Por Laureano Barrera. Publicado en Perycia. Fotos: La Poderosa / Archivo de la Asociación Anahí.
Todo lo que pude hacer es volver a su voz. Antes me salí del escritorio donde suelo escribir de noche, me llevé la computadora a la cama donde mi compañera dormía –necesitaba estar cerca suyo, cerca de alguien que me quitara algo de la sensación de orfandad-, y me quedé como un hámster, haciendo girar la ruedita del mouse, leyendo los adioses que inundaron las redes sociales y volviendo a escuchar con cada cambio de banda horaria que se murió Chicha: en fogonazos remotos que debieron salir de la televisión.
La primera noticia de su muerte había sido una hora y media antes, a las diez menos cinco de la noche. Estaba afeitándome y alguien le avisó a alguien que le avisó a Maika, y Maika me avisó a mí. No sólo sabía que ese final era inevitable –como el de todos, a fin de cuentas-, estaba avisado que iba a ser de un momento al otro. Pero me dolió. Un rato después me llegó la confirmación de que había sido alrededor de las nueve, la misma hora en que Gachi me dijo por wassap que ya sólo la visitaban los muy íntimos porque su respiración se entrecortaba a cada minuto más y yo le contesté que comprendía bien y le encomendé el último beso de mi parte.
Dejó el respeto unánime, por su coherencia y su tenacidad, y un amor sin fisuras de los que tuvimos el privilegio de conocerla un poquito más. Y una nieta en alguna parte a la que no pudo abrazar, pero que en algún momento, aunque los genocidas presos sigan negándola, sabrá que su nombre es Clara Anahí y que sus padres fueron Diana y Daniel. Y habrán muchas memorias y muchas gargantas ávidas por contarle quiénes fueron sus abuelos y como una de ellas cambió, buscándola, la historia de la humanidad.
Me puse los auriculares grandes, apagué las luces y abrí una de nuestras conversaciones. Su voz, escuchar esa serenidad de siempre, me llenó de nostalgia y también de consuelo. Había sido casi tres años antes, en octubre de 2015, cuando me habló por primera vez de la muerte. La suya.
—¿Le tenés miedo a la muerte?
—No me gusta la idea, pero a veces quisiera que llegara pronto. No le tengo miedo a la muerte, le tengo miedo al dolor. Al dolor físico, porque no lo soporto, ni un pinchacito. Siempre dije que si me llevaban los militares, me iba a morir enseguida porque no iba a soportar ni el primer golpe. Eso sí me preocupa. Y le pedido a mi médico, que cuando yo me enferme de verdad no prolonguen mi vida. Tengo bastante, he hecho bastante, no he conseguido lo que he querido, pero basta: no quiero morir sufriendo. La vi sufrir a mi mamá mucho, y no quiero pasar por eso. Quisiera irme en paz, que me dejen morir tranquila.
Estás en paz, Chicha. Morí tranquila. Acá no, seguiremos peleando hasta que Clara Anahí reencuentre su propia vida. Y la tuya.