Un juez que narra un final romántico. El asesino que pareciera ser el espeso ramaje y el agua helada. Otro intento para clausurar la historia.
Por Marcelo Musante*
Santiago Maldonado se hundió. Así nomás. Primero corrió hacia el río Chubut y luego se tiró. Y ahí se hundió. Y murió.
¿Por qué corrió? ¿Por qué se tiró? Parece que porque sí. Que la Gendarmería Nacional pasaba de casualidad por el Lof en Resistencia Cushamen. Que los gendarmes andaban armados sin querer y que corrían para entrenar.
Podría decirse, con la misma lógica, que los que murieron en los vuelos del Plan Cóndor se ahogaron cuando se cayeron de los aviones. Y -ya que estamos- que los desaparecidos se perdieron.
Y que la semana pasada a Rodolfo Orellana se le cruzó una bala por la espalda durante la ocupación de tierras en Ciudad Evita.
Y que hace un año Rafael Nahuel se chocó contra otra bala -también por la espalda – mientras el cabo Javier Pintos del Grupo Albatros de la Prefectura Nacional Argentina practicaba tiro en un cerro sobre el lago Mascardi.
Ayer Patricia Bullrich, la que desde el primer momento exculpó a la Gendarmería y ni siquiera se permitió la duda, se puso contenta con el fallo del Juez Gustavo Lleral. La que dice que la gente debe ir armada. La que condecoró al policía Luis Chocobar. Está contenta porque la sentencia del juez confirmó lo mismo que ella decía. La verdad triunfó sobre el relato, festejó la ministra. Pero es una verdad que se parece mucho a la que hace cuarenta años decía que los desaparecidos no están, no son. Coincidencias.
Santiago se hundió. Eso dijo el juez Lleral. Y dio por cerrado el caso. Pero cerrar el caso también es apelar a asignarle una verdad definitiva a un hecho. La investigación sobre la muerte de Maldonado seguirá en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y también tendrá toda una serie de apelaciones, por parte de la familia, en el marco de la justicia argentina.
Cerrar el caso permitió a Bullrich y a los grandes medios poner un punto final. Un punto final que en la historia argentina también ya utilizó cuando se intentó clausurar las discusiones sobre la última dictadura militar y todos los Crímenes de Lesa Humanidad. Como si un proceso histórico pudiera tener un punto final.
Pero peor aún, como si afirmando que desde una posición de poder (un juez, un gobierno, un diario) con “una verdad” (se hundió, no están, por algo habrá sido) se pudiese definir que listo, que ya pasó, que no se habla más.
Cristalizar la historia como si no fuera un proceso. Darle un único sentido como si no hubiera una multicausalidad también es un ejercicio discursivo del poder que se repite.
La dictadura militar realizó el golpe de Estado de 1976 para terminar con la subversión. Esa fue “la verdad”. No importaba que para ese año las organizaciones guerrilleras ya estaban desarticuladas por el accionar represivo de la Triple AAA y de las fuerzas militares con posterioridad al decreto firmado en 1975 para “aniquilar a los subversivos”.
Si el golpe militar fue para terminar “la guerra con la subversión” se cristaliza esa verdad y trasciende hacia el futuro. Y se ocultan en ese cristal esmerilado los intereses económicos de los sectores financieros, la intención de desarticulación y fragmentación de la clase obrera argentina, y las ansias de poder de los sectores militares.
El juez Gustavo Lleral también construyó un relato, pero el gobierno y los medios que lo retomaron acrítica e interesadamente, lo invistieron de verdad definitiva. De opinión objetiva, valga la contradicción.
La sentencia dice “La verdad se mostró sencilla, sin fascinaciones” y le habla a todos las otras verdades que de pronto se convierten en fabulaciones.
Y sigue afirmando “La verdad es esa. Cuando la simplicidad de las cosas es patente, sobrevuelan los sinsabores de la especulación espuria”. Entonces todas las otras hipótesis son reconvertidas para sostener intereses espurios.
Preguntar por el accionar de la Gendarmería Nacional irrumpiendo violentamente sin orden judicial y a los tiros como se ve en las filmaciones en una comunidad Mapuche es, entonces, sostener intereses espurios.
Desconfiar de que Santiago Maldonado se haya tirado con toda su ropa de abrigo a nadar placenteramente en el río Chubut es oponerse a la “simplicidad patente de las cosas”.
Afirmar que no pudo demostrar que el gendarme Emmanuel Echazú haya sido responsable exime la responsabilidad de la Gendarmería Nacional y por la tanto del Estado.
Esta inversión de la responsabilidad en casos de violencia institucional, pasando de lo general a lo particular para deslindar culpas, es un movimiento que el Estado argentino realizó en varios momentos.
En 1947 el Estado Argentino, a través de la Gendarmería Nacional, realizó una feroz masacre sobre las comunidades pilagá. La matanza masiva de personas incluyó persecuciones durante varios días, violaciones de mujeres y la quema de personas en fosas comunes. El juzgamiento en el rol del estado siempre estuvo asociado a la acción de los gendarmes pero nunca a la responsabilidad del gobierno Nacional de turno. Había que cuidar a Perón.
Entonces no hay violencia institucional, no hay crímenes de estado, es una persona la que actúa. Y el movimiento final resuelve que al inculpado, un cabo, un gendarme, un policía federal, no se le encuentran las pruebas suficientes para demostrar su culpabilidad.
Echazú no disparó, ni tuvo que ver con la muerte de Santiago Maldonado. Pintos tampoco tuvo que ver la de Rafael Nahuel. Caso cerrado. Asesino suelto. ¿Asesinado olvidado?
La instalación de la verdad de los sectores de poder siempre va a tener por contraparte intentar producir el olvido.
La sociedad argentina, plagada de asesinatos por motivos sociales, étnicos, de géneros y políticos, tiene un ejercicio de la práctica activa de la memoria que hace que esos muertos y muertas nunca se olviden. No se olvidó a Fuentealba, no se olvidó a Cabezas, no se olvidó a Diana Sacayán, no se olvidó a los muertos y muertas de Rincón Bomba ni Napalpí, no se olvidó a Kosteki y Santillán, ni a tantas otras personas. No se olvida.
La sentencia de Juez Lleral intenta cerrar y clausurar pero hay algo en el tono de lo que dice que se aleja del relato frío de la justicia.
La narración que construye para contar la muerte de Santiago Maldonado se desnuda más que nunca como un relato. Trasciende hasta una imagen romántica, en el sentido trágico del romanticismo, de una huida que termina con un cuerpo hundiéndose. Un río que es una trampa mortal. Quien asesina pareciera ser el espeso ramaje y el agua helada.
“La desesperación, la adrenalina y la excitación naturalmente provocadas por la huida; la profundidad del pozo, el espeso ramaje y raíces cruzadas en el fondo; el agua fría, helada humedeció su ropa y su calzado hasta llegar a su cuerpo. Esa sumatoria de incidencias contribuyó a que se hundiera y a que le fuera imposible flotar, a que ni siquiera pudiera emerger para tomar alguna bocanada de oxígeno. Por la confluencia de esas simples y naturales realidades, inevitables en ese preciso y fatídico instante de soledad, sus funciones vitales esenciales se paralizaron”.
Y la escena siempre es individual. En la muerte de Santiago Maldonado hay una clara marcación del individuo en su soledad. Casi como si fuera un suicidio.
No hay represión sino una escena de dos grupos enfrentados, los gendarmes y la comunidad indígenas, que no ven a Santiago ahogándose.
“En ese lugar, murió ahogado, sin que nadie pudiera advertirlo, sin que nadie pudiera socorrerlo. Ni los gendarmes que los perseguían en medio del operativo, ni los miembros de la comunidad a la que Santiago fue a apoyar en sus reclamos”.
Una confluencia de simples realidades, escribe Lleral.
Dicho en otras palabras: por algo habrá sido ¿no?