Este fragmento es un adelanto del libro El Pozo de Quilmes. Crónicas detrás del portón de Laura Rosso.

Rubén Schell es un sobreviviente del Pozo de Quilmes. Todavía recuerda los días y las noches que pasó en ese centro clandestino. Cuando no los llevaban al baño tenían que hacer sus necesidades en unos frascos de lavandina recortados, y a veces, durante la noche, los despertaban a cualquier hora para mostrarles una imagen y preguntarles si conocían a alguien. Podía ser una foto de alguien acribillado en la vereda. Cuando la guardia era liviana, hablaban entre ellos y con los prisioneros de abajo hasta que algún cabo gritaba que se callaran. Con los compañeros se contaban de dónde venían.

“Conocí a Alberto Maly, que trabajaba en la Peugeot y no tenía actividad política pero cayó igual. En el revoleo caía cualquiera, como los Laporta, varios hermanos y la mamá. O Pablo Dikij, que estaba en el baúl del auto el día de mi secuestro porque le habían encontrado un mimeógrafo en la casa. Mirta, una de las prisioneras, nos leía ‘Las doradas manzanas del sol’, de Ray Bradbury, que era un pedacito de remanso en esa voz femenina. Aprendimos a compartir, éramos casi artesanos, trenzábamos plástico, hicimos un pesebre con miga de pan amasada con saliva, para Navidad, armamos los personajes y lo pusimos en el piso frente al calabozo, al lado de la entrada del pabellón. Al día siguiente, vino uno de la otra guardia y lo rompió a patadas”, cuenta Rubén.

Algunos guardias les traían agua caliente y los dejaban tomar mate: “Esa era gente de la Policía, porque después había gente del Ejército que se encargaba de las torturas. Les decían los ‘capachas’. Había dos o tres que estaban bastante sacados”.

Rubén es de Temperley y militaba en la Juventud Peronista. La chocolatada en los barrios, los juguetes para los chicos, los festivales culturales y campañas de vacunación eran las acciones por las cuales trabajaba. “Cuando decían ‘algo habrán hecho’, tenían razón, algo hicimos. Luchar por un mundo mejor”, dice. El 12 de noviembre de 1977, cuando lo secuestraron, volvía de la fábrica de baterías en la que trabajaba, ubicada a una cuadra de la casa. Era sábado y la jornada laboral se extendía hasta el mediodía. Antes de llegar pasó por el almacén del gallego Manolo a comprar una Fanta, un vino y una soda. La mamá lo esperaba con el puchero. Cuando salió, el almacenero le dijo: “Che, mirá esos coches. A ver si te vienen a buscar a vos”. Eran tres autos: dos Falcón y un Dodge 1500. Se rieron y se despidieron. Minutos después, le pidieron que se identificara. La mamá vio, agarrada de la reja, cómo lo secuestraban. Lo metieron en uno de los coches. Alguien más iba en el baúl. Era Pablo Dikij, que vivía a tres cuadras.

Después de un trayecto no muy largo, Rubén escuchó el ruido de un portón corredizo. Bajaron del auto y los tiraron al suelo. Se dio cuenta de que muy cerca de ahí estaban torturando. Pidió ir al baño y cuando volvió quiso acomodarse el pantalón, pero le dijeron: “Dejátelo tranquilo, si ahora te lo vamos a sacar”. Simularon fusilarlos a ambos. Montaron y desmontaron las armas mientras se reían. Después, en la sala de torturas, lo interrogaron y lo picanearon. Luego lo subieron por unas escaleras muy angostas y lo dejaron en un calabozo de la tercera planta, el número 16. Cuando volvió al Pozo para hacer el reconocimiento de la Conadep, rayó con una moneda la pared del calabozo en la que había escrito el nombre de su novia y el de su mamá. Pese a las capas de pintura, esas marcas continuaban ahí.

Descripcion: Fotografia tomada durante la inspeccion ocular realizada por el equipo de investigacion de la Comision Nacional sobre la Desaparicion de Personas, CONADEP, y sobrevivientes en el ex Centro Clandestino de Detencion, Tortura y Exterminio Pozo de Quilmes, a partir de las denuncias recibidas. Fecha del registro: Mayo de 1984. Lugar del registro: Provincia de Buenos Aires. Quilmes. Codigo de registro: 01CNDP_t08 Desglose del codigo: Subfondo Fotografico Institucional SDH-ANM_Coleccion CONADEP_Enrique Shore_periodo 1983 – 1989. Nombre del productor: Comision Nacional sobre Desaparicion de Personas, CONADEP. Nombre del autor: Enrique Shore. Condiciones de acceso: Sin restricciones. Condiciones de reproduccion: Previa autorizacion del ARCHIVO NACIONAL DE LA MEMORIA. Notas complementarias: - Titulo atribuido por el autor: Pozo de Quilmes. - Otras denominaciones utilizadas: Chupadero Malvinas / Omega. - Localizacion del negativo original: En el anexo de la Dirección Nacional de Fondos Documentales, ANM.

Rubén Schell, el día del reconocimiento del lugar con la Conadep. (1985)

 

“Eran tres pisos subiendo por una escalerita. Se ve que se accedía por ahí abajo, donde se torturaba. Después de un primer piso y un segundo, se entraba al pabellón, el primer calabozo grande, un baño en la esquina y cuatro calabozos en L, a lo largo. En la planta baja había un acceso, una entrada de vehículos, como una playa de estacionamiento cerrada, chica, con un cuartito que tenía un tanque cisterna adelante que yo lo identificaba por el ruido del agua que caía. Siempre fui plomero y gasista, así que más o menos conozco el ruido del agua. Cuando fuimos a hacer el reconocimiento, el portón era distinto, pero las guías corredizas seguían en el piso. No apareció el acceso a la escalera. Cerré los ojos, busqué ubicarme, hice un cuadro de situación del simulacro de fusilamiento, la sala de tortura y pensé dónde podía estar el baño. Lo que no aparecía era la escalera. Entonces dije: ‘En este lugar tiene que haber una escalera’. Había una puertita similar a un nicho de gas como para guardar cosas. Los arquitectos que fueron con la Comisión de la Conadep la abrieron: detrás de la pared tapiada estaba la escalera”.

El obispo de Lomas de Zamora, el Monseñor Alejandro Schell, era tío del padre de Rubén. El padre vivía en Mar del Plata y se entrevistó con Monseñor García, obispo de esa ciudad, que lo derivó a Monseñor Aramburu en la diócesis de Buenos Aires. “Llamativamente en ese tiempo en que papá anduvo escarbando, apareció este sacerdote a interrogarme”, dice Rubén. Era Christian Von Wernich, el capellán de la policía.

A la una de la mañana del 21 de febrero de 1978, días después del interrogatorio, “Toti”, uno de los cabos de guardia, lo fue a buscar, le puso unas esposas de trapo y le dijo que bajara las escaleras. Cuando se venía algún traslado, los detenidos tenían la costumbre de silbar o cantar el Himno a la Alegría con la esperanza de salir vivos del Pozo. El guardia le hizo preparar las cosas y sus compañeros cumplieron con la tradición de la melodía. Lo llevaron a la planta baja y lo hicieron desnudar para asegurarse de que no llevara ningún mensaje. Un oficial le preguntó si sabía dónde estaba. Rubén respondió que no. Le preguntaron qué pensaba hacer de su vida:

– Seguirla como corresponde, dijo.

– Fíjate qué vas a hacer, te vamos a vigilar por un tiempo, le respondieron.

Lo metieron en un Falcon naranja y salieron. Vueltas, banquinas, frenazos y más vueltas. Iban escuchando un casete de boleros. Pasaron por un control policial, avanzaron un poco más y le dijeron:

– Bueno, te vas a bajar acá, te vas a quedar tabicado y con los ganchos por una hora, mirá que uno más en un zanjón no nos hace nada.

Rubén sintió el pasto en la cara y algo de eso lo reconfortó. Se aflojó las vendas, se destapó los ojos y miró las estrellas. En ese instante lloró. Habían pasado diez minutos, quince o veinte, no importó. Volvió a mirar el cielo y se levantó. Estaba al lado de una ruta, desorientado. Vio unas luces amarillas. Parecían de una fábrica o de una planta automotriz. Era la de Peugeot, en la ruta 2. En ese momento entendió dónde estaba. De golpe escuchó la misma música, el bolero del Falcon. Siguió hacia la rotonda de Alpargatas, donde había un control Policial. El auto volvió a pasar y le tocó bocina. Estaba desaliñado, barbudo, sin documentos y “blanco como un melón”. Pensó: “Si paso lejos me van a llamar, si paso cerca me agarran”. Pasó entre dos policías y fue como “pasar entre dos árboles”. No lo vieron. Caminó hasta la parada del laboratorio Abbot. Tenía unas monedas en el bolsillo que le habían dejado los captores: “Esto te va alcanzar para llegar hasta tu casa”, le habían dicho. Rubén paró el colectivo y fue hasta Pasco y Caaguazú ciento dos días y once horas después de haber sido secuestrado.

Foto: ANM/Fondo Shore