Redacción Cosecha Roja* – Desde Río de Janeiro

Joao tiene el torso desnudo, bermudas y ojotas. Está sentado en un banco de madera de dos plazas, delante de la tienda en la que trabajó los últimos quince años vendiendo helados en vasos de cumpleaños. El negocio está vacío. Joao habla un portugués llano: por eso se le entiende.
–O que se recuperou é o respeito –dice el hombre de 64 años, que tiene una hija y tres nietos, para resumir el impacto de la política de pacificación en las favelas cariocas.
El respeto no aparece en la nómina de bondades que el discurso oficial le atribuye al nuevo paradigma de seguridad ciudadana puesto en marcha el 19 de diciembre de 2008 en el Estado de Río de Janeiro, con la pacificación de la favela Santa Marta. Se recupera un territorio y junto con él, se recupera la seguridad, se recupera la libre circulación, se recupera la confianza en la policía. “Las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) en Río de Janeiro no son estrictamente un programa de policía comunitaria, sino de recuperación de territorio. Tienen elementos comunitarios las UPP, pero no son centrales. El foco es la conquista o reconquista de espacios urbanos dominados por el crimen organizado en torno al narcotráfico o las milicias, por medio de las fuerzas policiales y otros órganos públicos”, dice Renato Lima, sociólogo doctorado en la Universidad de San Pablo y secretario general del Fórum Brasileiro de Segurança Pública.

La pacificación consiste en recuperar los morros tomados por las facciones del narcotráfico o las milicias paramilitares, desterritorializándolas. Se hace por etapas: primero, el Batallón de Operaciones Especiales (Bope) rodea la zona y bloquea las salidas. Las primeras ocupaciones fueron marcadas por “ventanas de operaciones”: crímenes o ataques resonantes que propiciaban la incursión de los grupos de choque. Después, el protocolo se afinó y la entrada fue anunciada públicamente por las autoridades unos días antes. El efecto es doble, y también polémico: permite que los peces más gordos huyan, pero también reduce prácticamente a cero el riesgo para los habitantes de que la llegada de los grupos de elite provoque enfrentamientos armados. Los tanques -llamados caveiraos, famosos desde la película Tropa de elite– abren la marcha, seguidos por máquinas removedoras que sacan los autos y grandes piedras atravesados en las calles por los traficantes. La reconquista es literal: al llegar, lo primero que hace la policía es plantar una bandera de Brasil. Los grupos de choque avanzan limpiando los puntos calientes. Hay algunas detenciones, y se decomisan armas y drogas de los aguantaderos. El Bope se queda entre uno y dos meses, según el diagrama del operativo, que varía en cada favela. También fluctúan los policías de las Unidades Pacificadoras. “Llega la UPP, consigue una casa, arma su sede central. Luego se hace el traspaso con un acto al que van el gobernador y sus funcionarios. Ahí empieza la segunda etapa del trabajo”, dice Cristina Tardaguila, periodista del diario O Globo que lleva meses investigando su impacto. La desterritorialización les produce a los narcos un golpe muy duro: fuera de su feudo les resulta muy difícil organizarse. “Eso nos lleva a pensar que nuestros criminales no están organizados. Son unos tipos de pantalón corto y chancletas. Vale: viven en una casa, con cincuenta mujeres, un oasis, pero no tienen cabeza. Sólo mandan en sus equis metros cuadrados”, agrega la periodista.

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La visita a la favela que habita Joao con otras 40.000 almas, es una de las instancias del seminario/taller Seguridad y vida cotidiana en las grandes ciudades de Latinoamérica organizado por la FNPI. Allí,  veinte periodistas discutieron sobre la violencia de sus megalópolis y el impacto en el día a día. Joao y sus padres, una pareja de campesinos del noroeste, llegaron a Rio hace 56 años, cuando era un morro casi virgen coronando la bahía que concentra los barrios más pudientes del sur de la ciudad. Poco después ambos murieron, pero Joao ya nunca se fue. “Yo vi crecer este lugar”, dice con su portugués pausado. Vidigal es la última de las 19 comunidades que han sido “pacificadas” hasta el momento: el BOPE entró en diciembre del año pasado y el 18 de enero de 2012 se retiró dejando inaugurada la sede de la UPP. Joao siente ya su incidencia. “Ahora la policía conoce a los vecinos, y podemos entrar y salir libremente”, asegura.

El barrio no era un lugar que registrara episodios de violencia, pero estaba regulada por los Amigos de los Amigos, un desprendimiento interno de Comando Vermelho, una de las facciones narco más antiguas de Río. Siete años antes, cuando se produjo la ruptura, los pobladores de Vidigal habían permanecido un año como rehenes de su pelea por el territorio. “Hubo una guerra en la que se tiroteaban todos los días”, evoca Joao. Como evidencia, el hombre que antes de poner su tienda imprimió libros durante 33 años en el barrio Botafogo, señala el hoyo que dejó una bala en la puerta de chapa de su local. Una ampliación panorámica revela que están por todos lados: en la cortina metálica del comercio lindante; enfrente, labrada sobre la pared de una casa.

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La esencia del modelo de pacificación de Río fue importado de Medellín. En julio de 2007, ante la inminencia de los Juegos Panamericanos, el gobernador Sergio Cabral y su ministro de Seguridad, José Mariano Beltrame, optaron por una política de shock basada en la intervención de las fuerzas especiales, el Bope. Un operativo en Complejo El Alemão, la favela más populosa -se calcula que viven allí unas 300.000 personas-, terminó en una carnicería con 19 muertos reconocidos oficialmente, y versiones triplican esa cantidad. El costo político para un gobierno regional recién asumido, que había generado ciertas expectativas, fue calamitoso. Cabral y Beltrame viajaron a Medellín. Allí conocieron un modelo de urbanización de los asentamientos, fuerte intervención estética y cultural, que había logrado reducir drásticamente los índices de criminalidad y violencia. “Se dieron cuenta que la fuerza no servía. Que era un desperdicio gastar tanto dinero en algo que no se terminaba nunca”, explica Tardaguila, la periodista brasilera. Volvieron con la idea de urbanizar las favelas e implementar la policía comunitaria.

El impacto que le atribuyen a los tres primeros años del proceso muestran indicadores promisorios: según las estadísticas del Instituto de Seguridad Pública de Río de Janeiro, hubo una reducción del 26% de los homicidios dolosos desde el 2009 hasta el 2011. El Foro de Seguridad que coordina Renato Lima está procesando los datos de un monitoreo parcial. Los resultados se publicarán en mayo. “La expectativa es que vamos a comprobar que se redujeron los índices de criminalidad”, adelanta Lima.

Una de las mayores preocupaciones de los observadores del proceso brasileño, es que suceda en Río lo que el escritor japonés Fukuyama calificó como “el medio milagro de Medellín”: la violencia no fue erradicada, sino que mutó hacia otras dinámicas y organizaciones –especies de pandillas conocidas como bancrims-, y se trasladó a otras comunas. “Después de estudiarlo, llegamos a la conclusión de que era mejor transformar radicalmente algunos territorios que querer abarcarlo todo”, explicó Alonso Zalazar, escritor y ex alcalde de esa ciudad colombiana, artífice del modelo cuando fue secretario de Gobierno entre 2004 y 2006. Aunque no hay cifras oficiales, se calcula que en Río de Janeiro existen unas mil favelas con más de tres millones de habitantes. El gobierno estadual reconoce que hasta 2014 –cuando se lleven a cabo la Copa del Mundo y los Juegos Olímpicos- alcanzarán 45 comunidades pacificadas. Para eso, se necesitarán 12.500 policías formados bajo este nuevo paradigma, que trabajen en los barrios. Por ahora sólo hay 4.000. “Ese es el punto que intriga a todos los periodistas en Río –remarca Cristina Tardaguila-: no hay dinero ni policías con una formación especial suficientes. Entonces, algo se quedará afuera”. Y eso sin contar que El Alemao y Rocinha, las dos más peligrosas que fueron ocupadas el año pasado, aún no cuentan con UPP. En la primera entró el Ejército. En la segunda, después de varios meses, el BOPE aún no se fue.

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Jefferson tiene 25 años y nació en Vidigal. Es empleado de un negocio reciente en la favela: la TV por cable. Sin embargo, para él nada cambió:
–Acá es la misma cosa. Los servicios existían, uno podía moverse para cualquier lado. Sí había facciones, pero nunca hubo violencia.
–¿Pero siete años atrás no hubo muchos enfrentamientos?
–Sí, ¡pero fue hace muchos años!
Antes de la pacificación, la TV y otros servicios estaban regenteados por los narcos. Vía Embratel, la empresa donde Jefferson trabaja, cobra 50 reales la instalación y 30 reales el abono. En el barrio lindero, Leblon –uno de los más exclusivos de Río– el abono es de 80. Ciertos desajustes económicos, después del éxodo de los capos, son reconocidos como falencias que el modelo aún no ha podido solucionar. “El aumento de gastos de los pobladores debido a la especulación inmobiliaria y el aumento de los alquileres, además de la eliminación de las conexiones irregulares de energía y de la televisión por cable y la cobranza de impuestos y documentaciones de los comercios”, explica Jaílson de Souza, creador del Observatorio de Favelas.

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Suenan dos bocinazos: una mototaxi elude una combi de turistas y remonta la calle principal. Otro estrépito. Dos motos más vienen en dirección contraria. Sale dos reales subir, y tres subir y bajar. En cada cuadra hay nuevas formas de religiosidad: El salón do Reino, Testigos de Jehová, la Congregación de Jesús.  Hasta el supermercado tiene una leyenda evangelista. En un paredón se lee: “El Señor cuidará tu entrada y tu salida desde ahora y para siempre”. Tiempos en los que la vida estaba encomendada a Dios.

“La cosa cambió muy poco”, dice Daniel, un gordo simpático que come un helado de palito. Nació en una favela de Copacabana y hace 12 años emigró con su novia a Vidigal. “Sí solucionó la cuestión de la seguridad, pero no la cuestión social”. Daniel tiene un comercio de esmaltes y chucherías: los primeros días de la llegada del BOPE, las ventas bajaron porque el barrio casi no salía de casa, por la incertidumbre de los efectos de la intervención. Poco a poco, la rutina fue volviendo a sus cauces. Ahora tiene algunas expectativas: “Antes de la pacificación, muy poca gente. Con la llegada de los turistas y gente de afuera, las ventas van a aumentar”.

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El sol tortuoso del mediodía llegó a lo más alto y reverbera sobre el Pan de Azúcar. La vista desde los altos de Vidigal hacia Leblon, es una privilegiada metáfora de las capitales de América latina: acá las chozas de concreto y de ladrillos, casi sin resquicio entre una y la otra; allá el mar azul, las playas extensas y hotel Sheraton.

En Vidigal sigue habiendo un solo puesto de salud con tres médicos para 40 mil personas. El agua sube a los tanques por horas. Hay tres escuelas, a la entrada, y dos restaurantes. Pero algo substancial cambió: hace unos meses, en las escuelas se guardaban armas y el puesto de salud curaba a los narcos heridos.

La pacificación es un gran paso, pero hay quienes piden profundizar la inversión en infraestructura social. “El hecho de que se trate de una intervención continua y de tener el enfrentamiento con los grupos criminales como prioridad, hace que todas las demás políticas se vean como una acción complementaria. Y la policía continúa allí, como si estuviesen en un territorio enemigo ocupado. En ese sentido, hay un largo camino por recorrer”, agrega Jailson De Souza. Largo camino que tiene, como mojones en el horizonte, la Copa del Mundo y Los Juegos Olímpicos del 2014.

Fotos: Jorge Eliécer Quintero. El Tiempo, Colombia.

* Una versión reducida de esta nota fue publicada en el semanario Miradas al Sur, de Argentina.