La presencia de armas de fuego en los barrios más vulnerados de Santa Fe forma parte de un mercado ilegal cuya lógica es circular: ingreso a través de líderes territoriales que la venden a jóvenes o se las entregan a cambio de favores, retención o encarcelamiento de otros pibes con pedido de armas como pago de fianza y vuelta a introducirlas mediante punteros o narcos. Solo un actor social puede llevar a cabo este accionar con total impunidad.
Por Gustavo Schnidrig // Fotos: María Belén Garófalo
Este pibe no se come cualquiera. José conoce las calles del barrio las Lomas de Santa Fe, sabe caminarlas. Sabe que si tiene que robar a un perejil lo va a hacer calzado pero con un arma rota o sin balas, porque si lo agarran con un fierro listo para matar, el perejil sería él. Sabe que, aunque se sienta el más curtido de toda la ciudad, nunca puede confiarse. El imprevisto es eso: algo que se escapa a toda lógica y puede dejarte tirado en el piso con la boca anestesiada de un golpe; con la mandíbula partida por el impacto con la culata de un chumbo. Y con un diente arrancado de raíz rodando por el suelo.
—¡Mirá cómo me arruinaron la boca! —Se queja mirando al cielo de su mala suerte y es casi el único momento en que
José levanta la vista.
La escena se da en el frente de su casa, a la tarde siguiente, dentro de un marco familiar. José (su nombre real fue preservado, como el de otras personas de esta nota) no se acostumbra a que lo miren sin un diente. Después se agacha y se frota nuca y cabeza con ambas manos, desacomodándose la gorra y dejando entrever su corte de pelo a la moda, rapado en los costados desde los parietales hasta la nuca.
En el frente de su casa la conversación salta de tema en tema entre José y su madre. Sentados sobre sillas plásticas y bajo un clima agradable de verano, ella expresa su preocupación por encontrar una casa en donde no pidan tantos requisitos para mudarse; él cuenta las circunstancias que lo llevaron a recibir un culatazo en la jeta a la una de la madrugada y en otro barrio, volviendo de su trabajo de venta al menudeo de drogas ilegales; y una de sus hermanas va y viene, deteniéndose un instante para recordar que, para su fiesta de 15, que será en septiembre, no usará vestido sino que se pondrá un jean corto.
José intenta explicar por qué “el que no anda calzado en este barrio es un gil”. Lo sería porque en su barrio circulan muchas armas de fuego. Pero, además, es una situación común en todo el cordón oeste de la ciudad, incluido barrio Cabal, lugar que está en frente y con el que “hay un rebardo”.
Como ejemplos pueden mencionarse dos sucesos: el primero, ocurrido la tarde del viernes 22 de enero de 2016, cuando una bala perdida mató a Iván Albarengo, de 11 años. El segundo tuvo como protagonista a su padrastro, Daniel Almada, de 43, muerto de igual modo meses antes, en la mañana del 4 de octubre de 2015.
Ambos casos —sobre todo el primero— tuvieron repercusión durante algunos días en los medios locales y pusieron el foco sobre una problemática: la circulación y tenencia de armas de fuego por parte de los jóvenes. Según un informe del Ministerio Público de la Acusación (MPA) de la provincia de Santa Fe, los homicidios (“casos en los que una persona causa la muerte a otra haciendo un uso intencional de la violencia”) por arma de fuegos se producen, en gran medida, por ajustes de cuenta.
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—Les pegaron una verdugueada bárbara —explica— los encontraron en la calle y trajeron a uno abajo de un puente. Le gatillaron en la cabeza. Así: “tac, tac”. Jodiendo, sabiendo que no tenían balas. Pero el pibito no sabía. Y otro policía sí le gatilló: ¡bum! Al aire, al lado de la cabeza, para dejarlo tonto.
José cuenta que llegó al lugar porque escuchó la detonación. Sucedió unos años atrás, cuando la policía provincial detuvo a tres menores de edad que encontraron en la calle. “En actitud sospechosa” es el leitmotiv que utilizan los oficiales para sus registros. Pero José, que conoce la metodología, tiene otra versión: “La policía te agarra porque quiere que robes un arma para ellos. Y tenés que darles un fierro que esté bueno, no le vas a ir con un .32 todo roto. ‘¿Qué me estás trayendo?’, te van a decir”. Esa noche, bajo el puente, la policía cumplió su cometido: “El jefe me decía: ‘yo sé que tienen un fierro, denme aunque sea una tumbera’. ‘¿De dónde querés que saquemos?’, le decíamos. Nos plantamos en que no teníamos nada, pero el jefe lo quería, lo quería. Pero no le dimos nada… y se llevaron a los pibitios”.
Los niños estuvieron encarcelados y fueron torturados. Al día siguiente José logró comunicarse con Andrea, una trabajadora estatal que realiza diferentes trabajos de contención social en el barrio. Ella acudió al rescate junto a otros colegas: “Eran chicos menores de edad, que no pueden estar ni una hora en la comisaría”, dice Andrea. “Se trata -agrega- de prácticas cotidianas que la policía realiza para hacer caja extra”. Y coincide con José: “La metodología es obligarlos a entregar un arma ilegal del modo que sea para volver a meterlas en el barrio vendiéndolas a punteros políticos o narcotraficantes”.
Ambos relatos tienen su eco en la investigación que el diputado Carlos del Frade escribió en el libro Geografía Narco. Allí, sostiene que las armas que circulan en los barrios son aquellas pertenecientes a la policía que deben ser destruidas por su desuso, pero que son desviadas y aparecen en manos de los pibes. En el Juzgado de Menores número 1 de la provincia de Santa Fe, en tanto, dicen que las armas que portan los jóvenes provienen del “mercado negro”.
— ¿Pero no hay ninguna referencia sobre cómo llegan las armas a sus manos?, los propios chicos, ¿qué dicen?
— Todos sostienen lo mismo: que las encuentran “en la vía, en la cava o debajo de un ombú”. Pareciera ser una especie de código —explica una trabajadora de esa dependencia penal.
Andrea dice que en barrio Las Lomas “hay mucha impunidad y se vive muy mal porque es la cana quien hostiga a los chicos y a sus familias. Entonces la gente acumula bronca y locura. Los pibes se terminan peleando entre ellos, muchas veces sin sentido, como sucede con los de en frente.”
Frente a Las Lomas está barrio Cabal.
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Barrio Cabal y barrio Las Lomas están separados por una obra en construcción de desagües que la Municipalidad de Santa Fe tiene a medio hacer. Además, hay una alambrada que divide ambos territorios. Es frágil y fácil de saltar.
— A cualquier hora: son las seis de la mañana y los muchachos te levantan a plomazos. “Pam”, “pim”, “pam”, “pim”, “pim, “pim” —dispara al aire José con sus dedos para explicar cómo se dan las reyertas y no es casualidad que prevalezca el “pim” con tanto rancho de chapa alrededor.
— ¿De dónde sacan las armas?
— De la policía, ¿de dónde sino? Si tenés el número de un policía las conseguís: ‘Te encargo un fierro’, les pedís. ¿Sabés cuántas veces los oí decir’ tengo una pistola, un .32, un .38” …pa’ vender, pa’ vender’. ‘Pa’ vender’ nomás se siente. Te las venden: un arma nueva cuesta alrededor de 22 lucas; pero si tienen un muerto encima, se las sacan por siete.
— Conseguir las balas es más fácil —dice la madre.
José asiente y continúa: “Con que conozcas a alguien que tenga el carnet para comprarlas estás hecho. Una caja de .22 (con 50 balas) sale alrededor de 300 pesos; una de cartuchos, con 25, 200. También se consiguen sueltas: 10 pesos cada una. No vale nada tu vida, ¿viste? 10 pesos.”
— ¿Y para qué usan las armas de fuego?
— ¿Para qué lo vamos a utilizar, amiguito?, ¡para cagarnos a tiros! Hubo muchas muertes y hay bronca. Una chica de tres años recibió hace poco un disparo en la cabeza. Quedó viva, pero con secuelas. No mueve ni los ojos y es algo que da mucha bronca. Para tenerla así, mami, mejor que se la lleve Dios, ¿no?
— Sí — asiente la madre mientras juega con el borde de su vestido, como recordando que a estas cuatro de la tarde el día sigue siendo ameno e invitando a compartir un suspiro colectivo.
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El informe del MPA detalla que, en 2014, en el departamento La Capital hubo 155 homicidios y 113 en 2015. De ellos, 118 se ejecutaron con armas de fuegos (y otros 27 con arma blanca), mientras que en 2015 las cifras descendieron a 89 (y 14). Este gráfico se completa con el dato de que 52 de los homicidios con armas de fuego en 2014 fueron “planificados” (según la carátula del MPA) y 54 en 2015.
Chano no es una cifra más de este informe por pura casualidad. A los 15 años una bala le dio en la cabeza mientras dormía. Le hicieron una traqueotomía. Junto a José, charlan y muestran sus “marcas de guerra”. Chano se arremanga el pantalón y muestra un perdigón perdido en su pierna para animarlo a José de que el asunto del diente es algo de poca monta, solucionable. Como en la Edad Media, los barrios se disparan proyectiles de un frente al otro, mediados por alambradas y fosas que debieran ser obras de desagües.
Con 21 años, José tiene muy claro cuál es el destino de muchos pibes del oeste santafesino: sabe que una vez la policía los mete en sus redes, y los incorpora al mercado ilegal, obligándolos a robar, ya es muy difícil salir.
—Si le entregás el arma al policía, terminás endeudado con el narco; si no se la das, terminás siendo un juguete de la gorra.
* Esta nota se realizó en el marco de la Beca Cosecha Roja. Fue publicada también en Pausa
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