Por primera vez, las estudiantes secundarias participaron de manera organizada del Encuentro Nacional de Mujeres (ENM). Cientos de chicas de entre 13 y 18 años se organizaron durante meses para llegar a Trelew. Glitter, autorganización, feminismo y skere.
Fotos: Pandilla Feminista
-Yo pensaba que el clítoris estaba adentro de la vagina. Cuando empecé a conocerme creí que no lo tenía- dice Malena adelante de cincuenta mujeres y disidencias que discuten sobre sexualidades.
Tiene 16 años. Está en cuarto año del Nacional Buenos Aires. Alta, trenzas cosidas, una colita con flores azules, está sentada en el piso de una escuela en Trelew. Vino al Encuentro Nacional de Mujeres número treinta y tres. El primero al que llegaron de manera organizada 180 estudiantes de secundarios de Capital Federal.
“Mamá, nací sin clítoris”, dijo cuando la angustia le ganó a la vergüenza. “No, Malena, cuando eras bebé vimos que lo tenías”, le contestó ella.
En el aula empiezan las risas. Pero a Male no le causa gracia: pasó meses pensando que nunca iba a sentir placer.
-¿Qué nos enseñan sobre placer en la escuela? Nada- dice Julia, compañera de Male, un año más grande.
Julia tiene 17, es una de las organizadoras de pechera azul que fue guiando al grupo desde que salió de Buenos Aires. Está sentada con piernas cruzadas arriba de un banco.
-Hay que entender la importancia de la Educación Sexual Integral no sólo científica y laica sino con perspectiva de género que hable sobre el derecho al placer, dice.
-No siempre las docentes podemos ayudar porque también estamos atravesadas por la cultura machista -comenta una mujer que también participa del taller.
-Por eso la ley: es el Estado el que tiene que dar las herramientas.
-No puedo creer que estamos acá. Te juro que no puedo creerlo, dice una compañera del Pellegrini a Juana.
Ella sonríe y la abraza. Juana está en el último año del colegio Julio Cortázar. Es alta, morocha, con flequillo rollinga y un mechón decolorado en el costado. Anda con pechera azul y un wokitoki pegado a la oreja.
-¡Vamos que llegamos!, grita, ¡Skere!, un grito de felicidad que se popularizó entre adolescentes. Hace cuernitos y saca la lengua.
Camina arengando a un grupo de entre 13 y 18 años para llegar al predio donde se hará el acto inaugural del Encuentro. Una zona de tierra y pasto seco. Los pelos rosa y verde abortero, los pircings, tatuajes y el glitter que sobrevivió a las 24 horas de viaje contrastan con el marrón pálido patagónico.
“¡Somos las nietas de todas las brujas que nunca pudiste quemar!”, cantan. “¡Somos las nietas de todas las brujas que nunca pudiste quemar!”, más fuerte. Cruzan a otra columna que las festeja con bombos.
Llegan al predio llenas de tierra. Se sientan sobre la bandera que pintaron para el viaje. No escuchan qué dicen desde el escenario. Repasan los días previos.
La idea de llevar a estudiantes secundarios hasta Chubut la propuso Juana a la Coordinadora de Estudiantes de Base. Nunca había ido a un ENM y sabía que no era la única. Sus compañeros de colegio dijeron que era una buena idea pero utópica. ¿Cómo iban a movilizar más de mil trescientos kilómetros a montón de adolescentes?
Hace cinco meses juntaron siete colegios para organizar el viaje. Pidieron ayuda a las cooperadoras y los centros de estudiantes. Vendieron tortas y bijouterie. Pasaron por las aulas pidiendo plata. Llenaron fichas médicas y permisos de viaje. Contrataron micros y seguros. Hablaron con la comisión coordinadora. Consiguieron un colegio dónde dormir. Ahora las pibas más grandes descansan mientras miran a las más chicas levantar pañuelos verdes para una foto.
Noemí tiene 42 años, es salteña, enfermera y docente. No mide más de un metro cincuenta, pero impone presencia. Llegó al micro por su hija Milena. Ella tiene 13 y está en primer año del Buenos Aires. Las dos querían viajar: Noemí con sus compañeras de UTE, Mile con las del cole. Al final ganó la adolescente.
Noemí es una de las nueve madres del Nacional Buenos Aires que se sumaron al viaje. Ninguna había participado de un Encuentro Nacional de Mujeres antes. Tampoco tenían expectativas concretas. Decían que su lugar era el de acompañar y cuidar para que ellas disfruten.
Compraron sanguches, galletitas, cereales y frutos secos. Trajeron botellones de agua, jugo y alguna gaseosa. También curitas, Ibuprofeno y Reliveran.
Les estudiantes coparon el segundo piso del micro. Las madres, el primero. Asientos más grandes y cómodos, pero también para dar más privacidad.
En el viaje cada tanto bajaban a verlas. “¿Hay mate o algo para tomar?”, “¿Quedaron sanguchitos?”, “Me duele un poco la cabeza”, “¿Ya saben en qué taller quieren participar?”.
Políticas y poder. Trabajo sexual. Situación de prostitución. Deseo. Relaciones de pareja. Feminización de la pobreza. Cuerpxs. Antes de viajar, hicieron una encuesta para seleccionar los talleres.
Cada veinte jóvenes, una madre. Al mediodía se encuentran en el punto de referencia frente a la Plaza para comer las viandas. Les estudiantes casi no hablan. Están con hambre.
-Hay una señora de 90 años que vino hasta acá a sacarse una foto con ustedes. ¡Pueden venir! grita una mamá a un grupo de chicas que no sueltan el tupper con milanesa y ensalada.
-Oh, pero que sea rápido, contesta una de ellas.
Otra la codea:
-Es una de la las históricas de la Campaña del Aborto- dice.
Las chicas corren y alcanzan al grupo que posa con Martha Rosenberg.
“Esperaba otra cosa de los talleres, algo más teórico o formación”, dice Rochi sentada sobre unas mantas. Son las diez de la noche y ya está en joggins de pijama. Alrededor están Sabri, Mora, Loli y Luna. Mientras una mira el celular, otra hace trenzas y le acaricia el pelo.
“Es que no sé si aprendí algo nuevo”, sigue Sabri. “Escuché muchas experiencias. Quizá dependía mucho del grupo que te tocaba”. “Yo fui a uno sobre parejas y el debate fue interesante”, dice Loli. “Quizá la próxima vez podamos ir a más a los eventos culturales y estar en la calle”, tira Rochi.
Los debates sobre talleres se replican sobre aislantes, bolsas de dormir, entre latas de choclos y galletitas en el colegio primario Número 78. En los pasillos donde duermen hay cartelitos de bienvenida. “Vieron que las chicas pueden jugar a cosas de varones y que ningún ombre nos puede pegar ni maltratar”, escribió con resaltador rosa Daria de segundo grado.
“Gracias por recibirnos con tanto amor. Esta provincia fue un terremoto de debate y lucha. Esperamos que sigan con esto”, escribió una de las chicas como respuesta antes de irse.
Seis pibas se tunean antes de arrancar la marcha de cierre. Trajeron glitter, brillos y pañuelos verdes para colgarse como remeras. Algunas deciden quedarse en tetas. Se escriben sobre los cuerpos distintas consignas.
Las organizadoras arman una ronda y explican cómo será el recorrido. La columna consiguió lugar adelante de CTA. El operativo de seguridad, si pasa algo, será con ellas.
-Les pedimos por favor que no corran si hay quilombo, grita Juana.
Las madres al cordón de seguridad. Las organizadoras adelante y atrás. Las menores de quince años en el medio.
Llega la columna sindical a buscarlas. La marcha está por empezar. Una de las cañas que sostiene la bandera de secundarios no aguanta el viento y se parte. Amenaza con caer sobre compañeras de Unión de Trabajadores de la Educación (UTE) que se encolumnaron adelante. Las pibas la sostienen, acomodan y arrancan.
“¡Somos las nietas de todas las brujas que nunca pudiste quemar eh!”, vuelven a cantar. “¿Y el miedo? Qué arda”, siguen. A las diez cuadras ya son más de quince las chicas que caminan en tetas.
-Ey macho gato, vos qué miras, este tetazo no te quiere calentar, se vuelve la canción más escuchada.
La columna avanza más de dos horas por las calles de Trelew. Los cantos siguen, pero más suaves. Están cansadas.
A las nueve de la noche, llegando a la plaza se escuchan dos disparos. Se ve fuego y nadie entiende. Algunas pibas aceleran el paso, pero alguien grita que no corran. Llegan mujeres escapando de la represión frente a la Iglesia a una cuadra. La madres apretan las sogas contra la vereda de enfrente.
-¡Por favor no se dispersen! ¡Avancen, avancen! ¡No empujen que hay menores! Tranquilas, tranquilas.
Caminan tres cuadras apretadas. Escuchando indicaciones. Llorando. Concentradas. Y logran salir. A dos cuadras esperan los micros. Se enteran que hay diez mujeres detenidas, que los estruendos fueron balazos de goma y hay algunas en el hospital. Arriba del micro bajan los nervios. Las chicas con chocolates, las madres con cervezas y papas fritas.
Lo vieron en Instagram. Unas alumnas del colegio Paideia fueron atacadas por patovas durante su fiesta de egresades en “el templo”. Les sacaron los pañuelos verdes, las encerraron en la enfermería y las amenazaron. El Nacional Buenos Aires hará la fiesta ahí en dos días.
Las chicas suben al micro y arranca una asamblea improvisada. Discuten posibles medidas para protegerse. ¿Cómo denunciarlo? ¿Qué responderle a los compañeros que insisten con hacer la fiesta ahí?
“Se nos pide tan tranquilamente que renunciemos a nuestro modo de divertirnos, nuestros ideales sociales y políticos, nuestra sexualidad y nuestra personalidad. Dejar de ser nosotras para que no vuelvan a pegarnos”, escriben en un comunicado y convocan a no ir a su propia fiesta de egresades.
En el piso de abajo, Noemí pregunta a otras madres cuáles fueron sus cantos favoritos.
Todas coinciden, ese que dice:
“Mujer, escucha, únete a la lucha. Mujer que se organiza ya no plancha más camisa”.
Las chicas lo corearon a todas las señoras que se cruzaron en calle. “A mí me emocionó porque las vi libres”, dice una mamá. “Estaban así empoderadas”, suma otra. “Pero yo me pregunto qué pasa en casa, le planteé a mi hija dónde estaba la sororidad si no ayudaba a lavar los platos”, dice una tercera. “Pidiendole sororidad logré que la mía haga una lista de tareas y las cumpla”, cuenta otra y todas aplauden.
El piso de arriba está encendido. El de abajo, también.