Sergio Dima.-
Tras el segundo crimen, los fiscales sacaron una conclusión: alguien había salido a cazar otra vez. Las coincidencias entre los hechos y las víctimas eran demasiadas. Paola y Sandra habían sido asesinadas con un año de diferencia en Junín, una localidad de la Provincia de Buenos Aires con menos de cien mil habitantes. Ninguna de las dos víctimas tenía pareja estable o hijos. Ambas fueron estranguladas. Las dos se resistieron a ser abusadas y el asesino las golpeó con ferocidad. Pronto no quedaron dudas: los rastros genéticos en las dos escenas del crimen eran idénticos. La pregunta no tardó de saltar de los tribunales a los medios de comunicación, y de allí a la opinión pública. Durante unos días, la posibilidad se volvió cierta. ¿Había un asesino serial en el interior de la provincia?
El primer homicidio, en agosto de 2012, había sido el de Sandra Colo, una mujer de 43 años estrangulada en un pelotero en el que trabajaba. El segundo, en enero de este año, el de Paola Tomé, de 38, asesinada en un local de ropa para chicos a 100 metros del edificio de la Policía Departamental y de la Delegación de Investigaciones de Junín.
El asesino intentó borrar huellas tanto en el pelotero como en el local de ropa. No lo logró. A los investigadores les llamó la atención que los dos crímenes habían sido cometidos un día 16. ¿Qué significado podía tener esa fecha? ¿Habría ocurrido algo en la vida del homicida que lo llevara a elegirlo como día para actuar? Hasta entonces, los rumores apuntaban a un médico o a un técnico con conocimientos precisos. El detenido, impensado para muchos, terminaría siendo un chapista de autos llamado Rubén Recalde. Aunque para eso, todavía faltaban algunos días.
La noche del lunes 3 de febrero se convocó a una cumbre de fiscales y periodistas en el edificio de la Fiscalía General. La novedad se conocía desde la mañana: los peritos habían logrado concluir que el perfil genético de un hombre descubierto en el segundo homicidio coincidía con otro levantado en el lugar donde mataron a Sandra Colo. Allí estaban el fiscal general, Juan Manuel Mastrorilli; la fiscal Vanina Lisazo, a cargo de un caso; y el fiscal Angel Quidiello, a cargo del otro. La reunión parecía rodeada de una atmosfera algo sombría, nerviosa.
Mastrorilli prefirió referirse al ADN coincidente como un hecho “notorio”, aunque no sorpresivo, como si en las vísceras de los investigadores ya se hubiera venido barajando la posibilidad. ¿De repente en Junín había aparecido un asesino serial? ¿Un homicida con rituales y comportamientos que podían llevarlo a matar una y otra vez sin motivos precisos? Nadie se animaba a afirmarlo, pero por lo bajo tampoco pretendían esperar a la aparición de un tercer cadáver para reforzar esa variante. Un grupo especializado de la Bonaerense en perfiles se preparaba para intentar desenmarañar la figura de un hombre que tenía una clara vocación por la muerte.
Hacía días ya que Lisazo y su equipo dormían poco. A la fiscal le habían quedado grabada a fuego las palabras del padre de Paola, luego de que mataran a su hija: “Espero que este no sea otro caso Colo”. El hombre se refería a que el primer homicidio aún estaba impune. Nunca imaginó cuál iba a ser el peso real de esa frase.
La fiscal Lisazo acumulaba sospechosos a su lista y había ordenado extraerles sangre para un cotejo genético. Tenía a su preferido: sabía que un hombre le había mentido, que conocía tanto a Paola como a Sandra y que Paola evitaba encontrárselo por alguna razón.
Lisazo vive en Los Toldos, un pueblo a pocos kilómetros de Junín. “Es donde nació Evita”, dice para ubicarlo. Su despacho en el viejo hospital, donde funcionan las Fiscalías, está adornado con algunos diplomas y fotos de distintos viajes. Entre todas, hay una imagen que se destaca: un joven Guy Williams -el actor de “El Zorro”- junto a ella y su hermana Araceli, con quien Williams tuvo un romance fulminante.
El 4 de febrero Junín despertó la sospecha de un posible asesino serial y el análisis de las coincidencias entre los crímenes para comprender qué pudo haber motivado a ese único homicida. La siesta de ese pueblo a 260 kilómetros de Capital, de repente se alteró. “Imagínese en una ciudad como esta, salir a decir que hay un asesino serial dando vueltas es un escándalo. No estamos habituados a una situación así”, decía un abogado de la zona.
El local de General Paz 45 en el que Paola fue asesinada el 16 de enero está vacío. Al lado hay otro negocio de venta de ropa para mujeres. Enfrente, una librería, otra casa de ropa femenina y varios locales más que cubren toda la cuadra. A menos de 100 metros de allí había una juguetería. El 30 de junio de 2009, en ese lugar, sucedió algo que sería clave para que ahora, cinco años más tarde, cayera detenido el chapista Recalde.
Mariana trabaja en el negocio que está al lado de donde mataron a Paola. Dice que ese día no escuchó nada, que no vio nada y que ya no sabe que creer. “Se dicen y se dijeron tantas cosas que por qué no pensar que puede haber un asesino serial suelto”. Mercedes trabaja enfrente. “Es poco creíble, lanzan eso porque no tienen ni idea de donde están parados. Es una irresponsabilidad lanzar algo así, sobre todo teniéndonos en cuenta a nosotras, que somos mujeres solas, trabajando todo el día con las puertas abiertas. Cualquiera puede venir y meterse acá”.
Lorena habla desde atrás del mostrador de la librería, habla con urgencia porque el local empieza a llenarse de clientes. “A Paola yo la conocía. Salieron a decir que era una chica sola, soltera y que estaba llena de amantes. Esta no es una ciudad fácil cuando tenés 38 años, estas sin pareja y casi no tenés amigos. Una cosa es esa y otra es todo lo que inventaron para ensuciarla ¿Un asesino serial? Que se inventen otra novela mejor”.
Tomé había llegado a Junín hacía apenas tres años siguiendo a sus padres, que habían decidido mudarse en busca de tranquilidad. Lucrecia, la hermana, venía de atravesar situaciones complicadas con el marido, un violento que luego de separarse de ella volvió a formar pareja.
Hoy, el hombre cumple una condena en el Penal de Campana por haber matado a los padres de su nueva mujer. El nombre de ese ex cuñado también rozó la investigación por el crimen, pero la fiscal lo descartó enseguida. Mientras las líneas de investigación caían una a una, otras nuevas surgían detrás.
“Pese al hallazgo de un mismo ADN, los casos Colo y Tomé están llenos de dudas”, titulaba un diario al día siguiente. ¿Cuál había sido el móvil en uno y otro asesinato? “Si esta persona sigue suelta, no sabemos quién será la próxima víctima. El asesino espera un tiempo, una fecha y mata, es una persona enferma, pero muy calculadora e inteligente, ya que no deja huellas”, decía Juan Colo en esa misma edición, padre de Sandra.
Él mismo había encontrado a su hija muerta en el pelotero “Abracadabra”, en Leandro Alem 388. A la mujer la habían estrangulado con cables, usando un palo para ajustar y hacer presión alrededor de su cuello, como si fuera un torniquete. Una técnica similar habían empleado para matar a Paola. Los Colo ya venían de atravesar una secuencia trágica previa: doce años antes del crimen de Sandra habían asesinado a su hermana. Tenía apenas 25 años. Una de las hipótesis barajó una posible venganza vinculada a ese primer homicidio, pero eso nunca pudo profundizarse y luego se sabría que los hechos tenían relación.
Para avanzar en el caso, la fiscal revisó una infinidad de expedientes que llegaban hasta el año 1999. Esperaba poder encontrar algo que le permitiera anclarse en una búsqueda. Hasta que -a casi veinte días del crimen de Paola y a tan solo tres de que se confirmara que Tomé y Colo habían sido asesinadas por un mismo hombre- dio en el clavo. El jueves 6 de febrero una chica entró al viejo hospital de Junín, recorrió con algo de timidez el antiguo pasillo y se sentó cara a cara con Lisazo.
La mujer contó que el 30 de junio de 2009, a las 10 de la mañana, un hombre había entrado a la juguetería donde trabajaba preguntando por regalos para nenes de 7 años. En determinado momento ella le dio la espalda y el hombre aprovechó para empujarla y encañonarla con un arma, le ató los pies y las manos con una soga y la amordazó con una bufanda. Luego cerró la puerta con llaves y la encerró en el baño. Luego la llevó a la cocina del local donde le quitó el pantalón y la bombacha. Empezó a manosearla y le ordenó que se tirara al piso. La chica se desvaneció y ya no pudo hacer nada por evitar lo que vendría. Al volver en sí, el hombre que la había violado ya no estaba. El chapista fue detenido enseguida por ese ataque y luego recibió una condena a tres años y medio de prisión durante un juicio abreviado. Había recuperado la libertad apenas dos meses antes de que estrangularan a Sandra Colo, veinte antes del crimen de Paola.
Todo empezaba a cerrar. Al escuchar el relato de la joven Lisazo creyó que había dado con el asesino de Sandra y Paola y ordenó que fueran a buscarlo. Luego de ser detenido en su casa -donde vivía junto a su hija de 13 años-, Recalde fue trasladado a la DDI de Junín. Estaba “tranquilo”, como si ya supiera que no tenía muchas posibilidades de pasar por inocente. El dueño del taller en el que trabajaba le preguntó si quería un abogado.
-No -respondió-. Si estoy acá y la Policía no tiene pruebas, me las van a buscar. Ahora me van a hacer un ADN, eso va a determinar todo.
El chapista acumulaba un largo historial de antecedentes y condenas por robo y violación desde 1980, pero no había nada por homicidio. Vivía en una casa humilde, estaba de novio con una empleada doméstica y había quedado a cargo de su hija luego de que su mujer lo abandonara porque robaba, según dijo ella en la Fiscalía. “¿Cómo mata éste asesino?”, le había preguntado un periodista a Lisazo un día antes de que Recalde cayera preso. “De la peor manera que se puede matar alguien: mirándolo a los ojos”.
¿Qué pasó aquel 16 de enero entre las cinco y las seis de la tarde? Según la acusación, Recalde entró al local en el que estaba Paola haciéndose pasar por un cliente. Una vez que encontró la oportunidad, el chapista la amenazó y la obligó a subir al entrepiso del negocio. Allí la golpeó en la cabeza y le puso un repasador en la boca a modo de mordaza. Luego le bajó los pantalones e intentó abusar de ella. Paola luchó todo lo que pudo. Mientras tanto, él siguió pegándole contra el piso. El chapista se paró sobre los brazos de su víctima y con un pañuelo alrededor del cuello, hizo un torniquete y terminó estrangulándola. Finalmente, agarró las llaves del local, cerró la puerta y escapó.
“Si hubiesen caminado la calle -dijo Olga, madre de Paola-, si cuando fue detenido se hubiesen molestado en leer los antecedentes que tenía este monstruo, hoy tendría a mi hija conmigo”. Recalde está procesado con prisión preventiva en la Unidad Penitenciaria de Junín Número 49, en el mismo Pabellón en el que está Adalberto Cuello, condenado a prisión perpetua en 2012 por otro homicidio resonante ocurrido en la ciudad de Lincoln: el de su hijastro, Tomás Santillán, un nene de 9 años.
La captura del chapista y la confirmación de que su perfil genético aparecía en ambos homicidios le devolvió la tranquilidad a una parte de Junín. El resto aún duda. Y el enigma del por qué el día 16 quizás nunca tenga una respuesta cierta. Quizás haya sido pura casualidad.
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