Por Florencia Lico
Quiero un cuerpo que se parezca más a mí. Eso escribí en la bitácora de lo que hasta hace poco había sido mi último episodio de anorexia.
Algo ocurre con mi cuerpo que no alcanzo a identificarme con él, que no termino de identificarlo conmigo. Algo que escinde mi cuerpo del resto de mí y que hace que mis partes vayan no sólo por vías separadas, sino también contrapuestas. Qué podría impedir el impacto entre estas partes que muy pocas veces logran integrarse. O qué podría impedir que el impacto se repitiera.
Trato de imaginar ahora un cuerpo que podría parecerse a mí. En si creo que uno ceñido a los estándares conviviría mejor con mi personalidad, si en él podría reconocerme.
El problema no está en su forma sino en qué cosas puede hacer, qué cosas puede desear, en cuáles son las libertades que tiene permitidas.
Oriento mi búsqueda hacia habitar un cuerpo que no esté atravesado por la vergüenza. Que pueda observarse en su deseo. Que pueda animarse,y no tener el tupé. Que pueda.
Desarmo un cuerpo que busca integrarse. Lo fracciono, le doy zoom a todas sus partes. Lo mido, lo peso. Cuido los detalles. Diez, veinte, treinta. No sé cuántas veces por día me miro en superficies reflejantes. A la tarde, a la noche, a las seis de la mañana. Adivinaban que había estado ahí por las huellas en donde me paraba para alcanzar el espejo. Llegado un punto, el control es como repetir muchas veces la misma palabra. Palabra. Palabra. Se pierde en el acercamiento, se deforma, se difumina el significado.
“Todxs viven un infierno similar al tuyo”, me anoté el año pasado en otro cuaderno. Entonces, dónde están aquellxs que quieran hablar sobre sus cuerpos. Mientras lxs gordxs se agrupan, escriben, militan, van al congreso, conforman sus espacios en contra de un mundo que lxs fuerza a la autoaceptación pero que sigue sin ser de su talla; lxs anoréxicxs (y no anoréxicxs también), convencidxs de que estamos mal hechxs, de que te tenemos que adaptarnos, sin salir de nuestro aislamiento nos conectamos como mucho para contar calorías. No reclamamos nuestros espacios: nos ajustamos para caber en los que nos tocan.
Algunas formas todavía me abruman. Me ponen de cara a todo lo que en esta piel me tiene atrapada. Me agobian los cuerpos Audrey Hepburn: bellezas magnéticas que traen consigo la carga de lo delicado, de lo étereo; como si procedieran de un mundo misterioso donde nada puede tocarlas. Cuerpos de grado cero.
Lloré delante de un waffle. Lloré por esa belleza para la que están reservados el deseo, el amor, la libertad, la ingravidez de moverse con el aire. No quería comer porque la debilidad de ese placer iba a alejarme otro paso más de ese mítico lugar en el que si lograra adelgazar, quedaría por fin despojada, sin cuerpo, actuando en el mundo.
Me disculpé con el waffle: no sos vos, soy yo.
La búsqueda del grado cero de mi cuerpo. Reducirlo, resetearlo. Hackearlo para liberarme de sus tedios, para poder todo lo que mi aspecto no me permite.
El grado cero de mi cuerpo: cómo hay que ser para que me dejen en paz.
Intento transformarme en un puente que me comunique con el lado de lxs otrxs.
Hablo con activistas gordxs, coincidimos en que tenemos problemáticas comunes pero también propias. Busco a lxs míxs, necesitamos agruparnos, conocernos y reconocernos en estos cuerpos que, acompañados, empiezan a parecerse a nosotrxs.
Me planto en la tierra, hago redes, imprimo calcos. Pego en los espejos de mi casa y de todos lados un recordatorio: “Atención: el reflejo en este espejo puede verse distorsionado por las construcciones sociales de <<belleza>>”. Otrxs se suman, imprimen sus propios calcos, hackean el código de sus espejos. Se tiende el puente. Nos acercamos.