”, le decía el ex juez Vara a la madre de Miguel.
Sin un juez corrupto al frente de la investigación penal, y con la presión ejercida por el estado público que había tomado la misma, las pruebas se sumaban y se convertían en irrefutables. En 1995, luego de la declaración de los testigos, la justicia dicta la prisión preventiva a uno de los policías, el sargento Justo López –que ya tenía numerosas denuncias por abusos y violaciones de todo tipo en la dependencia de asuntos internos de la fuerza. Finalmente, en 1996, se ordena la detención del subcomisario Walter Abrigo, del comisario Juan Domingo Ojeda y de los efectivos Jorge Gorosito y Ramón Cerecetto. En mayo de 1999 comienza el juicio oral y público. En él fueron condenados a prisión perpetua los policías Justo José López y Walter Abrigo, acusados de tortura seguida de muerte, privación ilegal de la libertad y falta a los deberes de funcionario publico. En 2003, la Suprema Corte Bonaerense dejó firme la condena a ambos ex funcionarios policiales. El entonces comisario de la 9°, Juan Domingo Ojeda, fue condenado a dos años de cumplimiento efectivo de la pena, pero recuperó su libertad con sólo ocho meses de prisión, al igual que el oficial Ramón Cerecetto. La Asociación Miguel Bru continúa exigiendo el procesamiento de los y las policías que estaban en servicio en la Comisaría 9° la noche del 17 de agosto de 1993, por considerarlos cómplices del hecho, así como la investigación penal al primer juez que entendió en la causa, Amílcar Vara. El cuerpo de Miguel sigue sin aparecer hasta hoy en día, pero su muerte pudo comprobarse a través de pruebas indirectas. El cuerpo del delito puede configurarse sin la aparición del cadáver, ya que pueden considerarse otros elementos de juicio, como en este caso, la pericia caligráfica sobre el libro de guardia y los testimonios de los detenidos en la Comisaría 9º.
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