Marcela Turati – Proceso.-
Afuera del panteón municipal de Juchitán había un basural. De tanto que sometían con lumbre los desperdicios, hasta la barda tenía ennegrecida; entre el cochambre alcanzaban a leerse borrosos grafitis con siglas ininteligibles del tipo L1.189 junio 2012 o L.1.999 Julio 2012. Así, nueve inscripciones, uno por cada expediente de muertos no identificados enterrados bajo esa escombrera. Muertos a los que no se les dio cabida en el camposanto por no llevar documento de identidad.
En diciembre del año pasado, cuando la Caravana de Madres Centroamericanas que recorre México en busca de sus hijos desaparecidos descubrió esa fosa común donde se dejaban desechos en vez de flores, las mamás sintieron en el alma el escupitajo del desprecio.
En este lugar yacen varios migrantes, los naufragados, explicó Martha Sánchez Soler, la coordinadora del Movimiento Migrante Centroamericano, a esas mujeres que regresaron a casa con esa imagen fija que les taladraba el corazón.
“Fue impactante pensar que nuestros hijos estaban aquí enterrados como animalitos”, dijo la mamá de Roberto Melgar llorosa al recordar el episodio. “Llegué destrozada a casa, después de ver el basural”, dijo con la voz entrecortada una anciana que cargaba la foto de un joven desaparecido llamado Marvin.
“Nos imaginamos que cualquiera de nuestros familiares está aquí”, dijo Lilián Hortencia, quien busca a su hermana Jackeline Morales Jovel, desaparecida en 2007 en Altar, Sonora.
Una de las mujeres, al ver la humareda saliendo del lote encendido, se figuró que la costumbre local era quemar cadáveres. Se tranquilizó al saber que los cuerpos estaban bajo tierra.
Este sábado la caravana hizo escala en el mismo sitio de tortura. Uno de los muchos puntos de tortura de este país para las madres que lo recorren buscando a sus hijos migrantes, como el patíbulo que fue San Fernando para más de 72 masacrados, o las vías donde son mutilados por el tren o los burdeles chiapanecos donde las mujeres son exclavizadas para el sexo.
En Juchitán, en esta zona de migración intensiva, justo donde pasan las vías del tren y el Istmo donde se forma la cintura de la República Mexicana, el horror se materializó en esta fosa de personas NN (sin nombre).
Las madres recorrieron distintas cárceles. Una en Tehuantepec (donde fueron obligadas a desvestirse y pasar las estrictas revisiones de las visitas conyugales); otra en Juchitán (donde el director estatal de prisiones no dejó pasar a todas); y la última en Matías Romero (donde el acceso fue más fácil porque las acompañó el padre Alejandro Solalinde, el famoso defensor de derechos humanos que dirige el albergue de Ixtepec).
Al hacer la parada en Juchitán, en el panteón-pesadilla del año pasado, las madres volvieron a tragar saliva y a prepararse para recibir la presentida patada en el alma. Pero cuando llegaron encontraron un terreno plano, limpio, sin rastros de basura, y una barda pintada de amarillo donde se leía el fragmento de la canción mixteca: “Qué lejos estoy de donde nací”, salpicado por piecitos donde se leían los legajos judiciales que estuvieron a punto de perderse.
Esa era la sorpresa que Martha Sánchez y el Movimiento tenían preparada para aquellas 39 madres de Nicaragua, El Salvador, Honduras y Guatemala que integran la caravana “Una madre nunca se cansa de buscar”.
Un grupo de flautistas unido con raperos amenizaron el momento con música y en la mente de los espectadores se alborotaba el lamento mixteco. Un veinteañero del colectivo de artistas Bicu Yuva (o perro rabioso), autor del mural, dijo a las doñas estas palabras: “También conseguimos árboles de amigos ecologistas para que cada madre plante y donde había algo trágico crezca algo, florezca y cada año lo vea crecer”.
La primera en tomar la pala fue Iris Adelina Martínez, la madre de Carlos Rafael Medina. Su hijo desapareció cuando viajaba en autobús a Reynosa, Tamaulipas, el 6 de julio de 2012. En cada palazo que daba para sembrar vida donde ha habido muerte parecía descargar rabia, dolor, angustia. Corrió en su ayuda la hondureña Lourdes Suazo, hermana de Fabrizio, uno de los 49 masacrados en Cadereyta en 2012. Luego otras más.
Pero Iris Adelina parecía que no las veía. Lloraba mientras forcejeaba con la bolsa negra que contenía la tierra, hasta que sometió al arbolito, lo hundió en el hoyo, le echó tierra encima y aplacó el monte con las manos con esa urgencia de quien quiere terminar rápido con el dolor y, en su lugar, plantar esperanza. Las demás lo adornaban con las rosas que recibieron al bajar del autobús o rellenaban con la brocha las letras del son.
Al terminar se abrazaron. Lloraron. Cantaron en círculo, como se hace alrededor de una fogata, una canción sentida de una mamá que busca a su hijo. Se tomaron una foto frente al mural con jardinera.
Una de las madres, con las manos manchadas de la pintura blanca con la que retocó la barda, lloraba a solas –apretaba con su mano una piedra– mientras un fotógrafo trataba de consolarla.
“Tú nunca vas a saber lo que siento porque nunca vas a ser mamá. Tendrías que parir para entender”, dijo con una risa amarga. Era Ana Claribel, mamá de Malvin Alberto Guerra, desaparecido en agosto de 2013 en Reynosa.
El basural-escupitajo de Juchitán podría ser el basurero de cualquier municipio del país donde, a pesar de que las desapariciones en México alcanzaron dimensiones de epidemia desde el sexenio pasado, sigue sin existir una misma regulación para los entierros en fosas comunes, y la obligación de la toma de datos y de muestras genéticas de los cuerpos.
El reporte que entregó la Comisión Nacional de Derechos Humanos (oficio 791 del expediente CNDH/5/2015/590/Q) sobre esta anómala fosa fuera del cementerio no disipó la confusión. El enrredado documento que reporta los datos proporcionados por la Procuraduría, explica que las letras grafiteadas correspondían a los expedientes de dos robos (¿por qué alguien habría de dejarlos escritos en una pared junto a cadáveres?), al asesinato de un tal “Nene” de identidad desconocida y otro de una mujer anónima asesinada, cuyo caso seguía en investigación (la manera mexicana de decir que nunca habrá justicia). El oficio asegura que, aunque las autoridades desconoce la identidad de los enterrados, sorprendentemente sí puede asegurar que ninguno era migrante.
Además, deja constancia de que será imposible identificarlos porque “no cuentan con registros fotográficos ni datos de identidad de los cuerpos humanos cuyos restos han sido depositados en la fosa común del panteón general de ese municipio”. Otra vez, por ley del libre arbitrio en el país en cuanto a la disposición final de cadáveres.
Las fotografías del antes y el después del basurero causan impresión. Además de las letras con los legajos ininteligibles de los que no supo dar cuenta la autoridad y que después del retoque parecen más indescifrables: 13/09/2013 – EG 11420 – 31/09/2010 NN – LL-10 Ju 2013 – LL-11-01 2014- Ju-11 2014- 2904-2013. 31/09/2010 NN – 857 LN 35/9 2013.
La sorpresa tuvo un sabor agridulce para muchas de las madres caravaneras que fue matizado con la llegada del padre Solalinde, quien las acompañó a la visita de la tercera cárcel del día. El autobús que las transporta recorrió carreteras istmeñas con paisaje de corredores con antorchas guadalupanas, tehuanas vestidas para la vela con estandartes de la Virgen e instalaciones eólicas.
“Nos alegramos porque está bien bonito. Todavía no tenemos nuestros hijos, pero está bonito”, dijo llorosa la mamá de Marvin, al intentar dar un agradecimiento a quienes hicieron posible la sorpresa.
“No sabemos si aquí están nuestros hijos. Ahora que nos dijeron que otra vez íbamos a venir a ver sufrimos, pero gracias a dios está aseadito”, agradeció una mujer casi anciana.
“¿Serán los nuestros o de otros que no saben que están aquí? Sabemos que ha de haber mexicanos y de otros países. No sabemos por qué las autoridades son injustas. Pedimos justicia para estas personas, que no se sabe quienes son”, dijo la mamá de un migrante desaparecido apodado Chepito.
Entre el público presente –había gente del grupo Beta y de la CNDH, periodistas y músicos- el activista Rubén Figueroa rumiaba enojado: “Tu cuerpo deja de existir para el sistema. No hay cuidado ni respeto. Podríamos decir que las madres vinieron a limpiar las fosas”.
Las madres se subieron al autobús con la fotografía como medallón de su familiar prendida sobre el pecho. Las mismas que mostraron en las cárceles a los presos que quisieron verlas y a los 270 migrantes que les dieron la bienvenida en el albergue Hermanos En El Camino, desde donde se ayudó a prepara la sorpresa.
En la víspera de la visita a la fosa común, llegó al albergue una mala noticia: “Hoy que fuimos ya había otra vez basura tirada”.
Foto Karlo Reyes / Proceso
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