Por Roberto Valencia – Sala Negra.-

Este centro bautizado con el ambicioso nombre de Sendero de Libertad recibió en los primeros días de abril de 2011 a un menor llamado Alexander. Condenado por tráfico ilícito de drogas, el juez ordenó su encierro después de que se saltara las condiciones de su libertad condicional. Las dos primeras noches las pasó en uno de los módulos tercermundistas que hay junto al portón principal. El procedimiento habitual con los recién llegados.
El reclusorio lo controlan pandilleros que se autodenominan retirados, que odian a muerte a los pandilleros activos, que a su vez odian a muerte a los retirados. Se respira demasiado odio en Sendero de Libertad. Es por eso que, antes de asignar sector a un nuevo, las autoridades lo aíslan hasta que se convencen de que no pertenece ni a la Mara Salvatrucha (MS-13) ni al Barrio 18. Es cierto que la piel de Alexander estaba limpia como la de un adolescente ejemplar de una colonia bien, pero también lo es que hace años eso dejó de ser garantía de nada en El Salvador. Después de las dos noches de aislamiento, permitieron su traslado al Sector 1. Allí lo esperaban 120 jóvenes con el verdadero examen de admisión. Un ex de la MS-13 que en la libre vivía en la misma colonia lo reconoció de inmediato y lo presentó como primo de un pandillero activo. Suficiente para dar por finalizado el interrogatorio sin protocolos o posibilidad de alegatos. Alexander debió sentir como si un bus se le viniera encima. Uno, diez, treinta puños pies antebrazos cabezas codos lo golpearon una y otra y otra vez. No tardó en caer al suelo reseco. Lo pisotearon arrastraron patearon. Al principio trató de cubrirse. Al poco ya no pudo. Lo patearon en la cara brazos nalgas piernas espalda pecho boca… Lo patearon.
Del personal del centro nadie intervino.
Cuando recobró el sentido, la turba lo tenía amarrado de pies y manos, y un niño se esmeraba en tatuarle una sentencia de muerte en el pecho: una M y una S del tamaño de dos manos y tachadas por sendas cruces. Un tatuaje así te convierte en objetivo prioritario para la MS-13, sin importar las razones, y para nada te aparta del punto de mira del Barrio 18.
—¿Y qué iba a hacer? Yo me vine a despertar con el ruidito de la máquina –me dice cuando lo entrevisto ocho meses después del ataque.
La máquina es un motorcito de un transistor ensamblado a una varilla metálica y a una aguja, un artilugio con el que los tatuadores artesanales inyectan bajo la piel –a falta de tinta– el espeso hollín que sale de los vasos plásticos blancos cuando arden. Suena horrible, pero Alexander sabe que tuvo suerte.
—Tuve suerte –dice–, gracias a Dios, porque a otros los han marcado a pura Gillette.
—¿Y los orientadores? ¿Y los custodios? ¿Nadie te ayudó?
—Y ellos qué iban a hacer…
La respuesta de Alexander tiene lógica. Después entenderán.
Al día siguiente, desfigurado por el linchamiento y con su sentencia de muerte tatuada en el pecho, llegó al despacho del director y le contó lo ocurrido. Lo aislaron de nuevo, y aislado lleva hasta esta mañana de diciembre. El Estado salvadoreño que lo encerró para procurar su reinserción lo ha incluido en un programa de remoción de tatuajes que en tres o cuatro sesiones eliminará lo negro, pero que dejará siempre un delator surco de carne abultada.
Alexander y su pecho esperan volver a las calles en febrero.

 

 

 

 

 

 

 

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Un día de estos, cuando bien entrada la tarde me retiro de Sendero de Libertad, un custodio de los de la Portería se me acerca, enigmático.
—Ya lo he visto varios días por acá. Usted es periodista, ¿no?
—Sí, estoy llegando porque quiero conocer cómo es aquí…
—Pues si quiere conocer de verdad, debería llegar en la noche. Viera qué relajo. Los del Sector 1 se salen de las casas a beber y a endrogarse. Gritan, ríen, aquí ni hay encierro ni hay nada. Todas las noches. Los vecinos de la colonia Helen, la de atrás, se lo pueden contar también. Viera qué relajo.

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Lo que hoy se conoce como Centro de Inserción Social Sendero de Libertad se inauguró el jueves 25 de mayo de 1995, en presencia del presidente de la República, del presidente de la Corte Suprema de Justicia y de un nutrido grupo de diputados; los tres poderes reunidos para la foto oficial de un lugar concebido como pieza fundamental del nuevo sistema de justicia juvenil. La reinserción social, ese concepto tan resbaladizo, ya tenía dónde y tenía cómo.
Como si se tratara de un presagio, una mañanera tromba de agua deslució la inauguración, aunque no pudo con el optimismo.
El presidente de la República, Armando Calderón Sol, dijo que un Estado fuerte era indispensable para hacer frente a las maras, un fenómeno incipiente pero en expansión. Elizabeth de Calderón, su esposa y presidenta del Instituto Salvadoreño de Protección al Menor (ISPM), se comprometió a que la readaptación fuera “un objetivo primordial” del Gobierno. María Teresa de Mejía, la directora del ISPM, fue más allá: “El joven que ingrese tendrá probabilidades altas de no delinquir de nuevo”. Aquella euforia desmedida cristalizó en una frase escrita por uno de los periodistas que cubrió el evento: “El centro de menores de Ilobasco, construido en tiempo récord, ha sido calificado por consultores internacionales como el paradigma de Latinoamérica”.
Escribió: paradigma de Latinoamérica.
El optimismo quizá estaba justificado. Apenas tres años y medio atrás se habían firmado los Acuerdos de Paz, que pusieron fin a una dolorosa guerra civil que se prolongó doce años. El Salvador, un minúsculo país centroamericano que la Guerra Fría colocó en la agenda mundial, logró una solución negociada que satisfizo a tirios y troyanos, y que Naciones Unidas aún hoy presenta como uno de sus máximos logros.
De un día para otro el país se llenó de organismos internacionales, de agencias de cooperación y de oenegés que aterrizaron con las maletas llenas de dólares y de planes. Tras décadas de violaciones a los derechos humanos, crear un sistema de justicia juvenil apegado a directrices made-in-United-Nations se convirtió en obsesión: en 1993 se aprobó la Ley del Instituto Salvadoreño de Protección al Menor, en 1994 la que hoy se conoce como Ley Penal Juvenil, y un año después el Reglamento General de Centros de Internamiento para Menores Infractores. Había dinero para la causa, mucho, y así surgió Sendero de Libertad.
De alguna manera, a El Salvador le ocurrió como a John Clayton –el mítico Tarzán– cuando regresó a Londres después de años de vida en la selva: se pensó que un bonito traje y unas pocas clases de etiqueta serían suficientes para calmar los instintos.
—Es un criterio muy personal, pero creo que no pensaron muy bien el tipo de población que se iba a atender. La Ley Penal Juvenil es buena, pero se dejó de lado una sociedad que salía de una guerra con carencias emocionales, con tanto huérfano. Nunca se hizo trabajo psicológico en las comunidades. Por eso hoy tenemos lo que tenemos.
Me dijo José Paulino Flores, Paulino, que algo debería de saber: trabajaba como orientador cuando Sendero de Libertad recibió a los primeros menores y hoy es el subdirector.
Construirlo y equiparlo costó una pequeña fortuna: $2.6 millones de la época. Se eligió Ilobasco, una ciudad provinciana a 55 kilómetros de San Salvador, y se apostó por unas instalaciones que satisficieran hasta los gustos del más exigente burócrata de Naciones Unidas: más de 12 manzanas para albergar a 250 personas (la principal cárcel del país, Mariona, es más pequeña y adentro se hacinan más de 5 mil personas); diez casas independientes para un tratamiento especializado; lockers y camas para cada interno; surtidísimos talleres de carpintería, sastrería, panadería, artesanías y computación; canchas de fútbol, baloncesto y voleibol; salón de usos múltiples y biblioteca y clínica médico-odontológica; ropa, calzado y útiles en abundancia… También se levantó una gigantesca torre, más alta que la de muchos aeropuertos, que serviría como reservorio de agua potable. Se tomaron tan en serio lo de que Sendero de Libertad fuera un espacio para la reinserción y no para el encierro, que apenas una malla ciclón separaba a los internos de su libertad.
La administración se dejó en manos del ISPM, institución que en 2002 fue rebautizada como Instituto Salvadoreño para el Desarrollo Integral de la Niñez y la Adolescencia: el ISNA. El nombre, Sendero de Libertad, lo eligieron los propios internos meses después de haber abierto las puertas, una decisión que no hizo gracia a algunos sectores conservadores de la sociedad, pues decían que les recordaba a Sendero Luminoso, la organización terrorista peruana.
Lo que queda 17 años después de la inauguración es una caricatura del paradigma ofrecido: sin biblioteca, sin centro de computación, sin camas. Siete de las diez casas están cerradas por inhabitables y las otras tres huelen como cualquier celda de una cárcel salvadoreña. No es solo del olor. Las incontables fugas y la violencia entre los internos –y hacia los empleados– obligaron poco a poco a sectorizar, a crear zonas de aislamiento y a levantar garitones de vigilancia y muros coronados con alambre razor. La reducción del presupuesto a partir de 1999 y los motines en los que los jóvenes destrozaban las instalaciones contribuyeron, pero fue la expansión del fenómeno de las maras –y la inoperancia de la sociedad salvadoreña para detenerla– la que marcó el ritmo de la degradación física y sobre todo conceptual del centro.
Quienes vivieron los primeros años los recuerdan menos complicados: distintas pandillas bajo el mismo techo, respeto de los menores hacia el personal, más recursos… Por decisión del ISPM, el reclusorio lo administraba una congregación llamada Misioneros de Cristo Crucificado. Entre 1996 y 2001 el padre Jaime González Bran vivió y trabajó en Sendero de Libertad, primero como coordinador de orientadores y luego como director. Cuando lo visité en octubre en Atescatempa, un pueblo guatemalteco fronterizo con El Salvador donde ahora es párroco, me dio su versión del fiasco.
—Nuestro sueño para Ilobasco –dijo– era crear algo para los muchachos de primer ingreso y sin problemas de pandillas, porque Sendero no tenía ni infraestructura ni personal capacitado para tratar a muchachos con diez internamientos o con perfil psiquiátrico crónico. Pero los jueces empezaron a enviarnos a jóvenes exageradamente violentos, y con esos liderazgos negativos al interior se volvió más difícil rescatar al muchacho que fuera rescatable.
—¿Cree que hay muchachos no rescatables?
—Había muchachos con cierto perfil psiquiátrico que nunca debieron haber llegado a Sendero. Eso lo dijimos toda la vida. Ellos necesitan intervención psiquiátrica. No es que no fueran rescatables, sino que no teníamos los recursos para sacarlos a flote.
En torno al cambio de milenio, después del primer niño asesinado en una riña, se ensayaron estrategias para intentar revertir la degeneración. A finales del año 2000 el Estado creyó que separar las pandillas sería la solución, y Sendero de Libertad quedó para ex pandilleros y civiles. No funcionó. En abril de 2001 ingresaron los militares para imponer disciplina a través del ejercicio físico. No funcionó. A finales de 2003 se introdujo población femenina, en teoría menos conflictiva. No funcionó. Y en 2006 se creó una comunidad terapéutica para tratar drogodependencias. Tampoco funcionó.
Del paradigma de Latinoamérica solo quedó la referencia en los periódicos viejos. Tras la salida de los curas, en marzo de 2001, los directores se sucedieron uno tras otro, como si se tratara del banquillo de un equipo de fútbol mediocre. El centro empezó a generar titulares sobre muertos, fugas y motines, cada vez más escandalosos, como si desde el inicio alguien lo hubiera planeado todo para que Sendero de Libertad caminara inexorable hacia su propio 11-S, el 11 de septiembre de 2010.

***

La ley es cristalina como manantial de agua pura: aquí no debería haber internos arriba de los 18 años. Sin embargo, abundan.
—Ese que acaba de recibir la pelota tiene 29 años, pero un juez nos lo mandó para acá –me dijo Paulino, el subdirector.
Paulino es sincero, mesurado y propositivo. Todo al mismo tiempo. Tiene 38 años, esposa y dos hijas, pero su personalidad conserva chispazos juveniles, quizá porque lleva en este centro desde los 21. El sobrepeso, la cara redonda y los pequeños lentes que la miopía le obliga a cargar le dan aire de bonachón, de amigo de todos, de alguien a quien le cuesta mentir; una fachada –creo, me convenció– fiel a la realidad. Paulino conoce los nombres de todos sus compañeros y de la mayoría de los internos. Y fue, de largo, la persona con la que más tiempo pasé.
Presentarlo como subdirector podría generar confusión. Nominalmente lo es, sí, pero él se sigue viendo como un orientador. Entre las 85 personas que trabajan en el reclusorio hay psicólogos, instructores, trabajadores sociales, maestros, custodios… y la columna vertebral formada por una veintena de orientadores. Con turnos de 24 horas, son los que más contacto tienen con los jóvenes, los que deben monitorear y registrar sus avances y retrocesos, sus teóricos hermanos mayores.
Paulino camina por todos los sectores sin temor a ser agredido. Suena básico, pero no está al alcance de todo el personal. Escuché en más de una ocasión que algunos lo llaman Gordo, pero su figura es respetada y hasta generadora de empatía. Es porque nunca los ha denigrado ni los ha insultado, me dijo.
Una tarde de diciembre, cuando nos dirigíamos a la cocina, pasamos junto a un grupo de unos 10 jóvenes que estaban ociosos bajo la sombra de un árbol.
—¡Júe! ¡Júe! –les gritó Paulino, como si yo no estuviera a la par.
La respuesta fue un coro desordenado pero voluntarioso: Júe, Júe, Júe…
—Pauli, ¿qué horas tenés? –le preguntó uno.
—Las dos con treinta minutos, m’ijo.
Seguimos caminando.
—¿Oíste, va? –me preguntó–. Digo una palabra como Júe, y todos se emocionan… Uno tiene que aprender cómo crear asertividad. Es la base de todo.
—¿Cómo les decís: Júe o Húe?
—Júe, de juego. Si me preguntás qué es, que ni yo lo sé. Comenzó hace años como Juela, y ahora me topo con que Júe se escucha en todo Ilobasco.
Otro día, un jueves de agosto que estábamos paseando por el Sector 2, clausurado por inhabitable pero que hasta su clausura albergaba a los activos de la MS-13, me contó algo que a su juicio ilustra la obtusa visión del fenómeno de las pandillas que, una vez terminada la guerra, tuvo toda la sociedad salvadoreña.
—¿Ha oído –aún nos tratábamos de usted– del partido contra México en las eliminatorias del Mundial 94? ¡Bien me acuerdo yo! Ganamos con golón del “Papo” Castro Borja. Lo vi por televisión: todo mundo feliz, y no sé por qué yo me fijé en una particularidad, quizá porque el destino va fijando las cosas, pero recuerdo que en la retransmisión dijeron: ¡Damos la bienvenida a estos compañeros de la Mara Salvatrucha, que han llegado al Cusca desde los Estados Unidos! Y les hicieron una toma. Creo que los comentaristas eran Carlos Aranzamendi y Tony Saca. Yo desde entonces me quedé pensando: Mara Salvatrucha.
Aquel partido se jugó en abril de 1993.
Apenas cinco minutos antes de contar la anécdota, Paulino me había señalado la fachada de una de las casas del Sector 2.
—¿Ve ese manchón chelito? Ahí había pintada una garra de la Mara, de hueso, y usted ya sabrá que cuando es garra de hueso simboliza muertos. Es como un trofeo. La hicieron después de lo del 11 de septiembre, para que la vieran los del Sector 1.
Todos los días, en casi todas las conversaciones con personal o con internos de Sendero de Libertad, apareció el 11 de septiembre de 2010. Esa fecha se ha convertido en un referente, un punto de inflexión, un antes y un después.
El 11-S estalló la ira.

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Otro día de estos, cuando bien entrada la tarde me retiro de Sendero de Libertad, el mismo custodio de los de la Portería se me acerca, elocuente.
—¿Vio hoy cómo está aquí de full? Tenemos a 17…
—¿De nuevo ingreso todos?
—No, nada que ver. A muchos no los quieren abajo o los traen porque les han hecho sexo allá. ¿Ve ese que está ahí sentado? Lo violaron. Sus padres han puesto una denuncia en el juzgado que lleva su caso, el Segundo de Santa Tecla.

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Tercermundista es un adjetivo peyorativo, políticamente incorrecto, trasnochado incluso. Hay quien cree que debió haberse abandonado su uso cuando cayó el Muro de Berlín. Pero a pesar de las burbujas de primermundismo que hay esparcidas por todo el país –léase: torresfuturas, grandesvías, haifais, residenciales altos-del-no-sé-qué, palcos viaipí, toyotaprados, estarbucs…–, El Salvador sigue siendo tercermundista.
Los módulos junto al portón principal de Sendero de Libertad son tercermundistas, siendo generosos. Miden menos de un metro de anchura por menos de dos metros de largo. He conocido ascensores más espaciosos. Son de bloques de concreto, con una puerta metálica que ocupa todo lo ancho y tienen por techo una reja cuadriculada. Sin luz. Los inquilinos no se mojan solo porque están bajo la estructura que cubre todo el portón.
Los compartimentos se construyeron con el noble propósito de evitar que el recién llegado fuera transferido de un solo a sectores donde podía ser agredido. Pero la violencia incontrolable los ha convertido en un área permanente de aislados para los proscritos del Sector 1 y de la Exbodega, también conocida como Sector 3. El día lo pasan sueltos, aunque no pueden alejarse por su propio bien. De noche los encierran. Cuando en diciembre me recibe Alexander, el menor al que tatuaron su sentencia de muerte en el pecho, lleva seis meses aquí.
—Una vez en mi celda habíamos catorce –me dice.
Catorce menores –catorce espaldas, catorce cabezas, cincuenta y seis brazos y piernas– encerrados de seis de la noche a seis de la mañana en un espacio en el que no cabe un sofá, a oscuras, con botellas llenas de orines en las esquinas.
—¿Cómo se hace para dormir catorce?
—Unos pocos colgados del techo, en hamacas, y los demás en el suelo, sentados, con las piernas bien topadas al pecho… Si alguno durmiendo se me recuesta, pues ni modo, ¿qué le voy a hacer? Tampoco le voy a espabilar. Mejor tratar de llevar las cosas en paz.
En Sendero de Libertad impera la ley del más fuerte, y poco o nada pueden hacer las autoridades. Pero a pesar de su situación, Alexander me dice que no cambiaría su cubículo tercermundista por ningún otro lugar del reclusorio. Le aterroriza la idea de que lo muevan.
—Yo no puedo ir al Sector 1 porque está esa persona que dice que soy de la Mara. ¿Qué le dijeron al director la vez pasada? Si bajan a ese bicho, lo sacarán en bolsa negra. ¿Cómo voy a querer bajar? Y en la Exbodega me salieron con que me iban a hacer las letras en las piernas y tachármelas. ¡N’ombre, mejor aquí me estoy!

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La víspera del 11-S, el 10 de septiembre de 2010, llegaron a Sendero de Libertad unos 15 menores procedentes del Centro de Inserción Social de Tonacatepeque, el reclusorio que el Estado asignó hace una década a la MS-13. Todos eran ex de la Mara Salvatrucha –pesetas o retirados, según quién los etiquete– que llevaban semanas o meses aislados allá. Como Sendero de Libertad tenía un sector entero para ex pandilleros, los jueces creyeron que el traslado era lo más conveniente.
Pero esa decisión judicial resultó ser un detonador. Es cierto que había odio acumulado y que el control del reclusorio estaba desde hacía años en disputa entre emeeses y retirados, pero sin traslado no habría habido 11-S.
―Los jueces nos exigen el bienestar de los jóvenes, y muchas veces ellos los envían al matadero –me dijo Paulino una de las veces que hablamos sobre lo ocurrido ese día.
El traslado de los 15 se realizó en la tarde. Como en los reclusorios para menores parece haber más teléfonos que cepillos de dientes, de Tonacatepeque salió una orden precisa: nomás aterricen, tópenlos. Mátenlos. Durante el ingreso del grupo hubo amenazas, insultos, pedradas y carreras, pero la presencia de custodios armados y la inminencia de la noche pospusieron lo inevitable. El grupito fue llevado a una casita a la que llamaban la Conejera.
En la actualidad Sendero de Libertad tiene tres áreas para internos: el Sector 1, al fondo, con tres casas en las que malviven de 110 a 130 jóvenes, entre ex pandilleros y civiles; la Exbodega, una casita que un día fue la residencia de los orientadores y que ahora acoge a unos 30-50 expulsados del Sector 1: y los dos cubículos tercermundistas de la Portería. En 2010 había también un Sector 2 –más grande, más poblado– repleto de activos de la MS-13; y para aislados existía además la Conejera, que es adonde recaló el grupo de 15 trasladados. Llegar a la Conejera desde el Sector 2 exigía atravesar el Sector 1.
En la pandilla nadie puede negarse a la batalla. Le iría peor. Pero me sorprendió volver a comprobar la naturalidad con la que asumen que la violencia es la única salida. La única.
—¿Por qué uno cuando hay desvergue no puede quedarse en su cuarto y ya? –pregunté a uno de los catalogados como bien portados.
—No, porque… Eso no se puede. No se puede. Si pasa algo… pues… todos ¿va? Cuando todos, todos, ¿va? No importa en lo que esté uno. Yo quizá quisiera estar solo viendo, pero tengo que estar ahí.
La misma sensación tuve otro día, durante uno de los paseos con Paulino. Nos detuvimos a hablar con un grupo, y la conversación fue tan lúcida o más como la que se puede tener en un aula universitaria.
—Estos serán de los tranquilos, ¿no? –le pregunté apenas nos alejamos tantito.
Paulino solo sonrió.
—Aquí todo eso es relativo, mi estimado. Ahorita puedes hablar con alguien y pensar que qué hace este chico aquí, pero ese mismo muchacho, si hay una efervescencia, tiene que acompañar y demostrar que es de los que va adelante.
La efervescencia del 11-S duró más de cuatro horas. Inició poco antes del mediodía, cuando un emeese saltó el muro que separa los sectores y abrió el portón ubicado junto a la escuela. Aunque en principio no iba con ellos, el Sector 1 respondió, y arreció una lluvia de pedradas, alternada por esporádicos combates cuerpo a cuerpo. Las armas en ambos bandos eran las mismas: piedras, corvos hechizos, varillas de hierro y palos afilados, punzones y unos polines filosos de más de un metro a los que llaman matabúfalos.
En las primeras tres horas se sucedieron violentísimas y masivas arremetidas, de un lado y de otro, sin que ningún bando se impusiera, como en Verdún. Los heridos se acumulaban. El personal, más escaso que de costumbre por ser sábado, se limitó a buscar refugio. El Ejército y la Policía acordonaron el centro, pero el aval para el ingreso tardó demasiado. Casi al final, una nueva embestida de la MS-13 logró que sus rivales retrocedieran a su sector, pero un niño no logró llegar al portón antes de que lo cerraran. Los emeeses lo mataron con sadismo.
“La Policía encontró un interno brutalmente asesinado”, consignó al día siguiente El Diario de Hoy, un periódico local, pero la frase no retrata lo que realmente ocurrió. La turba deshizo a golpes el cuerpo, y la cabeza se la vaciaron, su rostro desapareció. “Era como una bolsa de carne molida” y “Le sacaron toda la cara y quedó como huacalito” son descripciones de personas que vieron el cuerpo, cercenado con una saña que cuesta siquiera imaginar, pero que se ha convertido en una forma de vida para significativo sector de la juventud salvadoreña.
El interno asesinado se llamaba Víctor, y era un civil de 17 años que estaba preso por robo, aún sin condena, y que desde su llegada se había mostrado como un bróder, que es como en el bajo mundo llaman a los cristianos evangélicos.
Paulino ingresó aquel día después de que lo hicieran varios pelotones de la Unidad de Mantenimiento del Orden (UMO). Aún brillaba el sol. Las instalaciones, destrozadas una vez más. Los pasillos, saturados de malheridos. El saldo del 11-S fue un fallecido y más de medio centenar de lesionados, de los que la mitad tuvieron que ser hospitalizados.
—Es doloroso ver que a jóvenes de 16, 15 o 20 años los matan como si fueran basura… –me dijo Paulino un día que hablábamos del 11-S mientras almorzábamos–. Yo tengo dos hijas, y me pregunto: ¿qué voy a dejarles? ¿Por qué crees que sigo aquí? No es por el sueldo, que es de 650 dólares antes de impuestos, poco para la responsabilidad que nos echamos. Yo lo hago por convicción, porque creo que algo se puede hacer para que esta sociedad deje de sufrir. No es por mí, que tengo casi 40 años y ya sufrí lo que tenía que sufrir, pero ¿qué voy a dejar a mis hijas? ¿Con quién se va a casar mi hija de 9 años? ¿O mi hija de 14? ¿Con quiénes?

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