Alina nació y se crió en un país donde tener una identidad sexual que se corra de la norma puede ser muy peligroso. Debió escapar y cruzar el océano para poder desarrollar su identidad trans. Hoy es una de las más de tres mil refugiadas que vive en Argentina. Y una de las doscientas personas que accedieron a una cirugía de adecuación genital. Esta es un historia.

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¿Sabrán los médicos, abogados y pacientes que todos los días se reúnen con ella, que esa médica que ahora los atiende y sonríe debió escapar de su país porque corría peligro de muerte? ¿Sospecharán que esa mujer de ambo blanco y acento extranjero es una refugiada que alguna vez tuvo otro nombre, uno que no coincidía con su verdadera identidad de género? ¿Se imaginarán que esa chica de veintipico, voz metálica y melena rubia cruzó el océano, dejó atrás familia, idioma y amigos para poder ser quién es ahora?

Alina, 28 años, nacida y criada en un país frío -que por pedido de ella no se puede nombrar- trabaja como auditora médica en una empresa de la Ciudad de Buenos Aires. Atiende en una oficina chica pero cómoda, con un ventanal que le da toda la luminosidad que puede llegar a un décimo piso rodeado de otros décimos pisos. Un escritorio, una computadora, una silla de espaldas al ventanal, la de Alina, y otras dos de frente. En esas dos se sientan por semana decenas de pacientes, abogados y médicos que tienen historias para contarle a ella. Alina escucha, evalúa y después pasa los informes. Pero ahora, pasada la mitad de un miércoles caluroso, la que contará será ella.

Alina dirá que desde muy chiquita supo que algo no andaba bien con su cuerpo, porque no se correspondía con sus sentimientos. “Cuando tenía 3 años, les dije a mis padres que quería vestirme de nena, quería ser una nena”, recuerda.

El papá aceptó y le compró una casa de muñecas. La mamá, en cambio, quería despertar “la naturaleza masculina” de Alina. “Pero no le salió”, dice ahora ella, tentada de risa, con el pelo rubio sobre los hombros, las manos que juguetean con una lapicera y las uñas rojas ni cortas ni largas. El jean ajustado, las sandalias altas y la camisa blanca que remarca la cintura. Para su mamá, no iba a ser nada fácil.

Pero más difícil iba a ser para Alina desarrollarse como mujer de las puertas de su casa para afuera: no hacía más que abrirla y ese viento tan gélido como conservador le azotaba la cara, el cuerpo, la integridad. Si bien su país no es uno de los 76 en los que está penada la diversidad sexual,  vivía en un lugar donde cualquier persona puede ser arrestada o sufrir una golpiza en la calle apenas por hablar del tema.

En ese sistema de opresión vivió Alina hasta los veintipico. Pasó por la secundaria con más amigas que amigos y con un amor secreto que, a los 16, le partió el corazón. Fue tan intenso como sufrido: “Ni siquiera me notifiqué porque sabía que no habría respuesta del otro lado. Él nunca lo supo”. Alina sufrió “demasiado” cuando ese amor empezó a salir con otra chica. “Vos entendés que no tenés ninguna posibilidad de acercarte y de tener algo y tus emociones te matan. No hay salida”, dice ahora, con cierta melancolía.

Por aquellos años comenzó a vislumbrar la posibilidad de la readecuación genital, pero siempre supo que dentro de esa sociedad no podía ser ella misma. Casi todo a su alrededor le advertía con severidad que debía continuar con la farsa de mantener la apariencia masculina. Menos entre su familia y sus amigos. “Siempre entendí que dentro de esa sociedad era una persona diferente, distinta y estuve muy preparada para el sufrimiento”, dice.

Alina quería ser médica pediatra, pero las autoridades no quisieron firmarle el certificado de admisión. Buscaron conformarla con el ingreso a la Facultad de Medicina general, pero de ninguna manera, por sus “problemas de identidad” iba a poder ser pediatra y estar en contacto con niños.

“Yo empecé una guerra en mi país”, dice. Le mandó una carta al presidente, se contactó con abogados, apeló la negativa. Y lo logró. “Creo que fue por la presión política que, finalmente, me aceptaron”. Pudo cursar la carrera de Pediatría pero, en los tramos finales, le prohibieron realizar las residencias.

“Entendí que no iba a poder desarrollarme ni vivir tranquilamente mi vida en mi país”, dice y detalla: “Cada vez hay más agresiones contra la gente que tiene problemas con su sexualidad. Está cada vez más peligroso y más para personas como yo, que no lo pueden esconder de ninguna manera”.

Insiste en que a ella jamás la agredieron físicamente, pero recuerda casos de gente que sufrió muchísimo: fueron golpeados, humillados, despedidos de sus trabajos y sus estudios. “Te cortan cualquier paso para el desarrollo y adaptación en la sociedad”, asegura.

Alina supo desde fines de la adolescencia que había una única salida: huir. Irse a un lugar donde no solo pudiera ser aceptada e integrada, sino donde fuera posible cumplir su mayor sueño: operarse.

La nueva vida

En 2013, en Argentina hubo 15 casos de extranjeros que pidieron asilo alegando persecución por orientación sexual o identidad de género. En 2014, el año que llegó Alina a Buenos Aires, nuestro país reconoció por primera vez a un refugiado homosexual ruso que había presentado esa solicitud. Desde entonces, no hay un número certero sobre la cantidad de refugiados por este tipo de persecución. Las organizaciones que se ocupan del tema no suelen hacer los casos públicos por seguridad de los refugiados.

Alina primero estuvo en Brasil y luego viajó a la Argentina. De nuestro país la motivó la promulgación de la Ley de Identidad de Género, que permite a las personas trans inscribirse en sus documentos con el nombre y género que eligieron y contempla la posibilidad de seguir tratamientos hormonales y someterse a una cirugía para adecuar el cuerpo a la identidad autopercibida. Esa norma se sancionó en 2012 y cuatro años más tarde ya se habían operado 200 personas.

Con algo de plata ahorrada y con la ayuda de su familia, Alina llegó a Buenos Aires en 2014. Pasó la noche en un hotel y a la mañana siguiente se presentó en la Agencia de la ONU para los Regufiados (ACNUR). Allí se enfrentó con el primer impedimento: el idioma. No había nadie que hablara el suyo. Ella sabía algo de inglés, así que se las arregló para contar su historia.

Alina tenía que que demostrar que no era una simple migrante, sino que necesitaba ser una refugiada. La diferencia entre uno y otro es sustancial: mientras los migrantes se van de sus países de origen por motivos personales, que pueden ser económicos o laborales, la definición de refugiado (según la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951) se refiere a una persona que se encuentra fuera de su país y que no quiere volver por temor fundado a la persecución por razón de raza, religión, nacionalidad, opinión política o pertenencia a un determinado grupo social.

De ACNUR la derivaron a la Comisión Nacional para los Refugiados (CONARE), donde, otra vez, tuvo que contar por qué quería quedarse en Argentina. Aceptaron su solicitud y en tres meses la reconocieron como refugiada. ¿Qué significa eso? Que el Estado argentino le brinda protección y documentación. Alina es, desde entonces, una de las 3222 refugiados que viven aquí.

Lo primero que hizo fue aprender español, en un curso acelerado. Con una residencia temporaria empezó a tramitar la convalidación de su título universitario. Mientras tanto, trabajó como auditora de calidad en un hotel.
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Ser mujer

El cambio “superficial”, lo hizo durante los primeros días en Buenos Aires: se vistió de mujer. Pero el definitivo y más determinante lo tiene marcado y memorizado: el 28 de abril de 2015, Alina se operó.

“Toda mi vida desee operarme, operarme, operarme. Me operé y a la segunda semana me aburrí, porque ya estoy operada y el proyecto mayor de mi vida ya estaba realizado”, dice ahora, entre risas. “Todo lo que hice en mi vida fue para llegar a operarme. Y, te digo más, cuando me operé dije: ‘¿y ahora qué voy a hacer?’.

Para Alina fue rápido y fácil acostumbrarse a su nueva vida. Porque ella siente que sigue siendo la misma. “Yo vivo igual que vivía antes, pero sin una parte de mi cuerpo”, dice y se asombra de no poder contestar cómo un cambio tan trascendental no lo siente. “Yo siempre fui una persona querida para mucha gente. Siempre tuve amigos, no era una sociópata que por su problema no tenía amigos, no se junta con nadie”, detalla.

Alina fue operada un martes y el viernes ya tenía el alta. El miércoles siguiente volvió al trabajo. Jamás tuvo una dificultad ni un dolor fuera de lo normal. Tampoco los tuvo cuando se aumentó el busto.

A pesar de las diferencias de idioma y culturales entre su país de origen y el de refugio, se siente adaptada. “Claro que sufrí discriminación, sobre todo cuando aún no tenía el documento con mi identidad actual”, dice. Peleas, chusmeríos, cruce de miradas, comentarios homofóbicos: nada de eso la doblegó.

Alina habla todos los días con su mamá por Skype. Y, de vez en cuando, recibe la visita de ella y su padre. Tiene muchos amigos y el tiempo libre lo exprime en boliches (“Soy muy fiestona”) y jugando al tenis.

No tiene novio, pero tampoco está sola. “Siempre digo: soltera sí, sola nunca”. Es que, por ahora, tiene la cabeza en otro lado: su desarrollo profesional. De hecho, analiza una propuesta laboral que “no se puede contar”, pero que le aseguraría quedarse en nuestro país una década más, al menos.

“Lo que más me interesa ahora es mi desarrollo laboral”, dice y anhela, en algún momento, ser mamá. Ese es otro de sus grandes sueños. Aunque aún no tiene claro cuándo, cómo ni con quién. Pero lo ansía. Y eso tal vez sea suficiente.

 

*Esta nota fue escrita en el marco de la Beca Cosecha Roja y también será publicada en Diario Popular.-

Imágenes: Wikimedia Commons- Publicidades homofóbicas alrededor del mundo.