¿Qué hay detrás de la “ciudad maravillosa” que acaba de ser seleccionada sede de los Juegos Olímpicos de 2016? Jon Lee Anderson, uno de los periodistas más audaces del mundo, viajó a Río de Janeiro y logró colarse en las favelas. Lo que encontró es la otra cara, el lado oscuro, del gigante verdeamarelo.
Por Jon Lee Anderson
Iara, mujer delgada, de piel oscura, 31 años, administra la favela de Parque Royal, en Río de Janeiro, para un capo llamado Fernandinho. Se llama a sí misma “subdelegada”. Cuando la conocí, Iara estaba organizando la fiesta de diez años para la más pequeña de sus tres hijas. Llevaba una camiseta, pantalones cortos, sandalias y una gorra de beisbol negra sobre una coleta de caballo. Su camiseta tenía un mensaje en portugués: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del maligno. Juan 17:15.” Se notaba un bulto ahí donde una pistola estaba remetida en sus pantalones.
Iara maneja las “relaciones comunitarias” a nombre de su pandilla, el Terceiro Comando Puro, o Tercer Comando Puro. (Ella la denomina “la empresa”.) Se trata de un puesto nuevo, pero necesario. “Antes había algunos problemas, sobre todo faltas de respeto por parte de los traficantes hacia los lugareños”, me dijo. Iara suele lidiar con los problemas “hablando con la gente”, pero si el problema es grande “se va cuesta arriba”, es decir, al Morro do Dendê, la favela donde vive Fernandinho. El día anterior se había suscitado un problema: “Un hombre que golpeaba a su esposa. Ella quería separarse, él la golpeó.” Iara no detalló cómo se resolvió el problema, pero estaba resuelto.
Caminamos por la favela –un revoltijo de casas apiñadas de lámina y ladrillo sin pintar, marañas enrolladas de cable eléctrico robado, paredes cubiertas de grafiti, y callejones en los que pequeñas tiendas y bares rudimentarios que ofrecen cerveza y cachaza se disputan el espacio con locales de iglesias evangélicas. Parque Royal está construida sobre lo que solía ser un manglar, y la casa de Iara se encuentra en un paseo costero repleto de basura. Hay un penetrante hedor a drenaje, pero nadie parece notarlo. Jóvenes armados y de aspecto rudo, vendedores de droga de la pandilla, custodian los callejones. Iara habló con ellos para que no me hicieran ningún daño.
En su brazo izquierdo, Iara lleva tatuado un escorpión rodeado por las iniciales de su gente más cercana: sus tres hijas, su madre, su hermana, una sobrina y un sobrino. El padre de Iara abandonó a su madre cuando ella tenía un año. Su madre era alcohólica, me dijo, “pero ya no”. Ahora es evangélica. Iara jugaba futbol de pequeña, y era tan buena que llegó a entrenar con profesionales; nombró a un par de jugadores famosos. Incluso había salido en la televisión. Pero su hermano mayor solía golpearla. “Decía que era una lesbiana.”
A los catorce años Iara ingresó a la sección local del Tercer Comando Puro. “Me involucré poco a poco, para defenderme de mi hermano, para ganarme respeto”, me dijo. “Cuando estuve dentro, mi hermano dejó de ser un problema.” El hermano de Iara está ahora en Bangu, una prisión al oeste de Río, adonde son enviados la mayoría de los mafiosos, y donde las pandillas también tienen el control. “Es la sexta vez que está en la cárcel”, dijo Iara. “Vendía droga y era un ladrón.”
La hija mayor de Iara, de catorce años, se acercó a decirle algo. Llevaba una camiseta rosa y pantalones cortos. Una vez que se fue, Iara dijo orgullosa: “Es una buena niña, muy responsable. Hasta me regaña.”
En tanto miembro de la pandilla en Parque Royal, Iara percibe un salario de 500 reales a la semana –cerca de 250 dólares–, así como un porcentaje de la venta de drogas. Suele ganar cerca de 1,000 reales a la semana: “Si el producto es bueno, las ventas son mejores.” Es suficiente para mantener a su familia. “Mi único problema es que soy adicta a la maconha” –la mariguana. Se rió. “Si por mí fuera fumaría sólo cuatro veces al día, pero el problema es que siempre que salgo hay alguien fumándose un churro.”
Iara se “retiró” el año pasado, según me contó. Pero cuando su sucesor resultó baleado, el segundo de Fernandinho –Gilberto Coelho de Oliveira, a quien todo el mundo conoce como Gil– le pidió que regresara a sus tareas, y ella lo hizo. Se dice que Gil, el mejor amigo de Fernandinho desde su infancia, es el más violento de los dos.
Iara no piensa mucho en el futuro. La vida más perfecta que puede imaginarse es “nada más vivir, con mis niñas”.
Después una pausa, Iara reveló que a la edad de su hija mayor, la que recién había yo visto, fue violada. “Yo era muy pequeña, así que cortó mi vagina con un cuchillo”, me dijo. “Me dieron siete puntadas y estuve en el hospital una semana.” Después huyó de casa y se fue a vivir con otro hombre –“el hombre que se convirtió en el padre de mis hijas”. Pero ese hombre consumía demasiada droga, y después de un tiempo lo dejó. Ahora estaba sola.
Le pregunté a Iara si era religiosa. No lo era, me dijo, aunque a veces acompañaba a su tía a una iglesia. Y le gustaba el pastor Sidney, un predicador evangélico local muy popular, “porque habla con todos y, si hay alguien que vaya a ser ejecutado, va y habla con el jefe”, dijo. “Todo el mundo sabe que si existe un problema hay alguien a quién acudir para que lo arregle, y ese es Fernandinho.”
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Parque Royal está situada en Ilha do Governador, la más grande de las islas que salpican la bahía interior de Guanabara. Se le llamó así por un gobernador de la época colonial que fundó ahí una plantación azucarera, aunque hoy día Ilha pertenece a las orillas de la desbordante metrópolis de Río, y se comunica con tierra firme por puentes y autopistas elevadas. El principal aeropuerto de Río, Galeno-Antonio Carlos Jobim Internacional –bautizado en honor del padre de la bossa nova–, está aquí, apretujado junto con una base de la fuerza aérea, una reserva natural, un astillero, algunas plantas petroquímicas y casi medio millón de residentes, de los cuales un veinte por ciento viven en favelas.
En Río las primeras favelas –el nombre proviene de una hierba de rápido crecimiento– datan de los años posteriores a la abolición de la esclavitud en Brasil, en 1888. Los esclavos libertos, sin otro lugar dónde vivir, construyeron casuchas en las laderas de las colinas, o en manglares casi secos. A los ex esclavos se sumaron los antiguos soldados, ahora desempleados y, en fechas más recientes, los desposeídos brasileños del campo, que invadieron la ciudad huyendo de la sequía y la pobreza crónicas. Hace veinte años se decía que había trescientas favelas en Río. Hace diez años el número había aumentado a seiscientas. Nadie sabe exactamente cuántas favelas existen hoy, pero se estima que hay más de mil, y que albergan a unos tres de los catorce millones de personas que habitan en la ciudad.
En Río las favelas flanquean la autopista al aeropuerto y se extienden en la lejanía. En ocasiones, cuando pandillas rivales se enfrentan a muerte en algún lado de la autopista, vuelan balas por los aires. Ha llegado a ocurrir que las pandillas bajen a la autopista para asaltar a los automovilistas. Casi todos los visitantes van directamente del aeropuerto en Ilha a los hoteles costeros de la Zona Sul, un próspero sector en el sur de la ciudad, en el extremo de las montañas del Parque Nacional Tijuca. Pero también en la Zona Sul hay favelas; no hay forma de escapar por completo de la miseria de Río.
Siguiendo un patrón que se repite por toda la ciudad, los residentes de Ilha viven bajo la autoridad de facto de un capo y su ejército privado. Fernandinho es un vendedor de droga de 31 años cuyo nombre completo es Fernando Gomes de Freitas. En Ilha hay dieciocho favelas, y Morro do Dendê, la colina cubierta de casuchas donde él vive, es la más grande, incluso una de las más grandes de la ciudad. Fernandinho controla todas excepto una de las favelas de Ilha en nombre del Tercer Comando Puro. Además de administrar el narcotráfico de Ilha, recibe comisiones –es decir, dinero a cambio de protección– de comercios legales como compañías de autobuses, operadores de cable y proveedores de gas. En 2007 la policía calculó que Fernandinho ganaba cerca de tres mil dólares mensuales por concepto de droga, pero especuló que sus otras fuentes de ingresos podrían opacar por mucho esta cifra. Fernandinho impone su gobierno y reparte justicia sumaria a través de una pandilla armada. Él es un fugitivo, uno de los criminales más buscados de Río. En una orden policiaca se le describe como “jefe del Morro do Dendê / Ilha do Governador, armado y peligroso, capaz de asesinar a cualquiera que no esté de acuerdo con él o que desobedezca sus órdenes”. Sus otros alias son Lopes, Cebolinha (cebollita), el León y Fernandinho Guarabu –por la favela en que nació. Su padre fue un albañil y un alcohólico que maltrataba a su mujer y a su hijo. Ahora está muerto. La madre de Fernandinho trabaja como cajera y se dice que ha rechazado el dinero del hijo.
Pese a las famosas órdenes de aprehensión, Fernandinho vive abiertamente en Morro do Dendê, donde básicamente se esconde a plena vista. Fue hace cinco años cuando Fernandinho tomó el control de Ilha, después de que su antecesor, un importante capo de nombre Bizulai, a quien agradaba y quien lo había nombrado su lugarteniente, fuera baleado a muerte por la policía militar. La policía ha realizado varios operativos de alto nivel para capturar o matar a Fernandinho. En noviembre de 2005 la policía llevó a cabo una redada en la favela, en la víspera de una fiesta que Fernandinho había preparado para celebrar su cumpleaños número veintisiete y la apertura de una alberca comunitaria que él mismo había mandado construir. La policía no atrapó a Fernandinho, pero confiscó diez mil latas de cerveza. Intentaron de nuevo en 2007, cuando Fernandinho organizó otra fiesta, esta vez para celebrar el arresto de su archienemigo, Marcelo Soares de Medeiros, conocido como Marcelo PQD (las letras son la abreviatura de pára-quedista, “paracaidista del ejército”). Fernandinho escapó; la policía encontró un pastel de metro y medio decorado con el Salmo 23, escrito con betún. También encontraron una efigie de Marcelo PQD, vestido con pantaletas rojas, colgado de un poste de luz.
Marcelo PQD fue alguna vez jefe del Morro do Dendê. Pero, tras cumplir una condena en Bangu, perdió su puesto y cambió de bando, uniéndose a una pandilla llamada Comando Vermelho, o Comando Rojo. Había intentado matar a Fernandinho y recuperar el control de la favela.
El Tercer Comando Puro nació como una facción escindida del Comando Rojo, el cártel más viejo y poderoso de Río. Surgió de un grupo de prisioneros formado en 1979, cuando los criminales comunes y los radicales políticos eran mantenidos juntos en la prisión Cândido Mendes, en Ilha Grande, en el mar al oeste de Río. Cândido Mendes era la Isla del Diablo de Brasil, el lugar donde la dictadura militar del país, que gobernó de 1964 a 1985, encerró a los guerrilleros que no había matado. Han pasado más de veinte años desde la reinstauración de la democracia en Brasil, y ya no hay ninguna guerrilla marxista, aunque varios de los viejos guerrilleros aún tienen puestos en el gobierno del presidente Luiz Inácio Lula da Silva.
Los fundadores del Comando Rojo aprendieron un poco de organización y unas cuantas ideas sociales de sus compañeros de celda. Incluso adoptaron el lema “Paz, Justicia y Libertad”, que la pandilla aún mantiene. Pero, para mediados de la década de los ochenta, el Comando Rojo y sus filiales habían abandonado cualquier pretensión política que sus líderes pudieran haber tenido. Las pandillas, hoy, son organizaciones puramente criminales: existen para vender drogas a sus compatriotas brasileños.
A diferencia de los cárteles de la droga dedicados a la exportación en Colombia y México, los bandidos de Río son importadores al por mayor –de cocaína de Bolivia, Perú y Colombia, y mariguana de Paraguay–, así como gerentes de sus propias redes de distribución al por menor. Al menos cien mil personas trabajan para las pandillas de la droga en Río, en una estructura jerárquica que imita el mundo de las grandes corporaciones: jefes de favelas que son gerentes gerais, o gerentes generales; sus segundos o subgerentes; y los jefes de pandillas, los donos, o “dueños”.
Cuando visité otra favela, en una colina al norte de Río, una mujer que llamaré Cicliade, administradora de una ONG con financiamiento privado y que maneja un pequeño centro comunitario, me dijo que el Tercer Comando Puro controla la cima de la colina, pero que las laderas son territorio del Comando Rojo. (Hubo un intercambio de disparos de armas automáticas al inicio de mi visita, algo que ocurre a diario, según me informó.) “El camino hacia arriba es del Comando Rojo”, me dijo. “Aquí arriba, nunca podemos vestirnos de rojo. Si ves a un hincha del Flamengo con una de sus camisetas [el Flamengo es uno de los equipos de futbol más populares de Río] sus colores son rojo y negro; eso está bien, pero nunca puedes vestirte sólo de rojo.” Cicliade señaló su propio vestido, de fiable color negro. Una vez, me contó, una niña subió la colina con ropa color rojo. “No la mataron porque era una cristiana evangélica, pero le cortaron la ropa.” El año pasado, en otro incidente, los traficantes le arrancaron las uñas a otra niña porque tenían barniz rojo. “Así que aquí ya no usamos barniz para las uñas”, me dijo Cicliade. El jefe de pandilla de la cima de la colina es egresado de la clase de computación del centro comunitario, agregó Cicliade, así que sus hombres normalmente la dejan hacer su trabajo.
El Estado está prácticamente ausente en las favelas. Las pandillas de la droga imponen sus propios sistemas de justicia, leyes y orden, además de impuestos –todo por la fuerza de las armas. Un mercado negro de armamento procedente de otros países ha alimentado un nivel de violencia pasmoso. Al igual que en México, muchas de las armas ilegales de Brasil llegan de Estados Unidos; pero en años recientes han comenzado a aparecer armas rusas, y armas cada vez más poderosas. Los mafiosos de Río han sido atrapados con metralletas de uso militar y armamento antiaéreo. Los rifles semiautomáticos de asalto y las granadas de mano son lugar común. El póster para la búsqueda de Fernandinho advierte que este posee “una ametralladora Madsen” (que dispara quinientas rondas por minuto).
Río de Janeiro es la ciudad que ocupa el primer lugar a nivel mundial en “muertes violentas intencionales”. Según sus funcionarios, el año pasado se registraron cerca de 5,000 asesinatos, la mitad de ellos relacionados con las pandillas de la droga. (Las cifras no incluyen incidentes como “violación resultante en defunción” o “disturbios resultantes en defunción”.) Fueron asesinados veintidós policías. Por su parte, la policía de Río mata más gente que la policía en cualquier otro lugar del mundo; en 2008 reconocieron haber matado a 1,188 personas que “se resistieron a la detención”, es decir, poco más de tres personas al día. En comparación, la policía estadounidense mató a 371 personas –clasificadas como “homicidios justificables”– en todo Estados Unidos en el mismo periodo de tiempo. Se piensa que las “balas perdidas” matan o hieren al menos a una persona cada día. Basta un simple cálculo para anotar que la seguridad pública en Río de Janeiro es un desastre.
“Río es una de las muy pocas ciudades del mundo donde tienes zonas enteras controladas por fuerzas armadas que no pertenecen al Estado”, afirma Alfredo Sirkis, un importante político de Río que es también un ex guerrillero. “Cualquier pandilla de la droga en la favela más pequeña de Río tiene hoy más armas de las que nosotros tuvimos”, agregó Sirkis. “Nosotros teníamos básicamente un rifle, dos metralletas y un par de granadas. Y con eso poníamos al Estado a nuestra merced.” Negó con la cabeza. “Pero ya nadie quiere hacer la revolución. Lo que esta gente armada quiere hoy es su tajada instantánea de la cultura del consumo. Es tan infantil, tan moralmente infantil, y además matan niños, como un juego de guerra entre niños.” Si alguna vez adquirieran una ideología, podrían amenazar al Estado, dijo. “Pero por ahora son un grupo totalmente entrópico y anárquico de jóvenes que han descubierto cómo obtener lo que quieren, que es básicamente ropa, coches y respeto.”
A decir verdad, lo sucedido en Río se puede aplicar, en distintos grados, a toda América Latina, sobre todo a México, Guatemala, El Salvador y Colombia. Dos décadas después de la caída del comunismo, las guerrillas marxistas de la región desaparecieron, sólo para ser sustituidas por los violentos cárteles de la droga.
Sirkis, que cumple su cuarto periodo en el municipio de la ciudad de Río, es un hombre larguirucho de 58 años con una mata de cabello claro. Sus padres fueron judíos polacos que emigraron a Brasil tras sobrevivir al Holocausto. Sirkis nació en Río. A finales de los años sesenta, siendo un estudiante, se unió a la Vanguardia Popular Revolucionaria, un grupo guerrillero urbano. Sirkis robó varios bancos y, en incidentes separados, ayudó a secuestrar a los embajadores de Suiza y Alemania en Brasil. (Los diplomáticos fueron liberados sanos y salvos después de que el régimen militar accediera a liberar a un total de 110 prisioneros políticos.) En 1971, mientras sus camaradas eran cazados y asesinados, Sirkis huyó del país. Pasó casi nueve años en el exilio, en Santiago, Buenos Aires, París y Lisboa, y regresó después de que los militares declararan la amnistía. Sirkis continuó repudiando la violencia política en un libro muy exitoso, Os Carbonários, publicado en 1980. Ahora es un activista ambiental y líder del Partido Verde de Brasil, bajo cuyo estandarte se postuló para la presidencia en 1998.
El 10 de julio uno de los mejores amigos del hijo de Sirkis, un universitario de veintidós años, fue asesinado en Río. Su cuerpo fue encontrado en un taxi; habían disparado contra él y el chofer; los tenis del estudiante habían desaparecido. Sirkis escribió una carta sombría a un editor en la que señalaba que este era un acontecimiento de tal banalidad que ni siquiera había merecido una crónica noticiosa. Me dijo: “El porcentaje de crímenes resueltos aquí en Río es ridículo: 99 por ciento de los homicidios nunca se resuelven.” Parte de la culpa la tiene la “cultura de lo políticamente correcto” en Brasil. “Puras palabras escandinavas en una realidad iraquí. Río es completamente esquizofrénico. Todo el mundo es muy políticamente correcto, toda esta violencia se ve como producto de alguna injusticia. Y, al mismo tiempo, les gustaría ver las favelas pulverizadas, a la Buck Rogers, con un Desintegrador.”
Sirkis compara el crecimiento de la cultura pandillera de Río con el atractivo que tiene Al Qaeda para los jóvenes sin voz ni voto en las sociedades musulmanas. “Se trata de una cultura que permite la constante reproducción de reclutas cada vez más jóvenes”, me dijo. “Es una especie de autoafirmación. Tienes una situación social que genera un cierto tipo de persona, un ejemplo que es emulado por los chicos jóvenes, y ese ejemplo es un traficante con su AR-15 y sus zapatos Nike. Es una forma de volverse hombre. Las chicas lo miran y él pelea contra sus enemigos, que son jóvenes igual que él. Esto les da un sentimiento de filiación.”
Cada año los mafiosos se vuelven más jóvenes; hoy algunos tienen diez años. Es “como un fenómeno medieval, feudalismo y guerra de señores sin ningún otro propósito que el de vivir en el día a día”, me dijo Sirkis. “Es una insurgencia de baja intensidad, y sin ideología.”
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Poco después de que Fernandinho tomara control de Ilha, él y Gil –ambos se denominan a sí mismos la “pandilla LG” (por sus sobrenombres, Lopes y Gil)– comenzaron a aparecer en los titulares de los periódicos de Río. A la generación de bandidos de Fernandinho le gustan las fiestas. Los jefes de las pandillas son grandes promotores del funk carioca, o gangsta rap brasileño. Los fines de semana organizan bailes funk, fiestas callejeras a las que asisten jóvenes de fuera de la favela –de o asfalto, “el asfalto”, como se conoce a las zonas legalmente constituidas de la ciudad– y en las que contratan a dj’s. Los jefes proporcionan cerveza y venden drogas, sobre todo cocaína y mariguana, en grandes cantidades. Fernandinho ha sido filmado festejando con sus “soldados”, bebiendo, cantando y alardeando sobre cómo ha acabado con sus enemigos. En un baile funk de 2005 se le ve rapeando:
Amárralo, derríbalo,
sigue y muele a este marica.
Trae el hacha afilada,
mándalo al Infierno.
Ahora verás,
LG no tiene piedad.
Dale con el hacha,
será un tullido.
¿Por qué cantaste, marica?
Otro video, de 2005, muestra a Fernandinho en una fiesta, rapeando en el micrófono:
Estoy lleno de odio.
Soy bueno, pero no collón.
Les digo a todos que no soy malo con los de aquí, no.
Odio a Chorrão, PQD y Noquinha.
Si te pones de su lado, te cortaré en pedacitos.
Puedes ir con el tipo equivocado, pero cuando te descubra, el León te comerá.
La primera orden de aprehensión por homicidio en contra de Fernandinho fue expedida ese mismo año. En Praia da Rosa, una favela cercana, se encontraron dos cuerpos desmembrados. Las víctimas eran socios de Noquinha –el rival que Fernandinho mencionaba en su rap. Los miembros de la pandilla de Fernandinho eran los principales sospechosos del asesinato de un policía, frente a decenas de testigos, en una celebración religiosa en 2007, y de la decapitación de un hombre de Dendê unos meses después. (Su pecado había sido asistir a un baile funk de una favela rival.) Y había más. Un residente me dijo que en Praia da Rosa los esbirros de Fernandinho eran conocidos como os açougueiros: “los carniceros”. “Se encargan de los cuerpos de las personas que matan destazándolos y arrojándolos a la bahía”, me dijo aquel hombre. “Los cangrejos se los comen.”
En un operativo especial en marzo de 2008 unos cien policías armados, respaldados por dos helicópteros de combate y un tanque blindado, fueron tras Fernandinho. Hubo una balacera; cinco hombres de Fernandinho fueron acorralados en una casa; varios resultaron heridos o fueron arrestados. La policía dijo que Fernandinho había recibido un impacto de bala, pero que había escapado saltando de azotea en azotea.
A partir de los informes sobre Fernandinho –sus extravagancias publicitarias, su inclinación por desmembrar a sus enemigos, sus escapes al estilo de La pimpinela escarlata– comenzó a gestarse una cierta mitología. Luego hubo una noticia: Fernandinho había encontrado la religión. El 20 de agosto de 2007 un titular del tabloide de Río Meia Hora decía: “MATÓN DECAPITA A QUIENES NO SIGUEN SUS REGLAS” y, debajo, “Fernandinho Guarabu, el jefe de Dendê, usa una hacha para ejecutar a sus víctimas. El traficante evangélico prohíbe incluso la macumba en la favela.” (Macumba se refiere a una de las religiones de origen africano en el país, junto con umbanda y candomblé, que los evangélicos estrictos consideran poco más que brujería.) Ese mismo día, en el periódico O Dia, apareció este reportaje: “Pese a la violencia [de Fernandinho], la ‘palabra de Dios’ siempre debe ser propagada, a veces de forma radical. Guarabu ha prohibido supuestamente los rituales de umbanda y candomblé, así como las sesiones espiritistas. Diariamente, a las 6 p.m., la plegaria de un pastor resuena en los estrechos callejones.”
Sucedió que Fernandinho se había hecho amigo del pastor Sidney, y había vuelto a nacer. El capo se abocaba a su nueva fe con gran entusiasmo. En uno de sus antebrazos llevaba “Jesús Cristo” tatuado en grandes caracteres, y el Morro do Dendê pronto se cubrió de nuevos grafitis religiosos. La alberca comunitaria que había construido tenía ahora un letrero por encima que decía “ESTO PERTENECE A JESUCRISTO”. Además, se dice que Fernandinho ordenó a sus hombres no cometer crímenes “violentos”, como robo de auto con violencia, robo a mano armada y asesinato, aunque podían vender drogas.
Leslie Leitão, el principal reportero de crimen de O Dia, es autor de la mayor parte de las notas sobre Fernandinho publicadas en dicho periódico. Lo fui a ver a las oficinas del diario. Leitão, un hombre amigable e hiperquinético de 32 años –la misma edad que Fernandinho–, me explicó que a menudo encuentra pistas en la red social más popular de Brasil, Orkut, pistas que, según me dijo, la policía también sigue. Muchos miembros de las pandillas suben noticias, videos y fotografías de sí mismos en Orkut. La novia de un famoso traficante sube chismes y fotos reveladoras de sí misma. Leitão nunca ha ido al Morro do Dendê. Habla con Fernandinho por teléfono. “Claro, él niega las cosas que he escrito sobre él”, me dijo Leitão. “Pero es muy amigable, y parece entender que yo sólo estoy haciendo mi trabajo.”
Los periodistas brasileños sencillamente dejaron de entrar a las favelas después de que Tim Lopes, un reconocido reportero de la cadena de televisión O Globo, despareció en 2002, tras llevar una cámara escondida a un baile funk en una favela. Varios días más tarde la policía encontró lo que quedaba del cuerpo de Lopes. Había sido torturado hasta la muerte –golpeado, luego cortado en pedazos con una espada de samurái y finalmente quemado– por un jefe de pandilla del Comando Rojo y sus hombres.
Para los periodistas hay muchos peligros. El año pasado un par de reporteros de O Dia y su chofer fueron secuestrados y torturados por varias horas dentro de una favela. Sus torturadores, que fueron detenidos más tarde, resultaron ser policías, miembros de una “milicia” de patrulla ciudadana. Desde hace casi una década, los policías y los bomberos formaron estas milicias para atacar a las pandillas de la droga asesinando a sus miembros hasta borrarlos del mapa. Al menos cien favelas de Río están ahora en manos de estas milicias, que se han convertido en pandillas por derecho propio. (Me reuní con un miliciano de nombre Silva en una favela que él mismo ayudó a controlar cerca de la Cidade de Deus –la Ciudad de Dios– y le pregunté si existía el peligro de que las milicias se convirtieran en mafias. “Ya son mafias”, me dijo. Pero afirmó que no vendían drogas. La especialidad de Silva, me dijeron, era “desaparecer cuerpos”.) La única favela de Ilha que no domina Fernandinho, justo fuera de la base de la fuerza aérea, está controlada por una milicia.
“Hoy, si vives en el Morro do Dendê, dependes de Fernandinho”, me dijo Leitão. “Si lo arrestan mañana, Gil, su número dos, tomará las riendas. ¿Cuánto tiempo estará aquí?, ¿diez años? Cuando mucho.”
Leitão no sabía si la fe de Fernandinho era genuina o si sólo intentaba crearse una nueva imagen pública: “Podría ser cualquiera de las dos cosas.”
Para saber más sobre Fernandinho, me reuní con un ex vendedor de drogas llamado Washington Luiz Oliveira Rimas, también conocido como Feijão (“Frijol”). Feijão, un hombre negro, bajito, rechoncho, de 33 años, que llevaba ropa Nike de color azul eléctrico y una cadena de oro, había sido chefe, jefe de una favela, para el Tercer Comando Puro, pero se había “retirado” y había tratado de reinventarse como constructor. Sin embargo, la policía aún lo buscaba y en 2006 fue arrestado bajo el cargo de robo de armas de uso exclusivo del ejército. Feijão gastó la mayor parte de sus ahorros en su defensa y fue liberado después de pasar un mes en prisión. Consideró volver a “la vida”, pero la ejecución de un amigo cercano a manos de la policía lo disuadió. Feijão trabaja ahora para una ONG poco común, AfroReggae, una agrupación que intenta mediar entre el Estado y las pandillas, y que además promueve a una banda musical.
Feijão me dijo que conoce a Fernandinho desde hace años. “Fernandinho, ¡es un maluco!” –un loco–, afirmó. “Fernandinho es salvaje. Está chiflado. Fuma y bebe demasiado. Festeja demasiado. El problema es que Fernandinho es muy buscado por la policía. Tiene su lado bueno, pero también tiene su lado brutal. Mató a mucha gente y dejó sus cuerpos en las calles, y llegó a estar en los periódicos: hay fotos de él bailando con una pistola al hombro. Tiene un montón de armas allá arriba, y coches robados.” Feijão continuó: “Y la cosa es que aquí, si haces un montón de tonterías, sí van a venir por ti. Y si [Fernandinho] cae, no va a poder salir.”
Le pregunté a Feijão si pensaba que la tan publicitada renovación religiosa de Fernandinho era real. Reflexionó y dijo: “Creo que sí cree, porque en esta vida pronto te das cuenta de que el único que no te traiciona es Dios.”
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El pastor Sidney Espino dos Santos, el responsable de la conversión de Fernandinho (según me dijeron), vive en Parque Royal, a unas cuantas calles de donde vive Iara con sus hijas. Su casa es modesta y bien cuidada, una construcción de dos pisos en una calle de terracería. El pastor Sidney, un hombre negro, bajito y fornido, con la cabeza rapada, me recibió con cautelosa cortesía, y me invitó a pasar y sentarme en la terraza del segundo piso. Llevaba pantalones negros, una camisa beige bien planchada y una corbata a rayas, y tenía un físico consistente que no esperaba encontrar en un predicador.
Había sido católico hasta los veintiún años, me contó, y luego se volvió evangélico protestante. Cuando le pregunté qué había ocasionado su conversión, miró hacia otro lado. Dijo que había tocado música en una banda, que había salido con “muchas mujeres” y que había estado “abrumado por la ansiedad y la depresión”. El pastor Sidney tiene ahora 35 años, y lleva casado quince. Él y su esposa tienen tres hijos. El pastor también había sido paracaidista del ejército y, durante la mayor parte de los últimos doce años, había trabajado en plataformas petroleras en mar abierto, como supervisor de cubierta. Había estado en Angola varias veces, dijo, y también en Trinidad y Tobago. Su último trabajo había terminado hacía dos años, después de que tuvo algunos problemas con un compañero de trabajo estadounidense.
El pastor Sidney me explicó que había conocido a Fernandinho en 2007, cuando algunos líderes de la comunidad lo fueron a buscar. Se habían registrado una serie de balaceras en las que estaban involucrados Fernandinho y sus rivales –gente asociada con Marcelo PQD. “Esto era como una zona de guerra”, dijo el pastor Sidney. “Era muy peligroso, y la comunidad estaba asustada.” Él ya había predicado en algunos de los barrios más bravos de Ilha, y esto le había granjeado cierto respeto. “Trabajaba entre los traficantes. Salía y rezaba en las calles. Yo me acerco a todos de la misma forma, como si estuvieran poseídos por demonios, y descubrí que lo aceptaban, porque hay algo sobrenatural en ello. Sin embargo, había evitado a Fernandinho. Había escuchado cosas de él que no me gustaban.”
Finalmente, “Fernandinho vino él mismo a mí. Me vio predicando. Vio a la gente que caía al suelo. Y me pidió una plegaria”.
En los últimos años las sectas protestantes evangélicas han hecho incursiones sorprendentes en Brasil –un territorio tradicionalmente católico. En algunas favelas de Río hay veintenas de pequeñas iglesias donde, noche tras noche, el Señor es alabado entre gritos y música amplificada. En la iglesia del pastor Sidney, la Igreja Assembléia de Deus Ministerio Monte Sinai, él y sus diáconos, entre quienes se encuentran varios ex mafiosos, cantan y tocan instrumentos, creando una barrera de sonido que mezcla el ska y el hip hop con el rock de gospel brasileño. Los parroquianos bailan, entran en estados de trance y caen al suelo como si exorcizaran sus demonios.
El pastor Sidney me explicó cómo es que puede ver a los demonios: “La gente poseída tiende a ver a un punto fijo y hay un cierto frío a su alrededor; sus ojos no parpadean. Las personas mismas están ausentes.” Cada vez que las ve, “le pido a Jesús que las tome, y los ángeles vienen y les arrancan el demonio”. También ayuda, me dijo, invocar el nombre del Señor. “La fe tradicional te ayuda a centrarte, lo mismo que las demostraciones del poder de Dios.”
Le dije al pastor que había escuchado decir que Fernandinho había dejado de matar gracias a su influencia. El pastor Sidney se mostró escéptico. ¿Pensaba que Fernandinho realmente creía en Dios? “Sólo Dios sabe lo que hay en el corazón de un hombre”, me contestó. “Pero en mi opinión Fernandinho está lejos de aceptar a Dios. Se conmovió un poco, cambió un poco si lo comparamos con lo que era antes. Usa menos la violencia, redujo sus matanzas considerablemente, es cierto. Antes bajaban desde Dendê y robaban casas y coches; ahora eso está prohibido. Ahora sus hombres casi sólo venden drogas.”
Pero las cosas entre él y Fernandinho se habían deteriorado en los últimos años, afirmó. “Nos gusta Fernandinho, pero queremos alejarnos de él para que vea lo que le rodea, para que vea dónde está parado.” Algunos hombres habían sido ejecutados unas semanas antes. “Las muertes me hicieron sentir ofendido”, me dijo el pastor. “Así que ahora estoy harto de ir al Morro do Dendê. Ahora, cuando subo, sólo voy entre la gente de la comunidad. Ya no estoy tratando de convertir a los traficantes. Rezo por ellos sólo si me buscan.” El pastor también estaba molesto por la aparición de algunos evangélicos rivales que se habían congraciado con Fernandinho. “Le están diciendo lo que quiere oír, no lo que necesita oír.” (Una semana antes una redada policiaca en Praia da Rosa había dado con una mochila que contenía un rifle y munición; la mochila estaba escondida en una guardería dentro de otra iglesia de Pentecostés.)
Le pregunté al pastor Sidney si, pese a las tensiones entre ellos, podría aún presentarme a Fernandinho. Frunció el cejo. No quería ver a Fernandinho aún, me dijo, pero me llevaría al Morro do Dendê y haría las presentaciones necesarias. El resto dependía de mí.
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Una noche, mientras esperaba para ver a Fernandinho, manejé por los suburbios del norte de la ciudad con un hombre al que llamaré Célio, un ex comando de las Fuerzas Especiales. Célio trabaja para una unidad del departamento de bomberos que recoge los cadáveres de las calles en un vehículo llamado Ravecão. (Más tarde, Célio me dio las cifras del Ravecão para ese día: 48 cuerpos recogidos.)
Manejamos hacia un barrio donde las calles pavimentadas de Río se convierten en terracería. Ahí encontramos a un par de hombres uniformados bajo una farola, sacando un cuerpo de la cajuela de un coche con dificultad: había entrado en rígor mortis. Un coche con varios hombres y mujeres dentro avanzaba detrás de nosotros. Era la familia del hombre muerto. Una mujer bajó e identificó el cadáver. El muerto era un joven que llevaba sólo unos calzoncillos rojos. Cuando levantaron su cuerpo, un chorro de sangre describió un arco de unos dos metros y medio en el aire, el chorro salió de un orificio de bala en su espalda, quizás en su pulmón. Se habían disparado más balas contra su cráneo. Sus pies y manos estaban atados detrás de su espalda, apretados, con una tira de plástico. Había sido ejecutado unas tres horas antes.
A juzgar por su apariencia y por la forma en que fue asesinado, el hombre muerto podría haber sido un vendedor de droga. Sus verdugos podían ser lo mismo miembros de los escuadrones de la muerte organizados por policías y bomberos –los colegas de Célio– u otros traficantes.
Un integrante de la policía civil de Río, Beto, admitió tranquilamente ante mí que la policía ejecutaba a los criminales. Extendió sus manos en actitud de súplica. “¡Es que somos hombres!”, dijo. “Tenemos sentimientos, ¿sabe? Y estos tipos disparan contra nosotros. A veces he salvado vidas. Una vez vi a uno de mis amigos [Beto imitó los movimientos de un policía a punto de ejecutar a alguien] y dije: ‘No lo hagas. Déjalo. Vámonos.’ Pero otras veces no he podido hacer eso. Y, honestamente, hay veces en que no quieres, en que no te importa.”
En un paseo por la ciudad durante el día Beto mantuvo su pistola desenfundada entre las piernas. Su placa policiaca era su “certificado de muerte”, ya que si los miembros de una pandilla la encontraban, lo matarían. Los pandilleros consideran que los diez mil policías civiles de Río no son mejores que los cuarenta mil policías militares. “Los policías militares son más que nada inexpertos y malos; son corruptos, son ellos mismos criminales”, me dijo Beto. “Los mafiosos los matan sin dudar.” En su caso, dijo, “podrían dudar un minuto, pero de todos modos me matarían.”
En marzo de 2005 veintinueve civiles fueron asesinados por policías fuera de turno en un barrio pobre al norte de Río. La policía perpetró la masacre para protestar por el arresto de otros policías, quienes, a su vez, habían sido filmados tirando los cuerpos de varios hombres que habían asesinado. La policía también ha sido blanco de asaltos coordinados. En diciembre de 2006 los líderes del Comando Rojo ordenaron a sus esbirros entrar a la ciudad a sembrar el caos. Las estaciones de policía fueron atacadas con armas automáticas y granadas; una decena de autobuses urbanos fueron incendiados. Murieron al menos diecinueve personas.
Alfredo Sirkis, el secretario municipal, me dijo: “Las pandillas le pagan a la policía para que esta las proteja en las favelas, y si no les pagan, los policías van y matan a todo el mundo y le dejan las operaciones a otra pandilla. La policía tiene una alianza de exterminio con las pandillas.”
El problema, según Sirkis, es que a la policía no se le paga lo suficiente. “Cada policía, sin excepción, tiene un segundo trabajo”, me dijo. “Los policías trabajan en turnos de 24 por 72 horas, de manera que no hay continuidad, no hay una rutina profesional. No se hacen rondas a pie, no hay contacto con la población civil, sólo andan por ahí en patrullas. El 70 por ciento de los policías que son asesinados en Río mueren fuera de su turno. ¿Qué te dice esto?”
Hace treinta años, afirmó Sirkis, “los bandidos no solían matar a un policía. Y, si lo hacían, no se escapaban del castigo. Ahora la policía ha perdido toda dignidad, y los policías son vistos como rivales en el mismo negocio, así que los bandidos los matan”.
Lo primero que hay que hacer, dijo Sirkis, “es terminar con el control de las pandillas de la droga sobre el territorio de la ciudad. Hay que volver a la situación de las ciudades en todo el mundo, a que se venda droga en las esquinas, pero sin que las pandillas tengan el control de los territorios. Esto es posible, pero sólo puede llevarse a cabo mejorando la policía”.
En julio hablé con el nuevo jefe de la policía civil de Río, Allan Turnowski. Le pregunté si la situación de la seguridad en Río era calamitosa. “¿Calamitosa?”, dijo. “No. Si lo fuera, no habría forma de solucionarlo. Y sí podemos. Esto todavía no es Bagdad ni México. Tenemos la capacidad para controlar cualquier parte de la ciudad que queramos. El problema es que no podemos quedarnos a terminar el trabajo.” Turnowski me habló entusiasta sobre una campaña para combatir a las milicias vinculadas a la policía; sobre sus planes para aumentar el número de efectivos policiacos; y sobre la esperanza de mejorar el entrenamiento y los salarios. Mencionó una favela recientemente purgada y cercada, Santa Marta, donde el gobierno ha invertido en infraestructura, como un modelo para el futuro. Señalé que Santa Marta era sólo una favela, y que había otras mil o más aún desatendidas. Turnowski asintió y dijo: “Llevará tiempo.”
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El pastor Sidney me guió hasta su coche, un viejo Chevrolet Meriva. Manejamos a través de las calles de Ilha. Después de dar vuelta en una calle residencial, llegamos a una esquina oscura de una favela. El pastor había encendido las luces interiores y había bajado todas las ventanas para que nos pudieran ver. En el primer cruce unos jovencitos con pistolas y rifles de asalto nos bloquearon el paso. Llevaban gorras de beisbol y camisetas con logotipos deportivos, pantalones de surf y sandalias de plástico. Se acercaron a la ventana y, al reconocer al pastor, levantaron los pulgares como signo de aprobación.
A continuación vino un ritual curioso. Uno tras otro, cada pistolero entregó su arma a un camarada y vino hacia la ventanilla abierta del pastor. Cada uno se paró ahí, con las manos a los costados y los ojos cerrados y, mientras el pastor Sidney les hablaba en voz alta, en un atropellado portugués, haciendo una especie de invocación bíblica, entraban en trance. Entonces el pastor extendía su brazo y, colocando su mano sobre la frente del pistolero, gritaba “Sai!” –¡Vete!– una y otra vez. Finalmente, les daba un golpe o un manotazo en la cabeza, y en ese momento volvían en sí, abrían sus ojos sobresaltados, sonreían tontamente y agradecían al pastor.
Durante todo el procedimiento, uno de los jóvenes permaneció en todo momento en el puesto de guardia –una silla de plástico y un bote de petróleo– a la entrada del callejón. El guardia también tenía una arma y una gran bolsa de plástico frente a él, llena de paquetes de cocaína. Era una boca de fumo –una “boca de humo”, la expresión brasileña que designa un lugar donde se venden drogas.
Avanzamos lentamente por el callejón, pasando a hombres y mujeres que tenían que apretarse contra las paredes para que pudiéramos pasar. Percibí el olor a mariguana y, una o dos veces, el tufillo a hule quemado del crack. Nos detuvieron de nuevo; el pastor Sidney repitió su ritual de exorcismo. Entramos a una gran plaza de tierra; estábamos en Praia da Rosa, y había pistoleros por doquier. La atmósfera era tensa; algo estaba pasando. (Descubrí más tarde que la Rata, uno de los subgerentes de Fernandinho en otra favela, había venido esa noche a reclamar justicia de Leo, uno de los gerentes de Fernandinho –y jefe directo de Iara–, porque un soldado de Leo había ido a su territorio y le había apuntado con una pistola. Leo hizo que su hombre se disculpara con la Rata, evitando así el derramamiento de sangre.)
Después de pasar por otros tres retenes, llegamos a un cruce donde la calle se dividía y seguía por los dos lados de un muro pintado con mensajes sobre Jesús. Habíamos llegado al Morro do Dendê.
Los vendedores de droga saludaron respetuosamente al pastor Sidney y le preguntaron si iba a ver al chefe. “No. Sólo llego hasta aquí”, dijo. “Él sabe por qué.” Se veían desconcertados, pero asintieron. El pastor Sidney dijo que quería a alguien “responsable” para llevarme a ver a Fernandinho. Deliberaron; uno de ellos se alejó y habló por su radio. Luego un hombre corpulento de treinta y pico años, con el torso desnudo, dio un paso al frente. El pastor me dijo: “Está bien, puede irse con él. Siéntase como en casa.” Y se alejó en su auto.
El hombre me guió por una calle empinada, por entre espectadores curiosos. En la cima de la colina se detuvo e hizo un gesto para que lo esperara ahí, luego desapareció. Había unos cuantos hombres armados, vestidos con ropa deportiva a lo largo de la calle; la gente subía a comprar cocaína con ellos. La letra de un baile funk retumbaba: “No vales la verga que mamas”, y el coro repetía una y otra vez: “Pau que chupa, pau que chupa [Verga que mamas, verga que mamas].”
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Fernandinho apareció. Seis guardaespaldas estaban dispuestos alrededor suyo. Lo reconocí de una fotografía; tenía el tatuaje de Jesús Cristo en el antebrazo derecho, en grandes letras góticas. Llevaba una gorra de beisbol, pantalones cortos y una sudadera sin mangas del São Paulo, con las letras LG bordadas (el logotipo del patrocinador). Llevaba también una enorme cadena de oro con un dije al cuello, inmensos anillos de oro en casi todos sus dedos y un pesado reloj de oro. Todo brillaba con diamantes.
Fernandinho es blanco, tiene aspecto de niño, es de mediana altura y complexión, tiene el cabello castaño y lo lleva cortado a rape. Me saludó amablemente. Sugirió que fuéramos a su casa para charlar. Sus guardaespaldas avanzaron junto con nosotros. Todos eran adolescentes, y llevaban AK-47 y AR-15. Bajamos algunas escaleras, luego caminamos por un callejón y avanzamos por un estrecho pasillo, hasta el interior la habitación de Fernandinho.
No era particularmente grande; su cama ocupaba casi todo el espacio disponible y estaba cubierta con un edredón de un personaje de caricatura. De las paredes colgaban estampas religiosas brillantes y varios salmos enmarcados. En una esquina había un acuario; en otra, una bicicleta fija. Una gran televisión de plasma dominaba la pared frente a la cama. Fernandinho se sentó en el borde del colchón y quitó algunas prendas de un pequeño sofá situado al lado para que yo me pudiera sentar. Sus guardaespaldas permanecieron al final del pasillo.
Una bonita joven embarazada vino a ofrecernos algo de beber. Cuando se fue, le pregunté a Fernandinho si era su esposa, o si llevaba a su hijo. No, era sólo una amiga –su esposa no estaba ahí, dijo, y luego se corrigió: “No nos han casado formalmente.” Tenía seis hijos, y dos más “en camino”. Dijo que su esposa, embarazada de su primer hijo, no sabía sobre ninguno de los niños, excepto el más grande, un niño que iba a la escuela primaria en el asfalto. Me miró con intriga, y dijo que había considerado decirle sobre los otros niños después de que diera a luz. Le contesté que probablemente esa sería una decisión acertada.
Su función en el Morro do Dendê no era diferente de la de un alcalde, me dijo Fernandinho. “La gente viene a mí con sus problemas y yo los cuido.” Me acercó el dije de oro que portaba. Se veía una palma –dendê es la palabra portuguesa para la palma de aceite africana– y unas cuantas casas en la ladera de una colina. Era el símbolo de su gobierno. “Lo diseñé yo mismo”, dijo. “Pesa medio kilo.” Era un traficante, sí, pero vendía drogas sólo porque otros las consumían. Le mencioné los asesinatos que lo habían hecho famoso. Dijo que no tenía que matar a la gente él mismo: había personas que hacían esas cosas en su nombre.
“De niño quería ser jugador de futbol”, confesó. “Finalmente, me di cuenta de que eso era sólo una fantasía.” Se había unido a la pandilla como mensajero y vigía cuando tenía ocho o nueve años. Le pregunté si podía imaginar una vida distinta a la que tenía ahora, si podría ser capaz de cambiarla. “No”, me contestó. “Tengo tantas órdenes de aprehensión contra mí, que ni siquiera salgo de la favela.” No había salido del Morro do Dendê durante dos años y, antes de 2003, sólo había salido un par de veces.
¿Por qué crímenes se le buscaba? “Todo, incluso si no es cierto”, dijo.
Fernandinho había dejado la televisión encendida. Estaba sintonizando la versión brasileña de Discovery Channel, que transmitía un docudrama de crímenes verdaderos sobre el llamado Asesino Sonámbulo. Una dramatización en la que un hombre entra a un dormitorio y masacra a una pareja dormida aparecía una y otra vez en cámara lenta. Finalmente, Fernandinho cambió de canal a la estación local de noticias. Esta transmitía en vivo desde el lugar de un enfrentamiento entre criminales y policías en São Paulo.
“¿Realmente es así?”, le pregunté. “Sí, a veces”, dijo Fernandinho. Pero él trataba de evitar las confrontaciones con la policía, dijo. Siempre que fuera posible, él y sus hombres se escondían cuando la policía invadía la favela.
Fernandinho abrió la puerta de su clóset y hurgó adentro. Después de un rato sacó dos botellas de colonia para hombre, aún en sus empaques. Una era Issey Miyake, la otra Givenchy Pour Homme. “Lléveselas”, me dijo, “son suyas”.
Rezaba mucho, me comentó, incluso rezaba por sus enemigos. Como para demostrar la verdad de esta afirmación, cerró la puerta de su habitación, fue al pie de su cama y se arrodilló. Rezó como un niño, con los dedos entrelazados, los ojos cerrados y los labios moviéndose al tiempo que murmuraba una oración. Fue a buscar su Biblia y, sentado frente a mí en su cama, la abrió en una página donde tenía un marcador, cerca de la cuarta parte del libro.
Felicité a Fernandinho por su esfuerzo. Pero entonces, señalando la contradicción entre su fe religiosa y su empeño en continuar con una vida de traficante, le pregunté: “Para ti, ¿dónde está la línea que divide el bien del mal?”
Ferdandinho sonrió y dijo: “¿Quién decide?”
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Un par de días más tarde regresé a Parque Royal a ver al pastor Sidney. Me invitó un plato de feijoada –un platillo tradicional brasileño de puerco y frijoles negros– en un pequeño restaurante que le pertenecía en la plaza de la favela. Me preguntó cómo había resultado el encuentro con Fernandinho. Le dije que Fernandinho había hablado mucho sobre su fe.
El pastor asintió. Sentí que podría estar dispuesto a hablar un poco más explícitamente sobre su feudo con el mafioso. “¿Qué pasó? –le pregunté–. Creí que Fernandinho había prometido detener las matanzas.” “Sí, y por eso me he mantenido alejado de él, porque ha roto su palabra.”
El pastor culpó a Gil, el segundo de Fernandinho. Gil había estado en el hospital, y mientras se había ido las cosas habían estado bien. Luego Gil regresó. El pastor Sidney dijo: “Está sediento de sangre. Yo ya lo veía venir, y le dije a Fernandinho que dentro de una semana las matanzas comenzarían de nuevo. Y, en una semana, así fue.” El pastor había escuchado por ahí que se había capturado a cuatro informantes y que se les había condenado a muerte. Se apresuró para llegar al Morro do Dendê e intentar salvar sus vidas. Fue a ver a Fernandinho, pero sus guardaespaldas le dijeron que el jefe estaba descansando, que no podía ser molestado. Preguntó por los hombres detenidos y le dijeron: “No se preocupe.” Y se fue.
Más tarde escuchó que habían sido asesinados, y se sintió traicionado. “Fui con Fernandinho y le dije que la alianza entre nosotros estaba rota”, dijo el pastor. “Durante dos años habían hecho un voto de que nadie sería asesinado. Le recordé que durante ese tiempo ninguno de ellos había sido asesinado ni arrestado.” El pastor prosiguió: “Predigo que algunos de ellos serán asesinados pronto.”
–¿Qué dijo Fernandinho?
–No respondió absolutamente nada. Yo podía ver a los demonios regresando a través de sus ojos.
Traducción de Marianela Santoveña
© Jon Lee Anderson 2009. Publicado originalmente en The New Yorker y reproducido en: http://www.letraslibres.com/index.php?art=14255
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