Quién le cree a las putas

Las críticas a la foto que publicó Jimena Barón reabrieron el debate que más divide a los feminismos y mostraron la saña y la violencia que se ejerce contra las trabajadoras sexuales organizadas.

Quién le cree a las putas

11/02/2020

Por Arlen Buchara – El Ciudadano.

La tarde del lunes 27 de enero la zona de la Terminal de Ómnibus de Rosario se llenó de putas. Frente a la Casa de la Diversidad y en la placita bautizada con el nombre de Sandra Cabrera, la sindicalista de Ammar asesinada en 2004, se reunieron para recordarla. No estaban solas. Como pasa desde hace años, el pedido de justicia por Sandra une a todo el arco político, sindical, feminista y cultural de la ciudad.

Cada persona que pasó por el micrófono la recordó como la mujer que mucho antes de las consignas actuales de “puta feminista” se nombraba como trabajadora sexual; como la sindicalista que les había enseñado a los medios a no estigmatizar a las prostitutas; como la referenta que no se callaba la boca a la hora de denunciar a la Policía y su vínculo con la explotación sexual y las redes de trata; como la compañera que recorría las calles en moto hablando con las que ejercían en las esquinas, repartiendo preservativos y volantes con información sobre derechos y autocuidado.

Caía el sol en la placita de la Terminal cuando dos de las militantes históricas del movimiento de mujeres y disidencias, Mabel Gabarra y Silvia Ausgburger, hicieron un llamado a saldar el debate que más divide al feminismo argentino: despenalización/regulación vs abolición del trabajo sexual o la prostitución. Nadie imaginaba que una semana después a esa misma hora el tema estallaría en todos lados a partir de la foto subida a las redes sociales por Jimena Barón.

Primero es necesaria una aclaración: tengo una posición a favor de la despenalización del trabajo sexual y considero que cualquier discusión sobre el tema debe ser con las protagonistas adentro. Sigo el trabajo de Ammar y, más allá de coincidir o no con las propuestas y consignas, estoy convencida de que la organización y la sindicalización son el camino para la conquista de derechos. Lo aprendí como trabajadora de prensa en un medio de comunicación como este diario, que en 20 años pasó por innumerables conflictos en los que la lucha colectiva y gremial fue siempre la salida. También estoy convencida de que como feminista no tengo por qué decirle a ninguna mujer, lesbiana, travesti, trans o persona no binaria que su reclamo por derechos no es válido. Sobre todo cuando son derechos que tengo el privilegio de tener: obra social, aportes jubilatorios, condiciones de trabajo. Coincido con que es necesario pensar este tema como una discusión de ampliación de derechos: para quienes quieren ejercer el trabajo sexual, para quienes están en situación de prostitución y necesitan una salida urgente, para quienes son víctimas y esclavas de la trata y deben ser libres.

Hecha la aclaración hay otro tema que abrió la discusión sobre trabajo sexual/prostitución y es cómo desde los feminismos vamos a dar este debate. Porque la violencia de género, el aborto legal, el acceso a anticonceptivos, la educación sexual integral, la remuneración del trabajo doméstico y de las tareas de cuidado, el techo de cristal, la igualdad de condiciones en los lugares de trabajo, el cupo, la paridad en las listas, las licencias por maternidad y paternidad, son todos temas que unen al movimiento feminista argentino. Y, sí. Esa unión no fue sencilla.

Se tejió y construyó durante más de tres décadas en los encuentros nacionales y plurinacionales de mujeres y disidencias, en las organizaciones políticas, en las asambleas de cada 8 de marzo, en los grupos de whatsapp que afloraron como forma de organización de estrategias. Hubo y hay desacuerdos. Pero en los últimos años coincidimos (y pregonamos) en que el feminismo que tejimos es intergeneracional, transversal, interseccional, inclusivo. Hasta que explota mediáticamente esta discusión y toda esa forma de construcción no es la que gana. Porque si algo pasó esta semana fue que la crueldad, la mentira y la chicana fueron puestos al servicio del odio hacia una cantante (que ya los medios diagnostican como “sedada y con asistencia psiquiátrica) y hacia una organización sindical y su líder, Georgina Orellano, que tuvo que salir a publicar un certificado de sus antecedentes penales.

Esta nota empezó recordando a Sandra Cabrera. Su militancia ayuda a reflexionar sobre el vínculo de las organizaciones sociales, sindicales, feministas e incluso del periodismo de Rosario con el tema del trabajo sexual. Porque, más allá de las posiciones abolicionistas que dominaban los debates de ese momento, ella fue el lugar para la empatía.

En los 2000, Sandra Cabrera era la secretaria general de Ammar. Fue quien  propuso por primera vez el taller sobre “mujeres y trabajo sexual” en la comisión organizadora del Encuentro Nacional de Mujeres de 2003, que se hizo en Rosario. Hasta ese momento, todas las ediciones habían evitado hablar de prostitución en esos términos y los talleres existentes seguían una tradición abolicionista. Cuando ella hizo la propuesta, la comisión organizadora la apoyó. El taller se hizo ese año y no pudo volver a replicarse en ninguna de las ediciones siguientes por la oposición del sector abolicionista. Recién en 2016, cuando el ENM volvió a desembarcar en Rosario, el taller de “mujeres y trabajo sexual” se reeditó de la mano de la nueva conducción de Ammar.

Sandra fue asesinada el 27 de enero de 2004. Le dispararon por la espalda en la nuca frente a una casa de Iriondo al 600, a dos cuadras de la Terminal de Ómnibus, la zona en la que trabajaba. Había denunciado a la Policía por la complicidad en el crimen organizado y la explotación sexual de niñas y adolescentes. La habían amenazado con matarla a ella y a su hija Macarena, que en ese entonces tenía 8 años. El único imputado en el homicidio fue Diego Víctor Parvluczyk, ex subjefe de Drogas de la Policía Federal en Rosario. Era también el último vínculo afectivo de Sandra. Lo absolvieron por falta de pruebas y en 2007 quedó sobreseído a pesar de los testimonios de las trabajadoras sexuales que lo incriminaban. En el documental de Lucrecia Mastrángelo que relata la historia de Sandra Cabrera el abogado defensor de Parvluczyk reconoció que esos testimonios se habían desestimado porque eran de las putas y a las putas no se les creía.

Después del femicidio fue difícil sostener el gremio. Las trabajadoras sexuales tenían miedo de acercarse y participar porque no querían correr con la misma suerte. Igualmente, durante casi 10 años el grupo que quedó de la comisión directiva se juntaba y hacía recorridas. En abril de 2010 sus integrantes sintieron que llegaba un poco de recompensa cuando celebraron desde los balcones de la Legislatura de Santa Fe la derogación de los artículos del Código de Faltas que permitían llevarlas detenidas por ejercer en la calle. Para 2012 el gremio se había desintegrado. Recién en 2019 y después de varios intentos de reorganización volvió a funcionar con una nueva conducción, que surgió de la unión de integrantes de la vieja camada con las más jóvenes.

Ammar forma parte de la historia de movimiento obrero argentino. Nació hace más de 25 años con un pie dentro de la CTA, pero recién en los últimos años pudo meterse de lleno en movimiento feminista, generando una fuerte adhesión de distintos sectores. El cambio apareció de la mano de la conducción de Georgina Orellano  y de la construcción de la identidad de “putas feministas”.

Georgina es clave para pensar en la renovación del gremio y de las consignas porque con un discurso anticapitalista, sindicalista y feminista apunta a poner en debate los derechos de las trabajadoras sexuales. Ella es una de nuestras referentas y es una líder sindical. Podemos coincidir más o menos, pero no podemos anularla porque anularla es ir en contra de la organización gremial como forma de ampliar derechos. Decir que es una fiola, una proxeneta, una explotadora, no sólo es un intento de cerrar un debate que todavía no nos animamos a dar. Es también no ser consecuentes con el feminismo inclusivo, interseccional, transversal e intergeneracional del que hablamos con orgullo.