Hace algunas semanas atrás el feed de toda red social explotaba con la misma recomendación: ¡Tienen que ver “Nanette”, el especial de Hannah Gadsby en Netflix! En más de una oportunidad la recomendación venía acompañada de profundas reflexiones y floreados reconocimientos en torno a la visibilidad pública que dicho especial genera en torno a la cultura lésbica, a la misoginia en la historia del arte y al funcionamiento del humor, entre muchos otros tópicos igual de importantes. Pasé bastante tiempo leyendo estas críticas y buscando expectante el momento oportuno para poder verlo, empujado por el consejo y la identificación popular que se había generado en torno al especial.
Confesión aguafiesta: No me reí en ningún momento. ¿A alguien le importa? No. Ni a mi me importa, porque con el humor pasa un poco eso. Conectás o no conectás. Cada quien conoce el registro corporal y emocional del humor que le moviliza, por lo que cae de maduro que pueda existir la posibilidad de que no todo nos haga reír de la misma manera. Pero hubo algo que me llamó profundamente la atención y es el valor diferencial que se le reconoce a los momentos más dramáticos desde los cuales Gadsby elige hablar, en su especial de comedia, sobre su historia con distintos episodios de violencia.
Me explico un poco más. Creo que colectivamente reconocemos en el acto de poner en palabras los efectos desiguales del poder sobre nuestros cuerpos sexuados y nuestras historias subjetivas, una corajuda voluntad de transformación. Una acción valiente, vulnerable y riesgosa que promete y desea que nada de aquello que nos ha lastimado vuelva a ocurrir. En ese sentido, el tiempo y la temperatura emocional desde la que Gadsby, como comediante, como mujer, como lesbiana, como gorda elige hablar sobre su propia experiencia, no puede más que convocarnos a una escucha aliada, comprensiva y crítica.
En la fragilidad de su relato nos espejamos quienes crecimos en closets de pueblos pequeños, quienes atravesamos situaciones de violencia sexual, quienes experimentamos los efectos simbólicos de una cultura misógina y heterocentrada. Sin duda en la cercanía que produce es que radica gran parte de la viralidad de su éxito.
Pero aquí, justamente, es donde me permito preguntar sobre la funcionalidad social de nuestra exposición y la representación comercializada de nuestra vulnerabilidad, en una sociedad altamente entrenada para la espectacularización del trauma y la fetichización del daño ajeno. Me pregunto en lo paradójico que resulta que un especial de comedia se destaque por los momentos en los que carece de humor y donde, en su lugar, se privilegia la representación dramática de los rastros de nuestros fracasos. Me pregunto si ese desplazamiento que Gadsby realiza al explicitar su abandono a todo chiste sobre su propia historia, considerándolo denigrante, no se reemplaza por el consumo instrumental de un público masivo que la reduce nuevamente a esa marca deshumanizada que produce la violencia sobre su cuerpo pero desde la incomodidad que infunde la representación del trauma.
Me pregunto si en ese gesto de posicionar la tensión dramática como un lenguaje más verdadero que la risa para dar cuenta de los efectos de la violencia sexual, de la opresión corporal y de las múltiples marcas que produce sistemáticamente una cultura global estructurada por siglos de pensamientos coloniales, misóginos, cisexistas y heterocentrados, no se están reproduciendo lugares comunes que potencialmente pueden restringir la capacidad política para elaborar las marcas de nuestra diferencia. De hecho, si pensamos rápido, la industria del cine y la televisión han ofrecido históricamente un espectro maniqueo y reducido de nuestra representación por un lado reduciéndonos al devenir trágico de nuestra diferencia sexual o explotando la amenaza de nuestro estigma desde el ridículo. Me pregunto también si en ese señalamiento sobre los límites del humor no puede estar funcionando lo que Stella Young, una comediante y activista diverso funcional, también australiana, define como “objetualización inspiracional” para referirse al consumo cosificador que un grupo de personas realiza sobre la diferencia que otro grupo encarna, para su propio beneficio, para su bienestar, para su alivio.
¿Qué quiero decir con todo esto? Cuando terminé de ver el especial no podía dejar de pensar: Es cierto, necesitamos hablar sobre lo que nos duele. Es cierto, necesitamos desbordar las lógicas del orgullo para hablar sobre la violencia histórica hacia nuestras comunidades. Es cierto, necesitamos seguir hablando sobre los efectos corporales del borramiento, el silencio y la invisibilización cultural, como lo hacen desde hace tiempo muchas mujeres y lesbianas comediantes acá, tan cerca nuestro, invitándonos a pensar de qué manera lo hacemos, frente a quiénes, recordándonos cómo se usa nuestro dolor, revisando atentamente a quiénes moviliza, a quiénes le sirve y si son necesarias nuestras heridas para que finalmente otros se eduquen.
No todxs podemos ni debemos encontrar en el humor una respuesta. Eso está claro. Pero me parece interesante desconfiar del éxito social, de las representaciones estratégicas y de esas formas de especulación afectiva que promueven sitios de entretenimiento global como Netflix, cuando abordan relatos y experiencias tan complejas como las que se narran en pasajes de “Nanette”. Pedagogías de la industria cultural que, por cierto, posicionan injustamente al humor como una pantalla simbólica, un lenguaje superficial y un modo de la disipación. Cuando en más de una oportunidad el humor pese a todo, la prepotencia de la risa y el absurdo como refugio ha sido una posibilidad de supervivencia, un modo de contestación y una estrategia política para desactivar la sensación de encierro que producen algunas marcas traumáticas, los límites de la identidad y las expectativas desiguales sobre los sujetos. Me refiero a ese humor que nos ayuda a ser más de lo que se espera de nuestro cuerpo, de nuestra historia, de nuestro pasado, de nuestro sexualidad y nuestro género. Me refiero a ese humor que nos empuja a imaginarnos por fuera de la condescendencia tardía de quienes nunca llegan a tiempo para ayudarnos. Me refiero a ese humor que tuerce los guiones del dolor, repartiendo nuevamente las cartas de la tensión y el alivio. Me refiero a ese humor que no suaviza el daño, a ese otro que nos ayuda a vivir en rebeldía estando lastimados.