Había hablado tanto del voto migrante en las últimas semanas que pensé que ya no iba a emocionarme.
Pero el domingo al mediodía, al llegar a la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y preguntar por mi mesa, se me hizo un nudo en la panza. Después de vivir aquí durante 19 años, iba a votar por primera vez en Argentina.
Me conmoví porque creo en la democracia. Con todas sus imperfecciones, es el mejor sistema que hemos encontrado para convivir.
Nací en México, un país que durante 70 años estuvo gobernado por un mismo partido. Muchas elecciones eran simuladas, ya que había un candidato único del PRI. El fraude era una cultura arraigada. Recién en el 2000 logramos una alternancia política que dos décadas después está plagada de luces y sombras. Las instituciones electorales se fortalecieron, pero también padecemos una crisis humanitaria que ya acumula más de 90 mil desapariciones producto de la infame guerra contra el narcotráfico.
Y en Argentina, qué decir. Bien saben los costos políticos, sociales y económicos de tener dictaduras.
De ahí partía mi emoción. De la certeza sobre lo difícil que es alcanzar y sostener un sistema democrático. Los monstruos están al acecho. Lo vemos todos los días.
Hace menos de dos años, en Bolivia hubo un golpe de Estado. Antes, el golpe contra Dilma Rousseff le abrió la puerta al gobierno fascista que encabeza Jair Bolsonaro. En Venezuela y Colombia las violaciones a los derechos humanos son una constante. Perú ha tenido ocho presidentes en los últimos 10 años, y el actual, Pedro Castillo, sufre la permanente amenaza de la destitución. En Chile, las protestas de 2019 no desembocaron en una crisis todavía mayor gracias, precisamente, a las herramientas democráticas: un plebiscito y la elección de los convencionales que hoy están redactando una nueva Constitución. El autoritarismo antidemocrático recorre Centroamérica, con Nicaragua y El Salvador a la cabeza.
Argentina y Uruguay son los únicos países sudamericanos que, a pesar de crisis económicas y pandemia, y con alternancias partidarias incluidas, han logrado mantener la estabilidad política. No es poca cosa.
Pensaba en todo este panorama regional mientras me preparaba para ir a votar y elegía mi remera favorita. Al frente, en inglés, tiene plasmada una declaración de principios: “Todos contra los homofóbicos, racistas, sexistas e imbéciles”. Me pareció un mensaje pertinente para la ocasión.
Antes de salir, en las redes sociales leí que muchas personas les llevaban comida a las y los funcionarios de casilla como una forma de agradecer su larga jornada de trabajo, algo que no se acostumbra en México. Para equilibrar las abundantes facturas y galletas que veía, opté por comprar plátanos, uvas y manzanas.
Hay otras diferencias con el sistema electoral de mi país, en donde no tenemos primarias, ni segunda vuelta presidencial, ni corte de boleta, ni lista, ni sobres. Nosotros votamos con boleta única de papel que llevan impresos los nombres de los candidatos de todos los partidos. Basta con tachar o palomear uno. Luego la doblamos, la metemos a la urna, y listo. En lugar del comprobante del voto que dan en Argentina, a nosotros nos entintan el pulgar.
Cuando llegué a la Facultad atravesé un pasillo y me topé con un mural de Rodolfo Walsh. Mejor señal, imposible. En la planta baja la fila de votantes era larga, conté 25. Me armé de paciencia pero, al consultar con una voluntaria, me aclaró que me tocaba votar en el primer piso, en “la mesa migrante”. Ahí solo había una señora esperando. Después de mí llegaron tres votantes más. Uno era de Venezuela, otro de Bolivia y una más de Paraguay. Les pregunté por qué iban a votar. “Para defender la democracia”, “ahora Argentina es mi país”, “siento que tengo más derechos”, me dijeron.
A pesar de los barbijos, en nuestras miradas se traslucían sonrisas, nerviosismo, expectativa. Porque votar en el país que elegimos para vivir implica un compromiso en nuestra vida política. Es un derecho conquistado por los más de 400 mil inmigrantes que vivimos en Buenos Aires con residencia permanente y que hasta 2017 sólo encontrábamos trabas para votar.
Gracias a una reforma legislativa, ya no tenemos que hacer ningún trámite engorroso, ya estamos empadronados automáticamente y podemos elegir a los miembros de la Legislatura Porteña, aunque, por ser ahora la primera vez, muchos no se enteraron, o no se encontraron en las listas por diferentes errores.
Cuando volví a casa, los mensajes de las y los migrantes que estrenaban voto se multiplicaban en las redes sociales: “¡Mi papá votó por primera vez en su vida a los 79 años!”; “Seis años como migrante colombiana en Argentina y ya pude votar”, “emoción por sufragar y gratitud por tan buena organización”, “votamos mi hija y yo, orgullo y emoción”, “primera vez que voto en Argentina y me levanté de un salto como si fuera el primer día de 1er. grado”.
Había euforia, entusiasmo. Alegría. Porque votar hace bien, fortalece nuestra ciudadanía. Y, en el caso de muchos inmigrantes, nos da un mayor sentido de pertenencia con este país hermoso que elegimos para vivir y por el que sentimos una permanente mezcla de amor y gratitud. Ojalá seamos más en cada elección.