En la primera parte de estas Lecturas feministas, Gabriela Borrelli Azara nos proponía un recorrido cronológico por libros indispensables para la militancia feminista. En Lecturas feministas II: Constelaciones literarias (Ediciones Futurock, 2021), la apuesta es más ambiciosa: entender cómo esos textos nos unen en una continuidad lectora infinita que puede conectar a la monja alférez del siglo XVII con Norah Lange y las fiestas del grupo de Florida; o a la poeta soviética Anna Ajmátova con la mendocina Angélica Mendoza.
Estas constelaciones nos convocan a pensar que, aun cuando leamos o escribamos sin compañía, lo hacemos siempre en comunidad porque, como dice la autora: “Si lee una, leemos todas”.
Del capítulo 5 “Ficciones lobas. Las cazadoras”, compartimos el fragmento dedicado a la escritora con apellido de prócer que publicó su primer libro a los 92 años.
Susana Muzio Sáenz-Peña
No sé si ahora me acompañas,
pero te dejo leer esto porque Tú eres lo que queda de mi en la tierra.
Aquí, ahora como metáfora: recuerda al álamo que vuela; esta vez vuelo con él.
“August Stramm”, Susana Muzio Sáenz-Peña
¿Suena ese apellido, no? ¿ese Sáenz Peña? Calle del centro de la ciudad de Buenos Aires o ciudad de la provincia de Chaco. Roque Sáenz Peña fue presidente de Argentina entre 1910 y 1914. Le debemos la ley 8871, que es la del voto secreto y obligatorio. Que le permitió votar por primera vez a la médica y feminista Julieta Lanteri en 1911. Lanteri escuchó la convocatoria que la municipalidad de Buenos Aires hacía para las elecciones de medio término a “todos los ciudadanos mayores, residentes en la ciudad, que tuvieran un comercio o industria o ejercieran una profesión liberal y pagasen impuestos”. Como cumplía con todas las condiciones, Lanteri se presentó a la justicia para empadronarse. Votó el 26 de noviembre de 1911 en La Boca y rápidamente la noticia alcanzó estado público. La misma Lanteri fue al diario La nación y a La prensa para promocionar el hecho. Otra podría haber sido la historia de los derechos políticos de las mujeres si el Concejo Deliberante, poco después de esta votación, no hubiera agregado otro requisito: el registro en el servicio militar. Pasarían otras experiencias como esta –por ejemplo en San Juan en 1920– hasta que masivamente las mujeres entraran en la política como votantes y representantes en 1952.
Susana Muzio no solo es pariente de ese Sáenz Peña sino que también es la escritora debutante más vieja de la historia. Su primer libro de cuentos, La sonrisa secreta, lo publicó cuando tenía 92 años. Para vos que pensás que es tarde, mirala a Susana.
Susana Muzio parece contarnos un cuento desde la solapa del libro publicado por Cuenco del plata:
Estas líneas están escritas para ser leídas en el futuro puesto que la edad actual de la escritora es de 91 años (nacida en 1922 en Buenos Aires) y usted, lector, las leerá cuando tenga 92. Buena parte de estos años han sido de escribir como fantasma o “negro”, produciendo desde libros sobre anorexia hasta traducciones de manuales en inglés, siguiendo con la vera historia de Patoruzú, habiendo mantenido doce seudonimos (ninguno femenino) en la pagina seis del diario El mundo durante la Segunda Guerra Mundial, como si fuera doce personas distintas expertas en geopolítica.
El libro fue editado en 2014. La biografía de Susana Muzio se deshace en la búsqueda. El editor de Cuenco del plata, Edgardo Russo, quien tenía relación con ella, murió y el rastro de esta novata investigadora termina ahí. Me aferro a su libro, el único que tengo de ella y la coloco rápidamente en el panteón de mis escritoras preferidas, la releo y releo sus cuentos como los de ninguna otra. Será tal vez la sensación de únicos y últimos los que hace que los cuatro cuentos que forman La sonrisa secreta sean en cada lectura más atrapantes.
Aunque su biografía se ate solamente a sus palabras –a esa solapa que es un cuento en sí mismo–, Internet arroja algunos datos. Su padre, Muzio Sáenz-Peña era el director del diario El mundo. ¿Quién escribía en ese diario? Roberto Arlt por ejemplo, José Ingenieros o Conrado Nalé Roxlo entre otros. En una entrevista que dio a la página de la librería Eterna Cadencia, Susana Muzio cuenta que Roberto Arlt iba a comer asiduamente a su casa cuando ella era una niña. Se acercaba a la pequeña Susana y le decía: “La próxima vez que vuelva a comer quiero un relato tuyo donde me cuentes algo de tu casa; quiero que me narres un objeto de tu casa sin nunca nombrar al objeto”. Un ejercicio de taller. Entonces Susana se puso a escribir. Ese ejercicio primero y fundante, darle vueltas a un objeto hasta hacerlo desaparecer y que vuelva a aparecer en la narración. Me la imagino a la pequeña Susana en su cuarto, cumpliendo con el ejercicio que le encargaba Arlt.
Susana también fue corresponsal de guerra, especialista en la Segunda Guerra Mundial en El mundo con seudónimo de varón. Ella misma lo cuenta en la solapa:
Escribió en la página seis de El mundo como si fuese doce personas distintas, expertas en geopolítica, al punto de interesar al general Pertiné como posible conferencista en la Escuela Superior de Guerra, mientras la susodicha deambulaba muerta de sueño, esperando las transmisiones de onda corta que la mantenían informada de cómo sobrevivía la resistencia francesa, la holandesa y la noruega, aguantando las transmisiones llorosas de los japoneses en un inglés agudo mientras ponían “Lily Marlene” e ignorando que el locutor que hablaba contra los aliados era su venerado Ezra Pound. No obstante, insistía en ser narradora, espaldista del Belgrano Athletic Club, recibirse de maestra normal en el Lenguas Vivas y salir de joda con sus amigos, los Dávalos, Mamy Aubone, los Fernández Moreno, Cecilia Ingenieros, Jorge Luis Borges, Cantamesa, Marta Peluffo, Peralta Ramos, Arturo Saéz, con su pipa humeante, a quien besaba en público, y una cantidad de buenas personas que se reunían en “El moderno”. Mi nombre es Susana Muzio Sáenz-Peña. Mi madre era irlandesa. Fenian para más datos. Me llaman Mutante.
Tomo un respiro después de leer esa solapa, cierro los ojos, la imagino leyendo estas palabras con 99 años y riendo sabiendo que llegará a los 101. Me gustaría verla, mandarle un mail, hacerle saber que forma parte de una constelación lectora que la trae al presente con su propio nombre y sus cuentos. Vuelvo al Google. Escribo su nombre. Ningún dato de su muerte. No sé a quién preguntar ni cómo. Continúo.
Cuatro son los cuentos que forman La sonrisa secreta. El primero es la estadía de Duchamp en la Argentina en la década del treinta. Un relato extraño, más festivo, fantástico. El segundo es la historia de August Stramm contada a través de microrrelatos casi fotográficos. Stramm fue un escritor, poeta y dramaturgo alemán, considerado pionero del expresionismo. Sirvió en el ejército alemán y murió en combate durante la Primera Guerra Mundial. El tercero es la osada continuación de la historia de “Emma Zunz”, de Jorge Luis Borges. El cuarto narra la historia de una mujer que tiene relaciones sexuales con el árbol en la puerta de su casa, Nakumara.
Detengámonos en la continuidad borgeana. “Emma Zunz” se publicó por primera vez en la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo. Cuenta la historia de una empleada de una fábrica que recibe la noticia de la muerte de su padre en el exterior a través de una carta y decide asesinar a su jefe, el dueño de la fábrica, ex-jefe también de su padre y culpable en gran medida de la muerte de este. Para justificar ese asesinato finge una violación teniendo relaciones con un marinero como coartada.
Borges siente la necesidad en un prólogo de decir: “Si solo quedara de mi obra ‘Emma Zunz’ se podría decir que no tengo obra, porque Emma Zunz es el cuento menos mío, casi no es mío”. Aceptando la broma borgeana como verdad, cabe la pregunta: ¿y de quién es? Jorge Luis Borges tuvo una novia en los años cuarenta que se llamaba Cecilia Ingenieros, hija del célebre José Ingenieros, amiga íntima de Susana Muzio.
Se decía que Ingenieros y Borges iban a casarse, principalmente porque compartían la aversión por las criaturas y ninguno de los dos quería tener hijos, cosa difícil de encontrar en esa época en la Argentina. El chisme que nos importa, o la información relevante, es que Borges afirma que la historia de Emma Zunz se la contó Cecilia Ingenieros: “No es mío, no salió de mi cerebro, es una idea de Cecilia. Cecilia me contó esta historia”.
¿Qué hace Susana? Invierte los factores y no escribe “Emma Zunz” sino “Zunz, Emma”. Se apropia de una manera magistral del cuento de Borges y se basa en lo que pasó con Emma después. Tiene la osadía de continuar el cuento borgeano. Ríos de tinta se han escrito (esa expresión me encanta, es un poco antigua pero propongo retomarla, ahora que los ríos tienen más plástico que tinta) sobre lo moral o lo ético en “Emma Zunz”. Yo solo quiero decir que el final del cuento es uno de los finales más perfectos de la literatura escrita en castellano, un final que abre el paso a la interpretación trágica sin condenar a la protagonista:
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
En un gesto absolutamente feminista Susana Muzio indaga ficcionalmente la marca de la violación que deja Borges más que la marca asesina en el cuerpo de esa mujer. En “Zunz, Emma” (así, con el apellido delante, como marca del proceso judicial) Muzio abre la ficción trasladando a la protagonista desde Buenos Aires a Rosario y la instala en el medio de una trama de crímenes de estafa y trata cometidos por agrupaciones manejadas por varones de la que su padre era responsable, destapa el propio abuso de Emma Zunz por parte de su padre y el abuso de su tío (con quien va a vivir luego de lo sucedido en Buenos Aires) introduce una escena lésbica con la ama de llaves Hipólita, retoma la figura de Cecilia Ingenieros como personaje y propone un cuento de múltiples finales. Pura literatura. Puro goce de la ficción continuada:
Al anochecer, golpearon a la puerta.
Era Adelaida, la dueña de la pensión, para insistir en que al día siguiente a las diez debía desocupar la habitación, recordándole que no aceptaba pensionistas involucradas en hechos policiales. Lamentaba mucho lo que le había sucedido, pero después de todo, dijo, “eso podía sucederle a cualquiera”. En cuanto al asunto del revolver, los dos disparos y el muerto ensangrentado y desbraguetado dibujado en Crítica, le impedía tenerla un solo día más como inquilina.
Emma pidió usar el teléfono, y previo pago llamó a su amiga Elsa Urstein. La madre de Elsa, compungida, le dijo que a pesar de todo podía contar con alguien que se haría cargo de su situación: Vladimiro Mikiele, su padrino. Mencionó con insistencia que ella había sido la mejor amiga de su madre y que sólo deseaba su bien. Emma reprimió el odio, preguntando con voz extraviada la dirección de su padrino, y tras un sollozo ahogado, mientras esperaba que la madre de Elsa encontrara el papel con la última dirección de Mikiele, se juró no volver a amar, ni creer que la amaban, ni creer que la perdonaban.
—Hija, es una dirección en Rosario, anotala.
Sacó un pasaje de ida en segunda clase a Rosario . Nadie la había reconocido. Con cautela abrió la cartera y volvió a contar el dinero; todos sus ahorros en pesos y monedas. Se aseguró que tenía ahí el pasaje a Rosario, la dirección y el nombre de su padrino.
Vuelvo a la solapa del único libro de Susana Muzio. Me detengo en la foto. Está sentada en un bar porteño, una tacita de café, el mínimo vaso de soda, una libreta y una birome. Sonríe con cierta resignación o sosiego cuando en el gesto esas cosas se confunden y forman otra cosa. Tiene un echarpe verde. Susana cumplirá el año que viene 100 años. Creo que, a diferencia de la madre de Borges que murió a los 99, ella superará los 100. Ojalá me invite a su fiesta, y me hable mal de Victoria Ocampo.