Me lo dijo así como lo dije. “Si tenés sexo te morís”, me dijo en una casa gélida a la que no voy y a la que nunca pertenecí. Aunque la inauguré en el baño. Aunque desobedecer fue una forma de soportar que me callen con tal de ser libre de la muerte como fantasma. No me morí. Pero fue demasiado pronto, demasiado empujada por el filo del miedo. Por eso huí. A Cemento. A Mar del Plata. A lo de mis abuelos. A lo de Euge. A lo de Yami. A Rosario.
Por eso me tomé un tren con guardapolvo. Y me inmolé antes de que mi deseo de encontrarme por el deseo de huir. Me dijo que si tenía sexo iba a tener que abortar, o algo así que se resumía de ese modo, y que no sé qué lío con la sangre (en mi vida la sangre es un lío) que los médicos clandestinos no se tomaban la molestia de chequear y que si no chequeaba pin, pum, pam. Y yo me fui. Siempre me fui.
Pagamos en el secundario entre amigas, por lo menos, cuatro abortos, sub 15, con un miedo que no tenía palabras, tenía amigas, juntadas de regalos de cumpleaños, novios que mordían la oreja, adelante mío, como un desafío obvio, tiraban en las vías, dejaban en el Fernández, que obsesión con las orejas, o que se hacían los heavys para hacer del control una forma de la cabeza más allá de la cresta.
Mi papá alguna vez me dijo que en el Laboratorio donde descifraban la sangre antes del Eva Test no siempre era una buena noticia y que para las malas tenían un teléfono. Y mi tía abuela, que su tía, que tenía una hija que se llamaba Santa, era partera y abortera. No sé cuándo me lo dijo además de rezar por mí (cómo extraño esa intermediación con la fe y Santo Pilato que ya no me ata cuando tengo miedo o me pierdo entre el desamparo que me falta de su mano) y que a la Iglesia no entraba porque un cura le había dicho que le mostrara el jardincito. El jardincito era un abuso. Ahora sí lo se. Igual que la Iglesia que no quiere dos vidas, sino la vida como ellos quieren.
Yo nunca aborté. Perdí un embarazo con más sangre de la que podía contener mandada a mi casa como en penitencia después de ver esa ecografía como el final de mi sueño y antes de entrar al quirófano en donde la sangre y mis manos también terminaron con mis segundas ganas de ser madre. Cambié el protocolo del Hospital Italiano de las puteadas por el maltrato. Pero sé que las mujeres siempre somos sospechosas cuando perdemos un embarazo. Por quererlo. No importa qué.
Una vez tuve miedo. Fue en México. No hablaba castellano, ni hablamos, bah. Era joven, israelí, no se cómo se llamaba y era en la selva de la que tengo de recuerdo un collar con una piedra naranja. Siempre la selva me hace sentir que la soledad me hace fuerte entre juncos. Algo similar a que el lío de la sangre se oxigena, creo. Volví. Y sabía que era demasiado poco para tanta selva. Me vino. Sigo queriendo a mi sangre con una idea cíclica de que la hambruna siciliana tiene que tener algún sentido de pertenecer allí aunque no se adivine en mi apellido ruso ni en mi abuelo español.
Lloro por un desamparo infantil. Como si la orfandad volviera desabrigada de abrazos esquivos, de sopas que se enfrían sin cabellos de ángel y mesas desairadas de harinas y diálogos sin fuego. Lloro y no sé qué me pasa. Hasta que me doy cuenta de todo lo que nos pasa cuando hablamos de aborto y la Inquisición nos amenaza con quitarnos la libertad en cuenta regresiva, incluso, aunque nunca hayamos pasado por un aborto buscado.
No me morí. Pero tengo, como todas, las llagas de la muerte como escuderas de nuestra adolescencia. El miércoles vamos a intentar que la muerte se corra del deseo. Prender una fogata colectiva. Al desamparo no lo podemos destruir. Pero nos podemos volver a abrigar. Dejar de huir.