Los despachos judiciales son los menos accesibles a la mirada pública, nadie lo discute ya. Y eso es un problema porque allí es donde se tratan – no me atrevería a decir categóricamente resuelven- gran parte de los conflictos que se supone son los más importantes de la sociedad. Ya sea por la cultura del secreto heredada de la colonia que todo lo permea, por las reglas de juego que menosprecian la transparencia y la participación, que cultivan la distancia y la veneración de Vuestras Señorías, o por todo eso junto y muchas otras cosas más, lo cierto es que la demanda de transparencia y apertura, de democratización genuina, sigue siendo ignorada.
Cualquier persona desprevenida que prenda la televisión o lea los diarios podrá creer que del poder judicial, de los asuntos de la justicia se habla todo el tiempo. Pero no, en estos días asistimos a la espectacularización de la intervención judicial en la vida política de nuestro país. La escena no es nueva, pero tiene expresiones preocupantes. Esa hipercirculación de ciertas informaciones alrededor de lo que pasa en algunos nichos del poder judicial no tiene nada que ver con la permeabilidad, con la ansiada apertura ni con la transparencia, ni con la justicia. Nunca antes en la historia de la democracia se ha dado tan por sentado que los hilos de los personajes y hasta la escenografía política misma son administrados por “los servicios”, por la inteligencia. Y que el tablado elegido sea preferentemente el poder judicial.
Costó varias décadas de democracia romper el cerco de oscuridad y desinterés alrededor de lo que algunos venían señalando, en solitario, desde el momento mismo de creación de la justicia federal: que era una justicia llena de personajes aptos para ser prestidigitada, dócil, servil, funcional a estrategias de extorsión sobre el poder político. Por otro lado, que el sistema político era en extremo dependiente de los servicios de inteligencia, en ocasiones desaprensivos garantizándoles autonomía, en todo caso, sin vocación de control. Pero esa ruptura, producida por lo que quizás con los años sea ratificado como una operación en sí misma -como lo fue la aparición sin vida del cuerpo del Ex fiscal Nisman-, no condujo sino a intentos de transformación que tras, el cambio de signo político fueron no sólo abandonados, peor aún, se optó por el retroceso, el pacto con lo peor. Ahí están el deficiente proceso de conformación de la Agencia Federal de Inteligencia y la postergada reforma de la justicia federal, a gusto de los jueces federales, dando cuenta de esto.
En algún sentido, esta obscenidad con que se habla de operaciones es la expresión triunfalista de lo peor del bajo fondo de nuestra siempre precaria institucionalidad política. Desde los 90 fue sedimentándose hasta la naturalización aquello de los “jueces de la servilleta”, una expresión que evocaba el modo en que habrían sido elegidos algunos de los protagonistas de Comodoro Py: nombres deslizados en una escena de rosca sobre la servilleta que acompañaba el café que tal o cual ministro se tomaba mientras se aseguraba, a punta de lapicera, las piezas claves de una justicia adicta.
Más popularmente, en la jerga, servilleta se utilizó siempre para decir que alguien es servicio, que es buchón, que es Side, que es de tal espía o de tal otro, de la Sala tal o la Sala cual, del Sr. 5 o la Sra. 8, etc.
De esos servicios se han valido el poder político, empresario, gremial, policial, porqué no el crimen organizado y el sistema financiero y/o los intereses extranjeros alternativa o simultáneamente, siempre con márgenes de autonomía que permiten mantener capacidad de condicionamiento cuando no extorsión sobre el juego democrático mismo. ¿Qué son sino los carpetazos?
¿Causa o azar? Hoy, la manipulación judicial ya no se trata sólo de referencias a algunos jueces, fiscales u operadores. El campo judicial muestra regularidades en sus prácticas que permiten decir que estamos ya en otra etapa, la de la “justicia de la servilleta”. Una etapa que tiene un significante distinto a aquel suceso casi mítico en la historia de la degradación institucional del que hablamos más arriba. Ahora el sentido de esa expresión aparece sustentado en la ostentación de ese amasijo entre inteligencia, operadores políticos y modos de funcionamiento. Ya no hay cadena oficial sobre las medidas de gobiernos, pero tenemos transmisión en vivo y 24 horas de esas operaciones. No hay tema relevante de la agenda política, tal como la presentan los medios hegemónicos en su función de usinas, que no tenga un capítulo que transcurra en Comodoro Py.
Durante mucho tiempo hemos creído que la operación bien realizada era tal, en la medida en simulaba esa condición, en que su existencia misma sólo era accesible a sus destinatarios directos. Ahí residía su potencia, el mensaje era para entendidos o para los que debían entender, la operación se definía por el sigilo, el buen espía no andaba dando vueltas por la tele ni era “soprendido” una mañana de invierno por una joven periodista mientras tomaba un café.
No parece ser ese el signo de esta época. Hay una didáctica de la operación, instrumentada por gran parte del periodismo, legisladores y abogados abonados a casos siempre dudosos. Y ahí estamos nosotros, actuando de gran audiencia, de gran público, viendo cómo se despliegan aquí y allá operaciones políticas, preferentemente de burda factura.
En esta escena y con esas herramientas pueden leerse sucesos como la grosera solicitada pidiendo el juicio político del juez Rafecas. Un escrito que lleva la firma de varios autopostulados constitucionalistas. ¿Cómo es que está tan plagado de aberraciones jurídicas? ¿Cómo es que acusan de encubrimiento y piden la cabeza de un Juez un tumulto de personas entre las cuáles están quienes pertenecen a instituciones sospechadas de haberse prestado a echar toda la basura que fuera necesario para encubrir el atentado por el que ahora claman justicia, demorando incluso cuanto pudieron el juicio oral para ese encubrimiento real? ¿Cómo es que vemos firmar a otros que han prestado servicios jurídicos funcionales a ese gran acto de impunidad que terminó con la nulidad del primer juicio? ¿Creen que no se nota toda esa mugre en sus dedos, de repente, tan levantados? ¿Habrán leído tan en detalle la pretendida denuncia de Nisman, como afirman que no lo hizo Rafecas en un texto que ninguna autoridad académica o jurídica convalidó, siendo piadosa, como viable judicialmente? ¿Cómo es que justo algunos de aquellos que son pontificados en esa solicitada, casualmente han sido señalados, por ejemplo, como parte de la “Escudería Stiusso”?
Ese disparate provocó una masiva reacción, geométricamente muy superior en cantidad de firmas pero también mucho más rica en representaciones, aunque es cierto, Rafecas no cuenta con el aval de la Sociedad Rural ni de reconocidos negacionistas del genocidio. A esos llamo yo marcar la diferencia.
Este repudio masivo y de corte popular es en sí auspicioso aunque debemos reconocer con un tono que mantiene la cuestión en las arenas del desempeño personal y el prestigio que todo el mundo tiene derecho a que sea defendido. Quizás sea la reacción necesaria y acorde en la medida en que en este episodio él fue protagonista saliente pero, temo casi hasta la certeza, que esa solicitada no le tenía como único destinatario.
Entiendo que tenemos que tomar nota colectiva de esto, incluso quienes tengan antipatías con el juez o con la justicia federal en su conjunto. Esto tiene forma de batalla judicial, pero huele a guerra a la política, a lo popular.
Hay en estos despliegues una inédita ostentación del detrás de escena, del abuso y de lo burdo, como si el mensaje fuera, que para empezar, están dispuestos a todo. Así se viene construyendo desde el mismo momento en que, sin dejar tropelía y papelón jurídico por hacer, encerraron a Milagro Sala. Es la misma matriz, la trampa es disputar el sentido común jurídico, la corrección dogmática o procesal, caer en la disputa de quien viola o violará más o menos la ley, quien ama más o menos sustancialmente a la República.
La escena política y las internas sectoriales se discuten en estos días, no ya en relación con tal o cual proyecto programático, ni siquiera en relación con el alineamiento con tal o cual referente político territorial. Las líneas divisorias más notables, los auténticos parteaguas, de qué lado de la mecha te encontrás en definitiva, depende del posicionamiento alrededor de lo que sucede en la justicia de la servilleta. Los casos de la Aduana y los manoseos que a más de 20 años viene padeciendo la causa AMIA son elocuentes al respecto.
Como siempre, el problema es profundamente político, con forma de indignación republicana y proclamas anticorrupción que pretenden ocultar lo que es una auténtica desestabilización; si el gobierno juega ese juego es parte del problema, de la viabilidad del retorno autoritario contra la democracia. Mientras, la maniobra distractiva con la que machacan es la de querer poner la amenaza en las crecientes movilizaciones de los sectores populares.
Esta guerra de servicios con forma de expedientes puede ser algo más grave, la rutina de la operación es la antesala no ya de una justicia distorsionada incidiendo en la política de manera extorsiva, sino de la política capturada por la servilleta misma.
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