Por Eleonor Faur* y Eduardo Chávez Molina**
Cuando denunció a su padre Armando Lucero (el Chacal de Mendoza), Cecilia declaró ante la justicia que los manoseos comenzaron cuando tenía 6 ó 7 años. Las violaciones se iniciaron a los 13. A los 15, tuvo al primero de sus dos hijos, que, en sentido estricto, podrían ser también sus hermanos, ya que comparten el mismo padre. Esta mujer fue violada por su padre durante 20 años. Según el Diario de Mendoza, en ese lapso, su madre la culpabilizaba, y su padre la llamaba “puta”. Sí, claro, “podés ver qué te pasa con el embarazo e ir al psicólogo”. Pero, ¿alcanza con eso? En casos como éste, que se repiten a lo largo del país, nada indica que las condiciones sean propicias para hacerlo. Por eso el aborto es legal en casos de violación: porque la vida de esa mujer, de esa niña vale y sí, aunque espante a quienes llevan sus pañuelos celestes como bandera, vale más que la de un embrión. Hay una cuestión de “proporcionalidad” de los derechos, como explicó Aída Kamelmajer de Carlucci en su brillante exposición en el Senado.
Desde el arco político, el argumento se tuerce hasta perforar la noción de derechos, no para proteger los de las mujeres, sino para asignarlos a los embriones. No son opiniones laicas, se alinean con los mandatos que la Iglesia perforó en nuestro país desde la colonización y que sigue filtrando el debate actual: “El aborto es muerte”, afirmó el arzobispo de Tucumán Carlos Sánchez en su homilía del tedeum del 9 de julio: “Vale toda vida, todo hombre es importante”. En Tucumán, sólo un tercio de los diputados votó a favor de legalizar la interrupción voluntaria del embarazo. El mensaje del Arzobispo apunta hoy a lxs senadores. La base argumentativa se repone mil veces alrededor de estas dos nociones, talladas por la moral cristiana contemporánea. En Misiones más de 200 niñas violadas fueron obligadas a parir el último año.
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El frío de este invierno se llena de pañuelos verdes. La antinomia prevalece en un cuadro de contrastes: la vida y la muerte, el derecho y el antiderecho, la libertad y la religión, contrastes que nos llevan a alzar la voz que se reponen una y otra vez en la escena pública. Contrastes que ponen en juego cuál es, para los sectores conservadores, el verdadero valor de las vidas de aquellas mujeres que no pueden llevar un embarazo a término ni asumir una maternidad a contramano de sus proyectos. ¿O es que el valor de sus vidas sólo vale cuando es pura potencia, cuando son embriones?
Hace apenas unos días, la vicepresidenta de la Nación, Gabriela Michetti, entrevistada por Gabriel Sued en el diario La Nación lo expresó con todas las palabras posibles: “El Estado debe proteger a todo ser humano concebido, en la tercera edad o en la etapa de embrión”. Como parte de su fundamentalismo embrionario, cuestionó la ley vigente, indicando que ella no permitiría el aborto ni siquiera en casos de violación. “Lo dije claramente siempre.
Lo podés dar en adopción, ver qué te pasa en el embarazo, trabajar con psicólogo, no sé”.
Es llamativa la traslación de la cultura de la clase media porteña “ver qué te pasa con el embarazo”, “trabajar con un psicólogo” frente a un problema que desconoce a los sujetos a los que se refiere. Pensemos en las 3000 niñas que cada año dan a luz en la Argentina. No hace falta imaginar, datos sobran. Los tenemos nosotrxs, los tiene –los puede tener- también el gobierno y nuestrxs representantes.
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Los diarios transmiten lo que acontece en los hechos de violencia sexual que tienen como víctimas principalmente a mujeres jóvenes. El argumento alternativo: “darlo en adopción” es igualmente doloroso. Se tuercen las propuestas para “salvar las dos vidas” mientras se ponen en peligro ambas. ¿Cuánto tiene este argumento de verdad científica, o de advertencia social? ¿Cuán problemático es el embarazo de las adolescentes? Los datos oficiales muestran lo que siempre supimos quienes trabajamos sobre derechos de la infancia: la probabilidad de muerte por causa de embarazos es 3 veces más que las mujeres de 35 a 44 años, y por arriba también, aunque en menor proporción de las mujeres de 25 a 34 años. Es la verdadera edad de riesgo para embarazarse.
El riesgo también refiere a la morbilidad de las niñas y de sus bebés. Según el Ministerio de Salud: “Las niñas de 15 años o menos tenían una probabilidad 4 veces mayor de mortalidad materna al comparar con el grupo etario de 20 a 24 años. También tenían una probabilidad 4 veces mayor de endometritis puerperal, 60% más probabilidad de eclampsia (pero no de manera significativa) y de hemorragia posparto, y 40% más probabilidad de anemia. Al comparar con los hijos de madres de 20–24 años, aquellos nacidos de madres de 15 años de edad o menos tenían una probabilidad 60% mayor de tener bajo peso al nacer o de ser prematuros; y una probabilidad ajustada 50% mayor de nacer pequeños para su edad gestacional y de muerte neonatal temprana”.
No se trata de obligar a gestar para entregarlo en adopción. No es cierto que “no pasa nada”. Pasa demasiado. Por eso, el Comité de Derechos Humanos de la ONU lo califica como tortura. Pura y dura.
El Senador Esteban Bullrich asegura que con Educación Sexual no harían falta abortos, pero sabemos que no es cierto. Con la educación sexual que históricamente promovió la Iglesia (abstinencia, fidelidad, heterosexualidad) llegamos a los niveles de abuso que tenemos hoy. Con educación sexual integral, que incluya enfoque de género y de derechos, tampoco se eliminan los embarazos no intencionales de un día para otro. Hay violaciones, los métodos fallan, hay otros problemas de acceso y no siempre los anticonceptivos llegan a tiempo a los centros de salud, ni su distribución es efectiva. El Fondo de Población de las Naciones Unidas lo señala una y otra vez. Miles de organizaciones en el país, en la región y en el mundo trabajan para hacer más eficientes estas políticas. La liviandad en los discursos no resuelve el problema de fondo.
En los discursos celestes, la responsabilidad parece ser siempre de las mujeres, y los derechos –sólo y siempre- del embrión. Pero ni los abusos ni las violaciones de las nenas que dan a luz se salvan con educación sexual ni con juntar las rodillas. Entretanto, “salvar las dos vidas” resulta un eufemismo para tapar que en realidad, se están poniendo en riesgo las dos.
El aborto –legal o clandestino- seguirá existiendo. La responsabilidad de quienes nos representan ¿no debería ser mirar los problemas de frente y ofrecer la mejor solución para que las mujeres dejen de morir, y para que las niñas embarazadas no sean sometidas a violaciones institucionales que se superponen a las de sus abusadores? El camino es legislar con responsabilidad y sin dogmas. Es hora de correr el velo de la hipocresía.