La semana pasada un varón atacó a Camila en la calle: la tiró al piso y manoseó. Días antes Cacho Castaña dijo por televisión: “Si la violación es inevitable, relajate y gozá”. “Quisiera explicarle a Cacho que cuando el hombre me seguía, yo lo sentí a mis espaldas, y giré el perfil con disimulo para ver de reojo. Y que este es un gesto que hago todas las semanas. Que relajarme no es una opción porque desde que era una niña que me enseñaron que tenía que estar más atenta al mundo que mis hermanos”, escribió ella en redes sociales.
Por Camila Brandoni Allende
– Qué hijo de puta.
La voz me tembló cuando lo dije. Me miré el cuerpo. Tenía raspones en el brazo y estaba llena de tierra. Como pude, me paré. Volví a mí. Lo miré correr. Lo tengo que seguir, pensé. Di dos pasos en dirección a él, que ya era una sombra del tamaño de mi dedo pulgar, pero las piernas me temblaban y las rodillas me bloquearon el avance. Empecé a respirar mal, entrecortada. No sé cuándo me di cuenta de que me dolía mucho la pierna derecha, tal vez cuando empecé a caminar en dirección a mi casa. Tenía el celular en la mano y me costó volver a entender cómo se busca el contacto de alguien para llamar. Pasó una pareja a mi lado, doblé en la esquina. Me tomó algunos minutos poder comunicarme con alguien por teléfono, pero antes de cruzar la calle mi respiración ya estaba en el oído de una amiga, al otro lado de la ciudad.
Tardé mucho tiempo en llegar a mi casa, aunque estaba a tres cuadras y nunca cambié de rumbo. Cuando llegué se me hizo muy claro que me tenía que bañar. La voz amistosa en mi teléfono me insistió. Ducharte te va a hacer bien. Corté y me metí en la ducha. Lloraba y frenaba para concentrarme en el jabón. Me lavé la piel una docena de veces.
Esto pasó la semana pasada en el barrio de Palermo, más exactamente en Scalabrini Ortiz entre French y Las Heras. Era jueves 11 de enero y yo estaba volviendo a casa después de un día largo de trabajo. Fue la misma semana en la que Cacho Castaña, en una entrevista en televisión, recuperó el refrán “Si la violación es inevitable, relájate y goza”. También la misma semana en que Oprah Winfrey dejó de rodillas a un público mayoritariamente optimista en el salón del Beverly Hilton de los Golden Globe, cuando dio un discurso en torno al problema de género que seguramente será recordado como el lanzamiento de su candidatura presidencial.
El consejo de Cacho Castaña en esa entrevista buscaba desembocar en un lugar muy desafortunadamente común: hay que aflojar un poco con todo este tema. Al ritmo de la risita de Mariano Iúdica, el cantante dice: “Andá a saber qué piensan las mujeres. Hace años que los poetas antes de Cristo y después de Cristo queremos saber qué tienen en la cabeza, y nunca lo supimos. Entonces, lo que tengan en la cabeza, que hagan lo que quieran muchachos, relájense”. Y luego corona con el refrán de su juventud. Lo curioso es que Iúdica se lamenta por este refrán, diciendo que lo van a sacar de contexto. Si alguien lo sacara de contexto, probablemente le convendría, porque el contexto en el que lo dijo no podría ser peor.
Quisiera explicarle a Cacho que cuando el hombre me seguía, yo lo sentí a mis espaldas, y giré el perfil con disimulo para ver de reojo. Y que este es un gesto que hago todas las semanas, algunos días más de una vez, cuando siento a un hombre caminar atrás mío y estoy sola. Que relajarme no es una opción, porque desde que era una niña que me enseñaron que tenía que estar más atenta al mundo que mis hermanos. Pero que siempre guardo una ambición por relajarme, que fue la que ese día me permitió seguir caminando.
También quisiera explicarle qué pensamos las mujeres, pero para eso él debería volver a nacer, entender que las mujeres no somos una masa de pensamiento sincronizado, y que, en todo caso, las cosas que nos pasan *por* ser mujeres están a la vista; que está invitado a retirarse los anteojos de sol y ver cómo brilla la violencia de género en cada rincón, en cada casa, en cada calle, en cada noche y cada día, en cada espacio de trabajo, en cada sueldo depositado, en cada aborto denunciado. En cada frase.
Todavía me resulta increíble que tengamos que arreglar un problema que no generamos nosotras. Pero si hay algo que aprendí de esta experiencia tan profundamente violenta, es que en la contracara está la fuerza abrumadora de la sororidad. Todas las mujeres que me rodean, sin ninguna excepción, estuvieron a un mensaje de moverse a la puerta de mi casa, de acompañarme a cualquier lugar, de cuidarme mientras durmiera. La mujer policía que me tomó la denuncia tenía lágrimas en los ojos mientras me escuchaba relatar esta pesadilla.
El violador que me atacó la semana pasada no me ganó cuando tomó carrera para agarrarme desde atrás, tampoco me ganó cuando me levantó la pollera y me corrió la bombacha, y definitivamente no me ganó cuando logró meter su mano en lo más íntimo de mi cuerpo. No me ganó, aunque sea más difícil refutar, cuando temblaba a la noche y no podía dormir por el miedo que sentía, inclusive en la comodidad de mi casa, inclusive bajo el cuidado de las personas en las que más confío. Me ganó cuando, después de incorporarme en el piso, las primeras palabras que pude emitir fueron “Qué hijo de puta”. Me ganó cuando me ganó las palabras.
En España tienen una frase que intenta recomponer un poco esa desviación de la lengua: “Ni las putas lo querrían como hijo”. Tal vez haya que retrucarlo y más bien afirmar que las putas, por sobre todas las personas, son quienes menos lo querrían como hijo. Por otro lado, su identidad como hijo no alcanza para correrlo del eje. La responsabilidad recae en él y en toda la cultura que lo apaña, en la televisión, en los medios, en los chistes, en la fama de quienes no se sienten convocados por la responsabilidad social y el sufrimiento ajeno, de quienes sienten pavor por la posibilidad de ver el día en que pierdan todo ese poder desmesurado, construido a partir del detrimento del poder ajeno.
Hace exactamente un año me había tocado hacer una denuncia por hostigamiento. El señor que me tomó la denuncia en esa ocasión, en una Unidad de Orientación y Denuncia, parecía un hombre bienintencionado, de unos 60 años. Cuando terminé de contarle la historia del hostigador, me preguntó: ¿y a vos esto te da miedo? Recuerdo que le pregunté con mucha ingenuidad si no le daría miedo a él. Me miró en silencio y yo se lo devolví. Hay situaciones a las que parecen no acceder las palabras.
Pero hay una parte del discurso de Oprah que me conmueve especialmente. Y es cuando dice que la verdad de cada una de las mujeres está también en cada hombre que elija escuchar. En las palabras se esconde la potencia transformadora que no tienen las manos de los hombres que nos violentan, pero que llegaron ahí, también, por palabras que se repitieron durante mucho tiempo.