Por Juan Manuel Mannarino.-

El 16 de noviembre de 2011, Cristian Ferreyra, 23 años y militante del Mocase-Vía Campesina, fue asesinado por un sicario en el paraje Campo de Mayo, Santiago del Espero,  cuando organizaba una asamblea con sus compañeros. Un año después, hacía falta contar la historia completa: quién era Cristian, quienes lo mataron, por qué lo hicieron. Esta es una historia en un escenario donde la sequía, el desmonte y los matones de los empresarios convierten las riquezas naturales en imágenes del fin del mundo.

 

1-¿Quién carneará los animales?

La tierra en las manos de una señora robusta, que acaba de arrancar un par de flores del patio.

-Son para mi marido y para mi hijo.

Es verano y Mirta Ferreyra está sentada bajo la sombra de un palo borracho. “Ya no tengo hombres”, repite más de una vez, y las lágrimas pesan tanto como los 45 grados de la tarde santiagueña. Es una mujer de dos duelos, uno encima del otro: en octubre, el esposo falleció de un cáncer; en noviembre, le mataron a sangre fría a uno de sus hijos. La tierra negra es semejante a la que removió para enterrarlos en un pequeño cementerio del monte, a la vera del camino.

Las hijas y los nietos, descalzos, se turnan para alcanzarle un pañuelo. No dejan que se esfuerce demasiado porque sufre presión baja y se desmaya seguido. Dice “tengo diez hijos” pero tendría que decir “nueve”: ocho son mujeres y hay un chico de 12 años. El otro varón, de 23, fue asesinado hace unos meses. En el patio hay una mesa de madera con una pava, unos perros que se rascan, un mate, una azucarera y dos mamaderas. Alguien entra a la casita de material que está en la mitad del terreno y vuelve con una foto.

-Es el finado. Mi hijo, Cacho. El Cristian- lo presenta Mirta.

En la imagen el joven está serio, peinado con la raya al medio, viste camisa clara y un jean azul gastado, y sostiene una vela roja cual si estuviera a punto de rezar. Tiene una estatura media y los ojos mansos, un aura de serenidad que contrasta con el perfil que describe su madre: la de un “hombrecito” que trabajó desde los 10 años porque, con su padre postrado por enfermedad, faltaban brazos para las tareas del monte.

-Él hacía los postes, él degollaba los animales, él usaba el hacha. ¿Quién me carneará los animales ahora? –dice la mujer de 55 años, los ojos verdes en una cara morocha, aindiada. No se imagina jamás que alguna de sus hijas, aunque muchas sean fornidas y tengan cerca de 30, puedan labrar un poste  y carnear un animal grande.

Cantan las chicharras y estamos en Monte Quemado, al extremo norte de Santiago del Estero, en la frontera con Chaco y Salta. Es una comarca desértica, que alguna vez tuvo un cine colosal tan abandonado hoy como la estación de tren.

El tradicional grupo folklórico, “Los Manseros Santiagueños”, le dedicó una canción llamada “Canto a Monte Quemado”. Algunas estrofas dicen:

Monte espeso, monte virgen

Tan lejano y olvidado,

Miradas del hombre simple

Temeroso y tan sufrido

Que habla con ruda nostalgia

De las cosas que ha perdido (…)

Fundado en 1932 es la cabecera del Departamento de Copo y tiene cerca de 13 mil habitantes, casi la mitad del distrito. Las casas son de ladrillo, bajitas, y los pobladores, cuando no salen a la vereda, caminan hasta una plaza principal con tres bancos en la que hay un monumento gigante dedicado al hachero. Los hombres permanecen en bares donde suenan más chamamés que chacareras.

Pero la música del pueblo es el “srr, srr, srr” de los aserraderos, galpones enormes que no descansan ni a la hora de la siesta. Los dueños de Monte Quemado son los obrajeros, empresarios forestales que emplean a los hombres de la zona y compran los postes de madera a los hacheros del monte.

-Pagan poquito. Una miseria. Siempre fue así- se resigna Mirta. Y dice que, aunque sean pobres, “en el campo nunca vivimos con patrón, porque criamos los animales para comer y del bosque  sacamos lo que necesitamos”.

El nombre “Monte Quemado”, según antiguos pobladores, proviene de un gran incendio forestal ocurrido a principios del siglo, donde se quemaron grandes extensiones de los montes vírgenes santiagueños. Estos incendios eran intencionales y ocasionados por los obrajeros para ocultar la depredación clandestina de las tierras  fiscales.

El poder de los obrajeros, en los últimos años, ya no es único. Hace poco más de un lustro, la llegada de grandes empresarios sojeros y ganaderos alteró la vida de los campesinos, que sin dejar de criar animales y hachar árboles, ahora están divididos entre luchar por la tierra que les pertenece por generaciones y recibir el dinero fresco que les ofrecen para escapar de la pobreza. A éstos últimos, Mirta no los entiende.

-Las familias se están mareando por el dinero. Hasta el maestro de la escuela está con ellos. Pero les va a durar poco. Mi hijo los convencía que los empresarios se iban a quedar con todo. Y antes de morirse logró que muchos se arrepintieran.

 

El acento santiagueño, en esta tierra, no existe: se habla con tonada fronteriza, un poco salteña, otro chaqueña, pero sin una pizca de lo que se oye en el centro o sur de la provincia. Mirta Ferreyra se sorprende por la noticia de una chica suicidada. En el pueblo dicen que “sufría por su sexualidad”. Y o explican más. A Mirta quizás le cueste creer que las jóvenes ricas también tienen problemas. Otra vez las chicharras. Las hijas limpian cada chupada del mate con un repasador y ceban con cuatro cucharadas de azúcar. Hay olor a caca de bebé. La pesadez del calor, dicen, “voltia”. Tal vez por eso, como si se ahorrara esfuerzo, se conversa lo mínimo: para dar una orden, para hablar del tiempo, para comentar lo que pasa en el pueblo.

La casita de material en la que están los Ferreyra, ubicada en el centro de Monte Quemado, no es su verdadero hogar. Es una casita que, según explica Mirta, la alquilan a “muy bajo precio” para que las hijas viajen desde el campo a cursar el secundario. Los Ferreyra viven en un rancho de adobe a dos aguas y aljibe en el patio, sin luz eléctrica, como el que habitan los campesinos de los parajes monte adentro, con troncos de madera, techo de hojas de malvón, paja y naylon, y está en San Antonio, a 60 kilómetros de allí, un territorio donde los pájaros están escondidos, temerosos que los próximos estruendos de escopeta puedan impactar sobre ellos.

2- El páramo negro

Dos veces por semana, un micro sale de Monte Quemado hacia los parajes rurales. El colectivo es uno de esos escolares, viejo y destartalado, repleto de cosas: gallinas, packs de gaseosas Torassa y bolsones de alimentos. Como un barco pesado, se bambolea a los tumbos por los senderos de cascote macizo.

Después de tantas horas de algarrobos negros y blancos, quebrachos blancos y colorados, lapachos, mistoles y espinillos, se oye el ladrar de los perros. Un rancho y una escuela pequeña, la única de la zona: tiene un mástil en un patio de tierra y tres aulas. Otro rancho. “Acá es San Antonio”, dice el chofer, y “allá es San Bernardo”, aclara.

Los parajes están separados por cinco pasos. Allí espera José Cuellar, de 51 años y marido de Josefa, la más grande de las hermanas Ferreyra. Es un hombre flaco y de pelo hirsuto. Se arma un torniquete con su propia remera y se la aplica por el cuerpo, en breves latigazos, para espantarse las moscas. José Cuellar es salteño y sus trece hermanos y dos hijos viven en Tucumán. Cuando habla sobre “Los Ferreyra” se acuerda del Malevo Ferreyra y dice que lo respetaba como líder popular porque se plantaba frente a los ladrones. Pero  hace 13 años que llegó a San Antonio a trabajar como hachero y la realidad tucumana le quedó lejos. Ahora Cuellar milita en el Mocase-Vía Campesina, que integra la Central Campesina Copo-Alberdi (CCCOPAL).

A los pocos días será el guía para conocer el desmonte. “El último que hizo el empresario Ciccioli”, aclara. Agarramos unas motos tipo scooter y atravesamos el monte en zigzag, como si estuviéramos descifrando la salida de un laberinto. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten los rayos del sol corren a esconderse en la sombra de una piedra. Cuellar bromea: dice que tenga cuidado, que en cualquier momento puede aparecer un puma.

-No se asuste, don. Con el desmonte, los animales grandes se fueron a otra parte.

Se frena. Agarra un palo y ordena que caminemos lento. Hay unas pequeñas cuevas de iguanas. Torpes y lentas, son fáciles de agarrar. La piel, explica, sirve como medicina: para curar el moquillo de los animales. Como la lampalagua, la serpiente constrictora de la zona que suele medir hasta cinco metros y cuya grasa cura los empachos. Pero la víbora, que no es venenosa aunque si se enrosca al cuello mata en segundos, aparece con la humedad, revela, y en el monte no cae una gota en meses.

Hay un cartel que dice “Campo Virgen de las Mercedes. Prohibido pasar, propiedad privada”. Los cables de electricidad que cercan el campo están cortados. Desde el asesinato de Cristian Ferreyra, el gobierno santiagueño prohibió el desmonte y las topadoras están guardadas en los galpones de los terratenientes. Cuellar no cree en los funcionarios. Todas las mañanas, cuando sale a hachear árboles, escucha a lo lejos que alguna de ellas se enciende. Los desmontes, dice, ahora suceden “monte adentro”, donde no llega ningún tipo de control.

-Los matones nos siguen vigilando de cerca. Antes lo hacían con las camionetas cuatro por cuatro. Ahora pasan en moto cross, rápido, y apuntan con escopetas.

Se saca los anteojos. Frente a sus ojos negros, hay dos caballos que comen la hierba escasa, la que quedó en un paisaje de ramas caídas, tierra quemada y árboles cortados de cuajo. El desmonte es gris, triste. Un acontecimiento de cenizas y espinas. Un mundo a punto de desaparecer.. Cuellar parece no aguantar más y arranca la moto.

-Vamos donde mataron al Cacho- dice.

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3- A la hora señalada

Aquella mañana del 16 noviembre de 2011, cuando se levantó a las cinco de la madrugada, lo primero que hizo José Cuellar fue mojarse los cabellos negros en un balde del patio de su rancho. Después dio alpiste a las gallinas, recorrió con sus ocho perros el chiquero y se sacudió las manos para acariciar la crin esbelta de un caballo de carrera que estaba atado a un algarrobo blanco. Cuellar lo cuidaba como un hijo privilegiado, separado del resto: la paga que recibía de su dueño era más importante que lo que le daban por los huevos y la carne degollada. Desde la copa de los árboles los coyuyos, sedientos, no paraban de cantar.

Prendió un fuego, se tomó unos mates y se ajustó un gorro en la cabeza. En un rato se encontraría con Cacho Ferreyra, su cuñado, y hablarían de cómo preparar una reunión con campesinos de la zona. La misma se haría horas más tarde en la casa de Darío Godoy, de 26 años, en el paraje Campo de Mayo, cerca de San Antonio. Había expectativa.Los tres, militantes del Mocase, encabezaban la lucha contra los empresarios que se estaban quedando con las tierras del monte y tenían el plan de organizar y unir a los campesinos del norte. Una misión nada sencilla: las distancias entre los pueblos, con caminos de pozos de más de medio metro de profundidad, eran abismales. Una zona sin señal para celulares, sin televisión, sin internet.

A eso había que sumarle que los empresarios tenían poder de fuego: habían creado lo que se conoce como las guardias blancas, grupos paramilitares armados con escopetas de guerra y entrenados para matar. Cacho y sus compañeros recibían insultos y amenazas por haber cortado el alambre de los cercos y por desobedecer los límites del deslinde empresarial. Ninguno de ellos, sin embargo, jamás hubiera imaginado lo que ocurriría la tarde en la que sumarían a la lucha a nuevos campesinos.

En Firmeza, un pueblo a 20 kilómetros de San Antonio, Javier Juárez se despertó sobresaltado. Luego almorzó con apuro. Su familia lo notó raro, y cuando lo vieron salir dando un portazo y sin llevar las llaves de la camioneta cuatro por cuatro, se alarmaron. Salió con una escopeta ithaca bajo el brazo,  subió a una moto y aceleró. Estaba llegando tarde.

La casa de Darío Godoy quedaba en los confines del monte. Cacho almorzó con su mujer, Beatriz Juárez, de 26 años y su hijo Matías, de dos. Se estaban construyendo su propio rancho, a pocos metros de la familia Ferreyra, y esa mañana habían colocado un catre en la puerta para que los animales no entraran a los cuartos. El del hijo estaba casi terminado: habían pegado un poster de Pokémon en el centro.

A las tres de la tarde, salvo en la casa de Godoy, se dormía la siesta. En el rancho  hablaban de la comida que irían a preparar después de la asamblea y Cacho estaba preocupado porque muchos vecinos, como Fabucho Palomo y los hermanos Abregú, se habían sumado a la patota violenta de los empresarios. Entonces Viviana, la mujer de Darío, escuchó un ruido. Esa forma de llamar con las palmas, un tanto más torpe que lo normal, les resultó conocida. Era Javier Juárez, el tío de Beatriz.

El familiar estaba nervioso y a lo lejos gritó “Cristian, quiero que venga Cristian”. De repente, Godoy tomó del brazo a Cacho y le pidió que detuviera la marcha. Los que lo conocían daban por descontado que Cacho, una vez que se le ponía algo en la cabeza, no frenaba hasta conseguirlo. Y con los Juárez había perdido la paciencia. Javier, sicario del terrateniente santafesino José Ciccioli, presionaba a Beatriz para que lo dejara y se fuera a vivir con ellos.

-Los Juárez te van a matar. Te odian, hijo– le había dicho Leandro de Jesús Ferreyra, su padre, antes de fallecer.

Cacho no recordó aquella advertencia y salió a la intemperie. Enojado, levantó la voz y dijo sus últimas palabras.

-Matón de porquería. Bajá el arma y andate a tu pueblo. No tenés nada que hacer por acá.

De inmediato Javier enderezó el arma y sin levantarla más que a la altura del bajo vientre disparó dos veces. Una de las balas impactó en la pierna de Cacho y la otra pegó contra una piedra y se incrustó en la rodilla de Godoy. El sonido de la ithaca despertó de la siesta a Sergio Ferreyra, primo de Cacho, un petiso fornido que vivía a metros de allí.  Los gritos de los baleados estremecieron el monte. Llegó corriendo, vio el reguero de sangre y  se arrojó encima del asesino a sueldo que, algo sorprendido, retrocedió. Luego forcejearon, rodaron por el suelo y Sergio le quitó el arma. Se paró, le dio un culatazo en el ojo y escuchó que el sicario le pedía por sus hijos. Aún así apretó el gatillo. La escopeta bramó, silenciosa: se había quedado sin cartuchos. Por detrás aparecieron los padres de Sergio. Ellos evitaron que su hijo vengara la muerte: lo agarraron de los brazos justo antes de que le partiera una piedra maciza en la cabeza.

Cacho se desangró lentamente. La bala de guerra había atravesado la arteria femoral. En la tierra que pisó por última vez, donde ahora hay una cruz precaria hecha de madera, con flores amarillas de plástico y una muñeca rota, todavía hay manchas de sangre seca. Godoy salvó su vida por milagro: un vecino lo cargó en una camioneta y lo llevó al hospital de Monte Quemado. Beatriz, que había estado la mayor parte del tiempo dentro del rancho protegiendo a su hijo, salió corriendo a buscar ayuda. Sergio Ferreyra, junto a vecinos que acababan de llegar, destrozaron la moto de Javier Juárez, que se fue insultado y con ganas de haber matado a Viviana.

Es que la mujer de Godoy tenía una prueba irrefutable. Le había sacado una foto con su celular: un retrato en la puerta de su casa, con la itaka de dos caños en mano antes de apuntar a Cacho, que estaba a centímetros suyo, desarmado, y con el brazo en ademán de echarlo.

 

4- Progreso, divino tesoro

Shu Mansilla es un periodista de la zona que maneja una Harley-Davidson y se saluda con todo el mundo. De barba candado,  retacón y único redactor de la revista “DNI”, está preocupado porque “los valores tradicionales como la familia y la fe se están perdiendo”. El periodista escribió libros de historia sobre Monte Quemado y se enorgullece de tener la única revista de la región con el auspicio de los aserradores en páginas centrales y contratapa. Expresa estar “dolido por el asesinato de Cristian Ferreyra” pero justifica la entrada de los empresarios como “el progreso que este pueblo quiere”. Para Mansilla, se necesita la inversión “porque el campesino auténtico quiere salir de la miseria” y el campesino que se organiza para defender la tierra, como lo hace el Mocase (Movimiento de Campesinos de Santiago del Estero), “no es el original, está influenciado desde afuera”.

El Canal de Dios, brazo que conecta con el Río Salado del Norte, parece la bendición que salva a los campesinos de la sequía: en el monte sólo llueve un par de veces al año. Pero el agua sale sucia, no es potable y tiene una alta concentración de arsénico. El padre de Cristian, de tanto beberla, contrajo una intoxicación que le provocó amputaciones, cáncer y muerte. No fue el único. Los pobladores aseguran que en cada familia, hay alguien que se enfermó por el agua contaminada.

El paraje San Antonio pertenece a los Lule-Vilela, una etnia indígena que tiene cerca de 800 familias en una propiedad comunitaria de 75 mil hectáreas. Originarios de la zona occidental del Chaco, al principio eran nómades cazadores-recolectores y luego adoptaron hábitos agrícolas. Su lengua está extinguida y hay un párrafo de su historia que la destaca como una comunidad guerrera: se dice que lograron frenar el avance de los incas, uno de los imperios prehispánicos más poderosos.

Alrededor del paraje San Antonio viven aproximadamente 25 familias en un radio de 2 mil hectáreas. La tierra es blanca y parece talco. En el municipio de Monte Quemado, un funcionario despliega un mapa donde están registrados todos los poblados del monte. Los nombres de los otros parajes también tienen significado religioso: San Bernardo, Nueva Esperanza, San José de Boquerón.

El funcionario, secretario del intendente Carlos Hazam, se ataja y explica que “hace años están haciendo un censo de los parajes” aunque, en lo concreto, no hay datos actuales de las familias, ni de los desmontes ni de las zonas en conflicto ni de las casos de cáncer por arsénico en el agua. No dirá mucho más: también lamenta la muerte de Cristian Ferreyra y asegura que “están haciendo lo posible para que no suceda otro asesinato”.

Los campesinos enfatizan que el municipio, la justicia y la policía hicieron la vista gorda ante las denuncias que realizaron por amenazas, usurpación de tierra y arrasamiento del monte. Si alguna de estas advertencias hubiera sido escuchada, destacan, el crimen del joven militante podría haberse evitado.

A diferencia de otras zonas de Santiago del Estero, donde el conflicto por la tierra se originó hace más de 20 años y los campesinos fueron resistiendo con un proceso gradual de lucha, los capitales del agronegocios encontraron aquí una realidad favorable: campesinos pobres y aislados en un monte inmenso, olvidados por el Estado. De un momento para otro, compraron terrenos fiscales con títulos falsos de propiedad, maquinarias de última generación y usaron un sutil mecanismo de persuasión: dejaron que los campesinos siguieran en sus ranchos pero les cercaron los movimientos, construyéndoles casas de material y galpones gigantes.

A muchos los contrataron para tareas domésticas y a otros les dieron handys, armas y camionetas para custodiar los latifundios. Una vida heredada por generaciones dio un giro de 180 grados en tan sólo un par de años. De levantarse a la madrugada para soltar los animales, algunos campesinos pasaron a estar encerrados, cuidando la tranquera con alambres electrificados. De recibir un dinero miserable por los postes de madera y el carbón, pasaron a cobrar sueldos por vigilar pertenencias ajenas.

A los hacendados todo les iba perfecto hasta que una buena parte de los campesinos se resistió a los desmontes y el despojo de la tierra. Son los que, como Cristian Ferreyra, defienden el cuidado de la naturaleza y la autonomía de la vida en el monte. Quieren vivir en la identidad de la familia numerosa, como lo hacían sus abuelos, dejando pastar libres a los animales y dormir con los catres en el patio bajo el cielo estrellado del verano. Y no quieren que la tierra de sus ancestros sea un escenario de topadoras, bosque arrasado y sicarios con itakas.

5-La ley del  padre

A Mirta Ferreyra la viene a buscar una vecina para ir a una iglesia evangélica del pueblo. A los pocos minutos, los niños corretean levantando el polvaderal, con las gomeras colgadas en los cuellos, y las hijas tienden la ropa, preparan el mate y la mamadera, pasan la escoba. Prenden un fuego para espantar los mosquitos.

La madre sale y ellas ya no son tan tímidas: hablan de los boliches, de los chicos con los que bailaron en las últimas fiestas y con los que se escriben mensajes de texto. Noelia, que tiene cerca de 20 años, dice que el padre de su única hija, Valentina, murió por un accidente de moto. Que, un año antes la había dejado por otra mujer.

Lorena, su hermana mayor, prepara la cena en una olla grande: un puchero de carne y verduras. Dentro de la casita de material hay un televisor con dibujos animados y los niños, tirados en una cama de dos plazas, lo miran sin demasiada atención. El resto de las hermanas, explica, está en Buenos Aires y en la capital de Santiago del Estero. Y Josefa, la mayor de todas, está junto a su marido, José Cuellar, en San Antonio con lo que queda de la familia. Dice que Cristian era parecido a su padre.

-Estaba encima de nosotras. No quería que saliéramos del rancho.

El Cacho se ponía celoso. Arrancaba su moto de cilindrada mayor y se aparecía en el pueblo cuando salían con sus novios. Desde que al padre le descubrieron un tumor maligno, Cristian se convirtió en el jefe de hogar y estaba pendiente de la salud de la madre. Sus hermanas cuentan que opinaba sobre su vida, y rechazaba que fuera a rezar con los evangélicos porque eran gente “que hacía mucho ruido” y “se aprovechaban de las personas buenas robándoles dinero”.

En los huecos vacíos de la charla, descubro que todavía están sorprendidos por el asesinato de Cristian, y se refieren a él en presente, como si estuvieran esperándolo para que fuera a buscar leña al monte , arreara las vacas y se sentara con la familia para escuchar el radioteatro.

Lorena se sonríe. La imagen que se le cruza es la de Cristian trepando como un mono al tronco de un algarrobo, el brazo extendido hacia los cielos con el celular en la mano, tratando de enviar un mensaje de texto. No lo recuerdan como un militante. Pocas veces lo vieron con un libro y dicen que no discutía de política en la familia ni con los vecinos.

Les resultaba extraño cuando se juntaba con su cuñado José Cuellar y viajaban a otros parajes. Había veces que se iban hasta la capital de Santiago del Estero, a encuentros de militancia, y se les perdía el rastro durante días. Pero luego volvían a la rutina, como si nada hubiera pasado.

El padre era todo. Desde que enfermó, Cacho no volvió a ser el mismo. De pequeño, lo acompañaba a todos lados. Era su heredero, de quien se esperaba la sabiduría para entender el monte y llevar las riendas de la familia. La última vez que lo vio, lloró.

-Papá murió envenenado por el agua-decía –. Si no luchamos, nosotros vamos a morir cuando nos saquen la tierra.

Los Ferreyra apoyaban a Cristian pero tenían dos objeciones. No querían que dejara de ser el hombre que se encargaba de las tareas pesadas y sospechaban que su mujer fuera a traicionarlo. El recelo no era menor: Beatriz tenía la sangre de la familia Juárez, los matones a sueldo del empresario contra el que luchaba Cristian.

Al fin y al cabo, piensa Lorena, Cristian terminó el secundario y podía pensar mejor. De Cristian para abajo, los padres permitieron completar la educación. No había sido así con las mayores. Leandro De Jesús Ferreyra se oponía a que las mujeres siguieran estudiando. Decía que la educación era inútil y costaba plata. Y había que seguir lo que el padre dijera. En realidad, las quería en el rancho.

-Mamá también pensaba lo mismo. Dos de mis hermanas consiguieron marido y se fueron lejos. Pero las demás nos quedamos acá.

En el monte, dominan los hombres: son los que se asignan la tarea de alimentar y dar descendencia a la familia. Las mujeres, que se encargan de cocinar, lavar y estar con los niños, tienen cierto gobierno sobre el hogar, pero cuando ellos retornan del bosque, hacen silencio.

Desde que murió papá, Cristian le decía a mamá lo que teníamos que hacer. Ahora quien se encarga de todo es Cuellar– dice Noelia.

Ni siquiera quedaron los tíos: ellos también murieron en los últimos años. Uno, que era jockey, se cayó de un caballo en una carrera. El otro, que trabajaba en la noche tucumana, murió acuchillado. El que queda, el que será el hombre orquesta, es José Cuellar. Esposo, padre, cuñado y tío, todo en uno.

6- Buscando a Beatriz

Beatriz es un nombre que los Ferreyra dicen con vergüenza. En voz baja, como un balbuceo que sale con desgano, y cuando escuchan que los diarios la nombran como “Beatriz Ferreyra”, hacen un chistido de enojo.

-Ella es Juárez. De la familia que mató a mi hijo.

Mirta, la madre de Cristian, piensa que Beatriz “sabía que al Cacho lo iban a matar” y cuenta las amenazas que su hijo recibía a diario por parte de los Juárez. Le decían que “si no se dejaba de armar lío, lo iban a hacer cagar” (que, en el noroeste argentino, significa pegar).

Le tenían bronca por ser el que lideraba la resistencia y por ser el pibe que viajaba por la provincia a formarse como cuadro político, pero también por una cuestión de sangre. Cristian era marido de Beatriz Juárez, y la familia Juárez, que trabajaba con el empresario José Ciccioli, no toleraba que “el indio”, como le decían, se hubiera casado con una de las suyas.

Los hermanos Juárez, entre los que se encuentran Javier, Arturo, Pirincho y Hugo,  oriundos de Firmeza, son conocidos en la zona por un pasado de robos, agresiones y homicidios. Muchachos del hampa, temerarios y violentos, algunos salieron de la cárcel y vieron en los empresarios una oportunidad imperdible. José Ciccioli les dio camionetas cuatro por cuatro, escopetas, picanas y casas de cemento. Ninguno de ellos pensó que ese  pacto los llevaría a la cárcel. Pronto los Juárez se convirtieron en los matones profesionales que pasaban a toda velocidad cerca de los ranchos, que intimidaban a los niños mostrándole el grueso calibre de las itakas, que se divertían acribillando a los chanchos y a las chivas que pisaban el cerco, desorientadas por un límite que jamás conocieron en su costumbre de pastear en el monte abierto.

Hay un manto de sospecha que cae como una viga de acero sobre la figura de Beatriz. Pregunto si la visitan desde que murió Cristian, si hablan con ella. Los Ferreyra la niegan. Sin pruebas contundentes, piensan que Beatriz es una de las posibles cómplices del crimen.

-Beatriz y Cristian tenían un hijo y hace poco se habían construido un rancho. ¿Ustedes igual creen que tiene algo que ver con el asesinato?

-Los Juárez son gente mala. Y le llenaron la cabeza a ella para que lo entregue.

Mirta vuelve a evitarla: no la nombra. Sus hijas la escuchan y no la contradicen. Para el Mocase, Beatriz también es una sombra. Las versiones son desencontradas: algunos aseguran que está en la casa de un pariente, en la capital de Santiago del Estero. Los más desconfiados la imaginan en Buenos Aires, Tucumán o Santa Fe, refugiada en alguna guarida familiar y cobrando un sueldo del empresario.

Cierta tarde, en Monte Quemado, una mujer me acercó la dirección de un departamento. Su voz se escuchó por única vez en una radio de Buenos Aires. Contó ante la Agencia Pelota de Trapo, entre lágrimas, cómo después de los disparos de su tío, se metió dentro del rancho de Darío Godoy para proteger la vida de su niño. La versión de los Ferreyra apuntaba a que se había escondido por complicidad. Pero ella afirmó otra cosa.

-El asesino es mi tío, hermano de mi padre. Toda la vida me ha tenido odio y rencor porque desde niña quería abusar de mí.

Dijo, además, que hacía tres años que se había conocido con Cristian y que desde ese momento sus tíos “la volvieron loca” pero ella quería seguir con él. En la entrevista dijo que “Ciccioli nos quería sacar de nuestra casa” y que “hacía un año que empezaron a resistirse, después de que las topadoras derribaron cientos de árboles”. Sin titubear nombró a Carlos Abregú y Fabucho Palomo como vecinos cómplices del crimen. Según ella, fueron los que prestaron sus ranchos a los Juárez para guardar las armas y realizaron la inteligencia previa del asesinato.

Explicó que estaba “muy sola”, que tenía miedo por su hijo y que nunca olvidará la agonía de su marido, con la pierna chorreándole sangre y la cara hinchada, amarilla.