La Margaret Thatcher que imaginó Carolina Cobelo se percibe hombre, toma whiskies como si fueran cafés, pide que le manden putas de a tres y exclama “¡Ah, la chota!” cuando sospecha una traición. Pero, por sobre todo, está perdidamente enamorada de Ronald Reagan, ese actor devenido presidente con el que comparte una misma obsesión: derrocar el comunismo.
Sin embargo, las cosas no son tan simples. La esposa de Reagan, Nancy, es en realidad una espía encubierta de la KGB rusa y manipula al cada vez más gagá presidente mediante una sofisticada técnica que combina el control mental y la lectura de semen. Mientras, Ronnie, amenazado por el Alzheimer, se dedica a cultivar un lumpenproletariat propio en los jardines de la Casa Blanca.
Pero también están la asistente de Ronnie, Alabama Bean, la agente encubierta de la CIA, Jodie Foster y, por supuesto, el líder soviético Mijail Gorbachov y el presidente chino Deng Xiaoping. Corre el año 1986 y la Guerra Fría mantiene a todos muy ocupados.
Thatcher es una novela hilarante, irreverente, una fantasía desbocada que lleva la sátira política hasta el paroxismo. Un libro único que sigue arrancando carcajadas incluso después de concluida su lectura.
Carolina Cobelo nació en Buenos Aires en julio de 1982. Viajó con regularidad a Estados Unidos hasta 1998 porque allí residía su padre. Ahí conoció a las Kachinas y a los Cherokee. Vio las protestas de los nativos cuando estos defendían sus derechos por mantener los casinos como parte de su autodeterminación y progreso económico. Vio por primera vez un correcaminos y escuchó a los coyotes aullar en las noches. Fue perseguida por unos jabalíes salvajes y se deshidrató subiendo una montaña en Nuevo México. Fascinada por el cielo del sur de Estados Unidos, se preguntó porqué había tantas personas blancas y rosas. Estuvo el día que ganó Clinton y tocó el saxo en televisión. También conoció en Colorado el castillo incrustado en la montaña del pueblo anazasi en el Parque Nacional Mesa Verde.
Estudió Letras en la Univesidad de Buenos Aires, tiene una diplomatura en Antropología Social y Política en FLACSO, es técnica en Control Mental y actualmente estudia chino mandarín. Dicta talleres de escritura y es docente de lengua y literatura en nivel medio. En 2018 publicó su primera novela, La Insurgencia Cochina, en Editorial Brandon.
Desde Cosecha Roja compartimos un adelanto exclusivo de Thatcher, publicada en 2021 por Editorial Metalúcida.
Fragmento de Thatcher, por Carolina Cobelo
El macartismo crecía como un parásito intestinal, se alimentaba de los temores y de las supersticiones de herencia puritana y daba rienda suelta a su más descarnado juego: “Dadle caza al rojo”. Con el ano fruncido que contenía una diarrea apremiante, el mundo del espectáculo se vio estremecido por acusaciones y persecuciones sin parangón. La paranoia y el escozor se desataron salvajemente entre actores, productores y directores, y cualquiera al que le salpicaba algo del derrame cruel de esta cacería era arrojado al olvido. Y fue así para la joven Nancy cuyo nombre apareció en el panfleto anticomunista junto a otros personajes de Hollywood.
A esta lista negra cayó no por inoperancia o mala actuación, sino por haberse negado, por razones de índole higiénica, a hacerle una felatio al entonces senador republicano Joseph McCarthy. “Muérete, puta”, le habría dicho el hombre que ya había escuchado los rumores sobre la destreza irreprochable de su técnica rusa. Pero Nancy no doblegaba su voluntad aunque se la colgara en un acantilado y se la torturara con promesas de muerte, y se negó, no una, sino siete veces. McCarthy no se lo pudo perdonar y su impiedad hizo que la llevaran a la colgadera de rojos. Nancy, acorralada, llamó al presidente del sindicato de actores, quien por entonces era Ronald Reagan. “La confundieron con otra Nancy Davis”, dijo él, y se casó con ella para terminar de limpiar los rumores malignos y la infamia que la escarmentarían para siempre.
Esa fue la única vez que Nancy casi fue descubierta. Su disciplinada profesión de espía la tenía en todos los detalles: frívola, amante de las fiestas y la moda, dejó solo una grafía sin modificar: su favoritismo por el color rojo. El resto lo hizo desaparecer, y nadie nunca pudo dar con su verdadera identidad kagebetista.
De niña creció bajo el amparo de sus tíos en Maryland, aunque su verdadera y auténtica devoción se la llevaba su madrina Alla Nazimova. La veía pocas veces, casi nunca. Pero aquellas eran para Nancy una explosión de fuegos de artificio que alumbraban su noche oscura. La visitaba en los camerinos y no le sacaba los ojos de encima cuando Alla se desnudaba frente a ella y mostraba sus pechos fríos y pequeños de un blanco nevado mientras jugueteaba con alguna actriz de reparto. Nancy la miraba con sus enormísimos ojos redondos y sentía la inexperiencia de su primer vértigo. La rusa le enseñó algunas palabras, el arte de poda de las rosas, y le contaba, entre placeres, relatos de su pasado en la tierra del zar. Decía que había tenido que emigrar de ese país viejo y arrugado para buscarse un futuro y llevar una vida digna. Pero que ahora era diferente. “Dicen que allá todos tienen comida en sus platos, que no hay pobres, y hasta son ateos. Oh, niñita, yo ya no puedo volver, tengo una vida aquí, ¿sabes?”, decía mientras metía una mano entre las bragas de su acompañante. “Pero tú sí, tal vez algún día viajes y me mandes postales contándome todo lo que ves”.
Cuando cumplió ocho años, la madre, que había contraído segundas nupcias con un acaudalado cirujano conservador, la fue a buscar y la familia se mudó a Chicago. Las penurias quedaron atrás para la pequeña Nancy y ahora, rodeada de privilegios, conocía la verdadera contención de una familia.
El señor Davis la adoptó y le dio su apellido. La educó en ciencias, en idiomas y protocolo. Con hierro caliente Nancy aprendió a rezar el padrenuestro en la mesa sin mofarse, a no hacer preguntas y a no llorar. Con sus rodillas sobre el maíz aprendió a recitar al revés Moby Dick de memoria. Aunque esto al principio le costó. “Te haré tragar la puta ballena si te sigues equivocando, niña tonta”, le decía él y con rigor Nancy mejoró.
Por supuesto que ella lo quiso como a un padre. Pero en cambio odió su ideología conservadora, su republicanismo y, a tal punto, que dejó crecer silvestre su pasión por las tierras de los cuentos de Alla, porque estaban ahí, a mano, como lengua de madre, como si esas tierras fueran el amor que ella necesitaba para poder odiar algo, lo que sea para sobrevivirle al signo que le dejaban sus padres.
En su corazón surcaba, como un bosque de robles en las laderas del Cáucaso, el recuerdo inmaduro de la voz de su madrina, grave y rusa, que la abrigaba y la llevaba a imaginar relatos que nunca escuchó por solo evocar su voz. Por las noches le escribía postales que nunca le llegarían, e imaginaba que estaba en ese suelo donde nadie rezaba, y entonces dibujaba la Plaza Roja, el Kremlin, la fría Siberia, y recorría la gran extensión de ese enorme país como si fuera el lugar donde todo nacía de nuevo.
Nancy fue creciendo. Y un día su visión le fue dada, o más bien completada, como le fueron dadas la gélida belleza y el gusto por la decoración: la policía secreta de Stalin se le acercó cuando era estudiante de arte dramático en el Smith College en Massachusetts, un día de junio cualquiera. La NKVD siempre miraba de cerca a aquellos semilleros izquierdistas y un día dieron con ella. En Nancy vieron la delicadeza que contenía la fuerza de mil caballos, y con mayor interés miraron cómo con maestría ocultaba su desdén al statu quo americano. En su basura también encontraron alguna de aquellas postales que Nancy todavía seguía escribiendo cuando se sentía desanimada.
La observaron durante dos años.
Una tarde, antes del receso de verano, un joven apuesto comenzó a ir a las mismas clases que Nancy. Se llamaba Karl. Con el tiempo entablaron amistad y desde entonces se los veía siempre juntos, comentando el mundo, hablando de sus ambiciones y de sus sueños.
Un año después, el joven finalmente la invitó a formar parte del servicio de inteligencia más importante del mundo. Al principio Nancy dudó, pero él le dijo que si aceptaba alcanzaría la cima de su carrera con el mejor papel que ninguna mujer podría siquiera imaginar.
Entonces aceptó.
Karl la adiestró en los métodos y tecnologías más sofisticados del espionaje soviético. Tenía la instrucción de iniciarla a Nancy como agente especial en un área secreta: el control de la mente. En ese entonces, las potencias estaban librando una guerra psicotrónica, una carrera feroz que buscaba conquistar la psiquis humana. Cuando los rusos supieron del MK Ultra, el proyecto de control mental de la CIA para doblegar la voluntad de los sujetos, no se quedaron atrás y fueron aún más lejos. Se dedicaron al estudio de la interacción de las energías psíquicas y la dinámica de los fluidos biológicos asociadas a la clarividencia y a las facultades telequinéticas. Pusieron todos sus esfuerzos para clavar la bandera de la hoz en la mente antes de que los norteamericanos la llenaran de estrellitas y por eso crearon la técnica rusa, una táctica infalible que lograba no solo el control absoluto sobre el objetivo, sino la extracción de información mediante la lectura de semen.