Por Silvina Tamous – El Ciudadano.-*
Rosario es la segunda ciudad más grande de Argentina. Tiene 1,2 millones de habitantes y una tasa de homicidios que cuatriplica la media nacional. El narcotráfico no es suficiente para explicar esa cifra: sólo el 16 por ciento de los asesinatos están vinculados a la disputa por la venta de drogas. De uno y otro lado del gatillo están los jóvenes de barrios humildes, sin acceso a la educación y con trabajos precarizados. Aunque en la última década la ciudad creció por el impulso de la siembra de soja y la construcción de edificios lujosos, los pibes sólo pueden aspirar a ser albañiles o jardineros. Algunos se alistan como policías o gendarmes. Muchos se niegan a seguir ese camino o lo combinan con el delito, una forma de vida más rentable pero más directa hacia la muerte. Éstas son sus historias.
Elías
Elías Bravo le robaba a los que vendían droga. Sus objetivos preferidos eran los búnkers del barrio Ludueña o Empalme, al noroeste de Rosario. La mayoría de las veces les caía encima con un arma, un chaleco antibalas y un pibe que le hacía la segunda.
— Soy Elías. Abrime o te caigo a tiros.
La escena duraba pocos minutos. Los pibes que vendían droga dentro de los búnkers se rendían con solo escuchar su voz y le entregaban todo. El adolescente de 17 años que manejaba una moto Honda Falcón era la pesadilla de los traficantes. No podían entender cómo parte de las ganancias terminaba siempre en sus bolsillos y por qué lograba escapar con la maestría de un piloto de carreras.
Hasta mayo de este año, en Rosario la droga se vendía en esas construcciones precarias pero fortificadas y sin ventanas. Las transacciones se hacían a la vista de todos, custodiadas por “los soldaditos”, adolescentes armados garantes de la seguridad. Adentro esperaban los encargados de la comercialización: pibes que ganaban unos 500 o 600 pesos por día y que trabajaban en condiciones de esclavitud. Estos búnkeres existían gracias a la complicidad policial. En abril de 2014, las fuerzas federales desembarcaron en la ciudad y derribaron los kioscos de drogas, que se reconvirtieron en delivery y venta callejera.
Elías no llegó a ver cómo el negocio de sus enemigos mutaba. El 15 de octubre de 2011 estaba en la esquina de la casa con su novia cuando su amigo “El Oreja” llegó en un auto con varios pibes. Elías se fue con ellos y condujo su moto hasta el búnker del pasillo de French y Felipe Moré. Los que iban en el auto se bajaron, sacaron sus armas y le dispararon 30 veces. Después huyeron.
Apenas los policías levantaron el cuerpo de la víctima, los habitantes del barrio salieron a la calle con martillos y en pocas horas derribaron el búnker. Estaban enojados: habían matado a un pibe que los protegía, que impedía que los robaran. El mito recién empezaba.
Analía Bravo tiene 40 años. Elías Gabriel era su hijo mayor, al que tuvo cuando era una adolescente. “Nos criamos juntos, siempre con mi mamá. Después vinieron los otros tres, dos nenas y un varón. A él le dábamos todos los gustos, era muy malcriado”.
Cuando habla de su hijo recuerda el paso por la secundaria, que fue breve pero cansador. “Era terrible, le revoleaba las mochilas a las compañeras y se las tiraba por la ventana. Me llamaban todos los días de la escuela. Hasta que no fue más. Yo pensaba que cuando fuese mayor podría ir a una nocturna, pero no llegó”.
Desde muy chico jugó al fútbol en el club Argentino de Rosario. Era buen arquero, pero por petiso siempre le tocaba ir al banco de suplentes. Y no le gustaba. “Yo no estoy para estar de segundo en nada”, decía.
“A los 13 años empezó su pasión por las motos. Tenía una Zanelita 50 y hacía willy. A mí también me encantan las motos, creo que eso lo heredó de mí”, contó Analía. La actividad delictiva del hijo fue creciendo junto con la pasión por las dos ruedas.
A los 14 años empezó lo que ella llama el desbande. “Me di cuenta que andaba en cualquiera. Era mi hijo, yo lo parí”. Un día de verano, en el balneario La Florida, la familia presenció la habilidad de Elías como piloto. Tenía 15 años y una Honda Titán.
—Elías viene la cana, andate.
La novia estaba sentada arriba de la moto. En un segundo la bajó, se subió y arrancó. La Policía lo corría y le tiraba, pero él esquivaba las balas y sacaba ventaja. Un tiro pegó en la moto y le rebotó en el pecho, pero no le hizo nada. La hermana, que fue testigo del comienzo de la persecución, se descompuso. “Siempre lo corrían y nunca lo agarraron”, contó.
Analía sostiene que la complicidad entre traficantes y policías hizo que a Elías lo acusaran de todos los delitos del barrio. Y por eso cada tanto allanaban su casa. Todavía recuerda un día en el que la Policía rompió la puerta a patadas e ingresó sin mostrar orden de cateo.
“Yo le pedía la orden y no me la mostraban. No sabía si venían a pedir plata o a qué. Y empezaron a romper la casa. Yo estaba afuera, justo había un ladrillo al lado mío. No tengo puntería, nunca la tuve, pero ese día no sé de dónde me salió. Le tiré el ladrillo al comisario y le pegué en la frente. El tipo quedó medio mareado. Se limpió la sangre que le salía por la nariz y se la puso en la oreja como diciendo: a vos te voy a mojar la oreja”.
Elías pasó dos veces por el Instituto de Recuperación de Adolescentes Rosario. En los últimos tres años 50 chicos que salieron de ahí murieron, incluido él. En una de las detenciones lo enviaron a una granja de recuperación, a unos 20 kilómetros de Rosario. Allí estaban alojados unos pibes que robaban zapatillas y celulares. Elías temió mandarse “una macana grande”. Llamó a su madre para que lo fuese a buscar.
“Me abrigué, me subí a la moto y lo fui a buscar. Firmé un papel y me lo traje. Al otro día fuimos a hablar con la jueza para que lo pusiera en otro lado. Ahí empezaron a confiar en él. Y él empezó a rescatarse”.
Después de la muerte de Elías, Analía se quedó con la moto. “No la podía mantener, era carísima pero me daba no sé qué venderla. Entonces le rezaba y le decía que me mandara una señal”. Un día chocó. “Mi hija que era chiquita salió despedida de la moto. Yo no quise verla, me tiré al piso y le pedí a Elías que mi hija estuviera bien. Cuando abrí los ojos, ella vino caminando. Ni un raspón tenía, nada”.
El chico empezó a aparecer en los sueños de toda la familia: indicaba dónde estaban las cosas perdidas y solucionaba problemas domésticos cuando se lo pedían. También los vecinos comenzaron a soñar con él y a pedirle cosas en su tumba. Los pibes del barrio sentían devoción por Elías, tanta que se tatuaban su nombre y un par de alas en las espaldas. El nuevo santo los seguía cuidando. Sus enemigos no dejaron de temerle. La tumba fue profanada varias veces, incluso arrancaron el mármol y se llevaron el cajón. Allí le dejaron mensajes a Analía: “Ardé en el infierno, feliz mami”, decía uno de ellos.
Ariel
Desde chico he crecido en un barrio.
Día a día iba creciendo y el barrio iba avanzando.
Donde cada día se pone peor la cosa,
aumenta la delincuencia y aumenta la pobreza.
Y en muchas ocasiones falta el pan en la mesa
y hace que jóvenes se larguen a la delincuencia.
Porque no tienen conciencia de lo que están haciendo,
se dañan ellos mismos y dañan al pueblo.
Donde en cada calle hay una banda diferente,
se enfrentan entre ellos y tiene que correr la gente.
Ariel Ávila compuso a los 14 años un rap que lo haría famoso después de su muerte. Era la profecía de un pibe pobre del barrio humilde Empalme Graneros, al noroeste de Rosario. El 12 de febrero arreglaba su Honda Wave en la puerta de la casa, frente al kiosco de droga de la cuadra. Dos pibes que trabajaban como soldados le pidieron que se acercara. Discutieron. Ariel quiso pelear, pero uno de ellos sacó un arma y le disparó siete veces. En pocos minutos los vecinos quemaron el búnker y desalojaron a patadas a los soldaditos que vivían en una casa lindera. “Él siempre quiso acabar con el búnker, pero le costó la vida”, contó Lisandro, su hermano.
Cuando lo mataron Ariel tenía 20 años y le decían “Chuki”, un apodo que le pusieron desde la infancia. No le gustaba hablar mucho: todo lo que tenía que decir lo decía en sus canciones. Pasaba la noche entera componiendo. Era música de protesta. Escribía para visibilizar lo que ocurría en el barrio.
En 2013 la tasa de homicidios de Rosario aumentó un 46 por ciento respecto al año anterior. Un informe de la Secretaría de Salud Pública de la intendencia registró 264 asesinatos, unos 22 por cada 100 mil habitantes. En la mayoría (el 80 por ciento) se usaron armas de fuego: el 40 por ciento de esas víctimas eran jóvenes de entre 15 y 24 años y un 65 por ciento no había terminado la secundaria. En el primer semestre de 2014 la cifra de crímenes llegó a 135 en el departamento de Rosario. La mayoría de las víctimas eran varones menores de 35 de barrios periféricos.
Su tío Daniel recuerda que uno de los temas de las canciones que componía Ariel era el trato de la Policía hacia los jóvenes. “No dejaban en paz a los pibes. Si estaban en una esquina, los agarraban, se los llevaban. Y algunos empezaban a delinquir por eso”.
La música era parte de la vida de Ariel. Empezó en la Iglesia Evangélica. Después, cuando estaba en la secundaria en la Técnica 660, se dedicó de lleno al rap. Allí encontró el apoyo del profesor de música Lisandro Rodríguez Rossi y formó, con sus compañeros Oscar Bravo y Fabio, el grupo La Técnica en homenaje a la escuela. Si bien Ariel dejó sus estudios en tercer año, nunca perdió contacto con el profesor. En 2009, con la canción “Mi barrio”, ganó el concurso “Ceroveinticinco” que organizó la Municipalidad de Rosario. Desde entonces no paró. Con Fabio y Oscar grabaron un cd que vendían para conseguir algo de dinero, tocaron en la disco El Sótano y cantaron para la secretaría de Cultura. Nunca se le hubiese ocurrido vivir de otra cosa. En las letras de sus canciones mezclaba la denuncia sobre el barrio y la situación de los pibes con el mensaje cristiano como única salida. Después del crimen de Ariel, Fabio se dedicó por completo a la música cristiana y Oscar empezó una carrera solista.
Alicia, la madre de Ariel, cuenta que el barrio cambió después de la muerte de su hijo. “No hay búnker, la policía ya no viene. Están los gendarmes que también molestan a los pibes, pero son distintos”.
En abril de este año más de mil oficiales de Gendarmería desembarcaron en la ciudad en un operativo de película. El objetivo era compensar el fracaso de la política de seguridad de la provincia. Durante las primeras semanas no hubo tiros ni peleas entre bandas, los pibes andaban desarmados y los búnkers desaparecieron. Cuando las fuerzas federales se retiraron, el poder volvió a manos de la Policía Comunitaria y se retomó la rutina.
Brian
No era un robo planeado. Ni ése, ni ninguno de los otros que cometieron en el barrio. Era entrar a un comercio con un arma en mano, decir “dame toda la plata” y después huir. Armado y con la adrenalina al palo, Brian se subió a la Honda Wave que manejaba Emanuel y dieron una vuelta por la zona comercial de barrio Ludueña. Ahí, en un lubricentro, mostraron las armas, vaciaron la caja y se fueron.
Los botines eran magros, lo poco que contenía la caja registradora de un comercio pequeño. Necesitaban golpear varias veces para poder tener algo de plata en el bolsillo. El día del lubricentro querían más: se envalentonaron. Pero un automovilista distraído giró de golpe para entrar a un garaje y se llevó puesta la moto con los dos pibes arriba. Ni siquiera atinaron a subirse otra vez y probar si todavía andaba. Decidieron correr. A los pocos metros, un vecino que se las tenía jurada apareció y le disparó a Brian en una pierna. Emanuel cubrió la huida a tiros. Tenía códigos, no iba a dejar a su amigo malherido. Llevó a Brian a la rastra, hasta que ya no pudo. Pidió ayuda desesperado y a los gritos. Una mujer accedió a ocultar a Brian en su casa, pero por poco tiempo. Algún vecino señaló a dos policías de la comisaría del barrio dónde se escondía.
Los uniformados lo sacaron a patadas y no dejaban de pegarle. Querían que les contara dónde estaba Emanuel. Los testigos recuerdan todavía las súplicas. “Ya está, ya perdí”, gritaba Brian. Los golpes no cesaban. Arrodillado, ponía sus manos hacia atrás una junto a otra y con las palmas hacia arriba pidiendo que lo esposaran y le dejaran de pegar. No hubo piedad. Uno de los policías sacó el arma y le disparó por la espalda cinco veces. Después se fueron y aseguraron que lo habían matado en un tiroteo.
“Cuando antes se arreglaban con un 22, hoy tienen una 9 milímetros con munición original, y cuando se la pegan, matan”, explicó el criminólogo Enrique Font .
El caso de Brian es parte de los que Font llama violencia horizontal. “Los pibes construyen su identidad a veces en bandas, robando, a los tiros entre sí, entrando y saliendo del mercado de trabajo. Algunos se han profesionalizado, pegan el salto y hacen robos más grandes, o se largan en la más jodida que es la mejicaneada: robar a los ladrones. Hay muchos de esos homicidios. Pibes que te dicen que ya no saben ni de dónde viene la bronca. Jóvenes incluidos y vomitados a la hora de acceder al mercado de trabajo”.
Brian Saucedo había cumplido 18 años unos días antes de su muerte. Como todo pibe pobre del Ludueña pasó parte de su vida en el comedor del Padre Montaldo, en la escuela, en los talleres. Y fue el contrabajista de la Orquesta Escuela del barrio Ludueña. No eligió cualquier instrumento. El contrabajo es el único que hace vibrar el cuerpo del músico con cada cuerda que se toca, una sensación única que se experimenta la primera vez que se lo abraza para hacerlo sonar. Cuesta pensar que alguna vez pueda abandonarse este instrumento. Aunque la ropa y las zapatillas se hubiesen gastado. Pero a los 14 años ya tenía mujer y a los 16 un hijo.
Entonces, Brian alquiló un carro con un caballo y se lanzó a la aventura del cirujeo, pero no le alcanzó. A veces robaba, a veces se subía al carro. Cuando lo asesinaron, hacía tres años que no iba a la orquesta. Sin embargo, de alguna manera, tuvo tiempo para que su imagen sobreviviera al lado de su contrabajo. La tapa del primer disco que grabó la Orquesta de Ludueña lleva su foto. La mirada de ese niño que fue, ensañado contra las cuerdas de un instrumento que lo sobrepasaba en altura, determinó que fuera esa, y no otra fotografía, la seleccionada entre las demás posibilidades.
En el patio de la escuela Luisa Mora de Olguín, que todos conocen como la del Padre Montaldo, todavía queda en la memoria de algunos maestros la imagen de Brian niño. Con el arco de un contrabajo demasiado grande para él, improvisó la espada de un zorro de guardapolvo blanco que combatía contra otro que portaba una espada similar. “Bicho”, uno de sus amigos, lo recuerda así: “Soñaba con ser músico. Era reloco ver a Brian corriendo cuando venía de vuelo. Y era reloco verlo aprendiendo. En el último tiempo estuvo en un curso de electricidad. Fue lo último que hizo antes de que lo mataran”.
Jugar al fútbol, pasar el tiempo en la esquina con amigos y robar son sus actividades, porque las instituciones tradicionales –el trabajo, la escuela, la familia– son cuestionadas y no están disponibles para todos. Las experiencias escolares y laborales son frustrantes. Los relatos de los primeros robos o tiroteos están cargados de emoción, de prestigio y de poder, un modelo más atractivo frente a otras opciones disponibles.
“Los jóvenes combinan el trabajo y el ocio. A veces andan salen a robar o andan a tiros con otros grupos con los que tienen broncas, alternando mayor o menor grado de compromiso -explica la criminóloga Eugenia Cozzi-. Es una forma de construir identidad, prestigio y reconocimiento”.
Gaby
El domingo 20 de octubre de 2013 la ciudad estaba paralizada. Se jugaba el clásico de fútbol entre Central y Newell’s y para garantizar la seguridad, se desplegó un procedimiento que incluyó unos 2.000 policías. El éxito del operativo no llegó a todas partes.
Desde el barrio Ludueña, las torres Dolfinas, las más altas y famosas de Rosario, parecen dos árboles gigantes que marcan la desigualdad y contrastan con el déficit de viviendas de la clase media y los sectores más postergados: uno de cada cinco hogares está deshabitado.
Gabriel era de Boca, pero ese día se puso la camiseta de NOB. Cargó un redoblante y se fue a la esquina de Junín y Camilo Aldao junto a sus amigos. Otros chicos con remeras de Central se acercaron para provocarlos. Hasta allí, se trataba de una disputa entre pibes por el fútbol. Los centralistas desenfundaron armas y Gabriel y sus amigos comenzaron a correr. Fueron dos cuadras en las que casi se quedan sin aliento. Cuando doblaron por un pasillo de Camilo Aldao, sonaron los disparos. Unos cinco balazos dieron en el frente de una casa. Otros tres en el cuerpo de Gabriel, que murió en el acto.
Ada tiene 43 años y trabaja en el comedor desde hace 25. Entonces el mayor de sus cinco hijos tenía cuatro meses. Todavía conserva algo de acento chaqueño al hablar y recuerda a su hijo Gaby con alegría, como si no le quedaran rencores.
La vida de Gaby era la música. Había aprendido a tocar la guitarra a los cinco años y tenía un grupo de cumbia. Era un pibe muy activo. Un líder. El padre era camionero: con él, Gaby pensaba recorrer toda la Argentina como acompañante en el camión. El día que lo mataron tenía su bolso armado para viajar a Catamarca.
El padre Montaldo recordó a Gabriel como un soñador. “Soñaba con el viaje de séptimo grado. Tenía proyectos. En un país tan rico no puede ser que nuestros niños y adolescentes estén pasando por lo que están pasando. Alguna vez, la muerte de un chico tiene que ser el final de algo, tiene que servir para que las cosas cambien. En el partido había dos mil policías, estaban todos contentos que no había sucedido un lío grande, y acá en un barrio perdido, sucede esto con Gaby, un chico de 13 años cargado de planes”.
Fotos: Marcelo Masuelli, Guillermo Turín, Leo Vecenti
*Esta investigación se desarrolló en el Seminario Taller de periodismo especializado en la cobertura de seguridad ciudadana, del que participaron 20 periodistas de América Latina. El encuentro organizado por la FNPI (Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano) fue en Bogotá, Colombia en mayo de 2014.
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