La muerte de Lucas González en manos de policías de la Ciudad de Buenos Aires pone de relieve la actualidad que sigue teniendo el gatillo fácil, es decir, las ejecuciones o fusilamientos extrajudiciales. Los policías estaban vestidos de civil y Lucas con ropa deportiva. Vivía en Florencio Varela y jugaba en las inferiores del Club Barracas Central.
El gatillo fácil es una práctica con historia en Argentina que nos devuelve a la última dictadura, pero más atrás también. La denominación remite a una frase acuñada por Rodolfo Walsh, “la secta del gatillo alegre”, para nombrar el poder de fuego que utilizaban las brigadas de la Policía de Buenos Aires en la década del 60 para sacarse de encima a la gente que no arreglaba con ellos. Una frase que fue popularizada a fines de los 80 por el Toto Zimerman, tras la Masacre de Budge donde tres jóvenes fueron ejecutados por efectivos de la Policía Bonaerense en el partido de Lomas de Zamora.
El gatillo fácil es una de las formas que asumen los castigos anticipados que ejerce la Policía para con determinados sectores de la población. Porque al gatillo fácil hay que leerlo al lado de las “causas armadas” y el hostigamiento o “verdugueo policial”, todas prácticas rutinarias, que tienen sus rituales y dinámicas. Siguen un método. Es decir: están organizadas según criterios de selectividad, intensidad y dramaticidad que orienta a sus protagonistas. No es casual que las víctimas del gatillo policial sean, casi siempre, jóvenes varones y morochos que viven en barrios pobres y andan con gorrita o ropa deportiva.
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Como siempre le repito a mis alumnes: la policía nunca se equivoca, siempre detiene a las mismas personas. Y cuando tiene que matar o dispara, la puntería siempre recae sobre las mismas personas: el blanco siempre es el negro.
El gatillo fácil es una práctica que llega con otras prácticas, es decir, activa los códigos de silencio y la capacidad de montaje policial. Lo vimos en la Masacre de Pompeya relatada por el cineasta Enrique Piñeyro en su film El Rati horror show. Porque para encubrir las ejecuciones suelen plantar testigos, armas y una versión que se transformará enseguida en la fuente de rigor que el mainstream periodístico repite sin preguntar.
Porque el tratamiento precario que suele hacer el periodismo contribuye a blindar la violencia policial. Un periodismo que investiga hablando por teléfono con sus informantes claves que le proveen noticias, que confunde la velocidad con la información. De hecho, las primeras frases hechas que utilizó la prensa nacional para hablar del caso fueron los clises de rigor: “ladrón abatido” (Clarín), “tiroteo entre delincuentes” (Perfil), “persecución policial terminó con un chico baleado” (Infobae).
El gatillo fácil no cayó del cielo. Hay que leerlo también al lado de la habitual pirotecnia verbal que funcionarios y dirigentes destilan para hacer frente a la inseguridad y así congraciarse con los sectores de la sociedad que reclaman mano dura.
Como dijimos en varias oportunidades, las palabras de los políticos no son inocentes, son performáticas; no son meramente declarativas sino realizativas, pueden hacer cosas con palabras. Vaya por caso las frases de Espert (“transformemos en queso gruyer a un par de delincuentes”), Berni (“a mí no me tiemblan las manos a la hora de enfrentar delincuentes”), Mastalón (“la paz en una sociedad se consigue si están todos armados”), y D’Alessandro (“si tuviéramos la Taser esto no hubiera pasado”). Todos exabruptos que agitan a la hinchada, que clausuran los debates, que tienen la capacidad de enloquecer a la opinión pública, agregando más confusión.
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Pero esta escalada gramática no sólo ceba a algunos policías que se sienten Rambo, sino que siembra de pistas falsas la propia labor policial, porque invita a creer que se trata de una violencia que contará con legitimidad política. Recordemos las declaraciones de Bullrich, Vidal y Macri tras la ejecución del joven Kukoc en manos de Chocobar.
De allí también que el gatillo fácil ya no es patrimonio de las Policías. Se trata de una práctica cada vez más difundida, generalizada entre la sociedad civil. No sólo la usan muchos jóvenes para dirimir sus picas o broncas o sacar cartel, también lo hacen algunas personas para expresar su resentimiento y rabia cuando salen a robar, los vecinos armados para dirimir los malentendidos que no saben encarar a través del diálogo y determinados actores para controlar el mercado o disputarse el territorio.
Cuando miramos los homicidios dolosos a través de las estadísticas oficiales nos damos cuenta de que en este país tenemos más chance de que nos mate el vecino, nuestra pareja violenta dentro de casa o alguien en ocasión de robo, que un policía. Sólo una pequeña porción de los homicidios se los llevan las fuerzas de seguridad y no necesariamente son casos de gatillo fácil (pueden ser la consecuencia de “abandono de persona”, muerte bajo custodia”, etcétera.).
Eso no significa que estos casos sean un problema menor. Todo lo contrario, siguen siendo un gran problema porque estamos hablando de actores profesionales, agentes que fueron especialmente entrenados para usar la fuerza letal y no letal de acuerdo a parámetros de racionalidad, oportunidad, proporcionalidad y legalidad, es decir, ajustando la fuerza a determinadas formas o estándares internacionales de derechos humanos.
Como sea, la violencia en este país sigue siendo un debate pendiente que hay que darlo sin contarse cuentos, sin golpes bajos o apelando al pánico moral. Pero, sobre todo, deponiendo las emociones que, está visto, continuarán escalando los conflictos a los extremos.