¿Quién se acuerda de los muertos del taller de Luis Viale?

Pasaron trece años del incendio en el taller textil de Caballito, donde murieron seis personas. Este año, la Justicia sobreseyó a los dueños y les devolvió las llaves del negocio donde vivían y trabajaban hacinadas más de 60 personas. Lourdes Hidalgo, una de las sobrevivientes, cuenta el antes y el después de una tragedia previsible.

¿Quién se acuerda de los muertos del taller de Luis Viale?

Por Lorena Bermejo
26/11/2019

-José Luis, ¿vos te acordás del incendio?

-Sí, tía, me acuerdo porque ese día me mordió el perro.

Lourdes Hidalgo es una de las costureras que sobrevivió al incendio del taller textil de la calle Luis Viale, en el barrio de Caballito, donde murieron seis personas: Juana Villca Quispe, costurera (25 años), Wilfredo Quispe Mendoza, costurero (15 años), Elías Carbajal Quispe (10 años), Rodrigo Quispe Carbajal (4 años), Luis Quispe (4 años) y Harry Rodríguez Palma (3 años). A principios de este mes, Lourdes recibió noticias que no esperaba: el juez Julio Alberto Baños, del Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional n°27, decidió devolverles las llaves del inmueble a Daniel Alberto Fischberg y Jaime Geiler, los dueños del lugar y de las marcas de ropa para las que el taller trabajaba. Después de 13 años y con una investigación pendiente desde el juicio de 2016, en mayo de este año la Justicia decidió sobreseerlos. Los capataces, Juan Manuel Correa y Luis Sillerico, quedaron presos sin sentencia firme. 

Lourdes hace el gesto que haría su sobrino José Luis para marcar el lugar, justo abajo del hombro, donde el perro le dejó la cicatriz. Ese día, el 30 de marzo de 2006, él jugaba con su hermano menor en el patio del lugar donde los habían llevado después del incendio. Fue ahí cuando empezaron a escuchar las noticias. Seis muertos. Los dos empezaron a llorar, papá está muerto, le decía el chiquito a su hermano. Se abrazaron, y cuando el perro de la casa se acercó como dando consuelo, José Luis quiso abrazarlo a él también. 

Unas horas más tarde llegó Cris, la mamá de los chicos, junto a ella su marido, y entonces supieron que ninguno de los que habían muerto eran sus padres. Cris, al ver el humo y escuchar el alboroto, había salido disparada hacia el primer piso, segura de que los chicos estaban ahí, jugando en la parte del taller donde no había camas. Cuando subió y empezó a buscarlos entre lo negro del humo y las llamas todavía encendidas, se acordó de que sus hijos estaban en la escuela.

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El calor a la noche era insoportable. En enero, en la parte de arriba no se podía respirar. Lourdes se recostó un rato mientras esperaba que se hiciera un poco más chica la fila de la ducha: eran tantos que si una empezaba a esperar su turno a las once, podía bañarse a la una de la mañana. Y a las seis había que estar despierta otra vez.

Después de los primeros días de trabajo le habían avisado que el pago sería a los tres meses.

-Pero señor, yo tengo que pagar un alquiler.

Entonces Don Luis Sillerico, el capataz, le había sugerido que viniera a vivir acá, al taller como el resto de sus compañeros. Al otro día ella guardó la ropa en el bolso y se fue de la habitación que alquilaba. Adentro del taller el tiempo pasaba más lento. O no pasaba. El día que llegó, el capataz le dio dos rollos de tela: tomá, hacete tu espacio. Le dijo también que en el primer piso no había más lugar, así que habían puesto otra planta, una plataforma de madera sobre unas vigas de hierro. 

Una noche que se había quedado trabajando hasta tarde, Lourdes subió con cautela para no despertar a nadie. Con las luces apagadas, tanteaba el camino aunque lo sabía de memoria. De pronto sintió algo en el cuello. No podía respirar, retrocedió, tomó aire, tomó mucho aire, lo soltó, respiró. Una de las vigas de hierro que atravesaba el primer piso, de pared a pared, le había dado justo en la garganta.

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Las bolsas del súper la empujaban a caminar más rápido. Las gotas le caían pesadas por la cara. Cuatrocientos cincuenta pantaloncitos y se podía ir. Ya tenía la mitad listos. Coser, ponerle los botones, las etiquetas. Frente a la puerta del taller, se detuvo unos segundos: no se escuchaba la música. Después del mediodía, siempre se ponía el equipo a todo lo que da para afrontar el sueño del almuerzo. Cuando entró, Lourdes volvió a detenerse: había solo cuatro máquinas ocupadas.

La semana anterior habían entrado dos oficiales de la Policía y les habían dicho que tenían que cargar algunos bultos en la camioneta. Varios tuvieron que ir a ayudar. Se llevaron todo lo que les entró en el baúl, y también encargaron pantalones de jean a medida, para ellos.

Lourdes subió y ahí estaban todos los demás: escondidos. Cuando terminó la inspección, Don Luis les dijo que ya podían volver a las máquinas. Nadie se quejó ni dijo nada, y ella se preguntó si los hombres que habían venido eran los mismos que habían visitado el taller hacía un mes, esa vez que también habían apagado la música, hecho silencio y bajado la cabeza a medida que los dos tipos avanzaban por los pasillos del lugar. Pero Cris le dijo que no, que esos eran los dueños y estos de recién eran de la inspección.

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El día del incendio

Lourdes se acostó en la cama de Sara para dormir la siesta. Todas las máquinas estaban ocupadas, así que había aprovechado la mañana para lavar ropa, ordenar la habitación, ducharse. En la hora de almuerzo, Sara se sentó junto a ella y le preguntó por qué no descansaba un poco, de tantos días que se quedaba hasta la madrugada. Es que del calor no puedo dormir, le había dicho Lourdes. Entonces Sara le ofreció que se acostara en su pieza, que el primer piso estaba más fresco. Eran las tres y a las tres y media empezaba Isaura, la esclava. Para hacer tiempo, ordenó y limpió la pieza de su amiga.

De pronto, una nube de humo apareció desde la otra habitación. ¿Un sahumerio? Pero no se iba, y ahora llegaba más y más humo. 

-Eh, chicos, ¿qué están haciendo? Paren. 

Se incorporó. Del otro lado de la placa de madera que separaba los cuartos, nadie respondía. Se levantó, corrió el nailon y entró a la habitación. La cucheta era una fogata que se trepaba por las columnas. Del colchón de abajo salían dos llamas hacia los costados, y Lourdes pensó que eran como los cuernos de un toro, o eso quizás lo pensó después, porque en ese momento avanzó hacia la cama prendida fuego y agarró al chico que estaba sentado ahí, lo sacó y lo protegió. Desde arriba vio caer un televisor que estalló contra el suelo y explotó a unos metros de donde estaban. Entonces tomó a Kevin de la mano, bajó por las escaleras y buscó la salida del taller.

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Era la segunda noche que no dormían en el taller y el tercer día después del incendio. Los habían llevado al local de la Asociación Deportiva del Altiplano, agrupación que llevaba adelante parte de la familia Sillerico.

-Ya va hablar, señora, ya le toca.

Lourdes apretó los dientes y tensó los nudillos de la mano. Tosió y volvió a toser. Cada vez que le viene esa tos vuelve a sentir el gusto tóxico del humo negro. Hacía más de una hora que discutían los muchachos. Ella no prestaba atención, intentaba calmarse, pero ellos no paraban de gritar. Con la mano contra la baldosa se levantó y tomó aire.

-Acá estamos con mucho dolor, y no podemos más escuchar gritos y peleas. 

Se hizo silencio, como los que se hacían en el taller cuando se terminaba la música, la ducha, el correteo de los chicos, el sonido de las máquinas, y solo quedaban los pasos de los últimos que subían a dormir.

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2008/Dos años después del incendio

Cuando le dijeron que estaban yendo a La Alameda, ella pensó que era una comisaría, una forma de llamar a la policía local. Conoció el lugar esa primera noche, después del incendio, pero un tiempo después tuvo que volver porque necesitaba trabajar.

-Yo así no quiero vivir más. Si querés te invito a donde vivo, así ves.

Pero el Jefe de la cooperativa nunca fue a conocer la casa de Lourdes. Legislador porteño desde el 2013 hasta el 2017, durante la crisis del 2001 había participado de la formación de la Asamblea 20 de Diciembre, que después de encargarse de las ollas populares en Parque Avellaneda, se transformó en un centro comunitario: comedor, apoyo escolar, talleres de oficios. En 2005 fundaron la Cooperativa, el taller y la marca de ropa No Chains, que tiene como slogan la lucha contra el trabajo esclavo.

Las compañeras aplaudieron al colgar el llamado del Ministerio. Les habían dicho que las iban a recibir y les habían dado fecha de reunión. Lo que querían era presentar el proyecto de un taller propio. Hacía una semana se habían escapado de la Cooperativa, después de que un compañero había vuelto golpeado de una inspección, una de las tareas para quienes trabajaban ahí. Cámara oculta y meterse en los talleres de las marcas, para después tener pruebas a la hora de denunciar. Lo demás, ocho horas de trabajo, cocinar, limpiar, hacer las compras.

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Myriam Carsen, que fue abogada de la causa en el juicio de 2016, explica que la única salida que queda ahora es la política. Su despacho, en el centro porteño, es una oficina en un edificio antiguo pero elegante. 

-Lo que queda es que la Legislatura determine la utilidad pública, expropie el espacio, y le dé lugar a un sitio de la memoria.

En la puerta de Luis Viale, con el fondo de banderas y afiches pegados sobre las placas que ocultan el taller, Lourdes toma aire y habla fuerte. Es nueve de octubre del 2019, y la gente llega de a poco a la convocatoria. Con el apoyo de organizaciones sociales, ella propone armar una comisión en memoria de sus compañeros. Del otro lado de la calle, Juan Vázquez la escucha con atención. En 2016, junto a migrantes, trabajadores textiles y compañeros de distintos colectivos, Juan fue uno de los fundadores del centro cooperativo textil Juana Villca, un homenaje a la mujer de Luis Viale que falleció, con su segundo hijo en camino, un día antes de su partida hacia Bolivia. Después de hablar, Lourdes agradece y pasa el micrófono. Tiene el pecho agitado, como quien guarda todavía algo para decir.