Por Federico de los Santos – Fármakon
Soledad es flaca, canosa y tiene 81 años. Vive en un apartamento frente a la rambla montevideana. Creció en los años 30 en un barrio humilde, en un mundo sin televisores ni heladeras y con un solo teléfono en toda la cuadra. La palabra cannabis no sonaba, ni siquiera como algo lejano. Cuando la escuchó por primera vez, se asociaba con la mala vida, con los faloperos. Cuando descubrió que su hija, nacida en los 60, fumaba marihuana, se enojó. Pero verla hacer las cosas bien en el trabajo y los estudios la hizo ablandar sus prejuicios. Después, se enteró de que sus nietos compartían algún porro cada tanto con sus amigos.
—Vi que no les afectaba para nada el comportamiento y que no era cuestión de todos los días, que era de esas previas y bailes. Así que lo acepté.
María, de 64 años, tiene canas blancas en su pelo gris. Creció también en un mundo donde el cannabis estaba rodeado de fantasmas. Nació en Tacuarembó, un pueblo del interior de Uruguay donde chocaban las ideas conservadoras con la efervescencia cultural de jóvenes músicos y poetas que, de todas formas, no estaban cerca de la marihuana. Ni siquiera se escuchaba la palabra: simplemente se hablaba de “droga” y “drogadictos”.
—La gente decía cosas como “hizo eso porque estaría drogado”. Lo mismo que se sigue diciendo hoy.
María y Soledad, además de ser señoras mayores, tienen algo en común: fuman porro a una edad en la que las mentes, en general, se van poniendo más conservadoras. Crecieron en un país donde el prohibicionismo era la única respuesta a las drogas, prácticamente 50 años antes de que la marihuana se convierta en una costumbre, en una política de Estado.
—Dale, abuela, contá la historia—, le decían siempre sus nietas. Porque si fumar marihuana a los 79 años es algo poco común, las primeras pitadas de Soledad son parte de una anécdota más que inusual. En su balcón con vista al mar, cuenta que todo comenzó con una amiga muy cercana que tenía los días contados a causa del cáncer.
—No me quiero morir virgen—, le dijo a Soledad un día. Tenía hijos. Hablaba, por supuesto, de debutar con la marihuana.
—¿Vos me ayudás a conseguir y fumar?
La misma nieta que siempre le pide que repita la anécdota fue el nexo. Le consiguió un “cigarrito de marihuana” envuelto en un coqueto papel con las instrucciones para fumarlo. Pero uno de los hijos de Soledad, que define como “estricto y religioso”, lo desapareció.
Cuando internaron a su amiga, vio una nueva oportunidad. Planificaron, entre las dos, probar uno en los jardines grandes del sanatorio. Pero faltaba conseguirlo.
Un sábado se decidió. Se subió a un taxi para llevarle comida a su amiga. Su esposo la acompañó hasta el coche y le dijo al conductor “cuidámela”. Fue como un presagio.
En la mitad del camino, se le plantó a taxista.
—¿Tu fumás marihuana?
—Sí, de noche. Llego tan agotado del taxi que me sirve para relajarme.
—¿Entonces me podrías comprar?
—Sí, claro. Son cinco minutos de ida, cinco para comprar y cinco para volver.
—Vamos.
Taxista y Soledad llegaron a una zona “marginal” de la ciudad. La ley de control y distribución de la marihuana ya había sido aprobada, pero no estaba reglamentada. Fumar era legal, pero la única vía de acceso seguía siendo el mercado negro.
Con el taxi aún sumando fichas, pararon y él compró. Eran cuatro bolsitas de nailon negro. “Yo no sé qué hacer con esto”, dijo Soledad. Como un chamán motorizado, el taxista paró frente a una seccional. “Es el lugar más seguro”, contestó ante la expresión de sorpresa de ella. El docente improvisado sacó hojillas, le enseñó a desmorrugar (picar el cannabis), armar y aguantar el humo. Los policías entraban y salían y el tic tac del taxi seguía sumando. Entonces, el conductor recordó el pedido del esposo de Soledad y se preguntó en voz alta si realmente la estaba cuidando.
Dos caladas después, ya le había hecho efecto. Veía “el mundo raro”. Se complicaba sacando los billetes para pagar.
El taxista se preocupó.
—¿Se siente bien, señora?
Le mintió.
—Sí, sí…
Bajó con el paquete de comida y miró el camino que le esperaba para llegar al sanatorio. Un portón, un jardín, escalones que se movían y parecían eternos.
—Te podés sentir bien si estás en una fiesta, pero si estás viendo a alguien morir, es para peor.
Lo explica en su balcón, prendiendo un cigarro. Su primer porro le pegó para abajo. Aprendió, de una, lo importante del contexto para fumar. —Me senté con mi amiga y pensé lo que me hizo a mí, no tenía sentido que se lo hiciera a ella. Así que no le conté nada.
—Murió “virgen”.
—Sí. Murió “virgen”.
La amiga se terminó enterando de la historia, que le arrancó varias carcajadas que le alegraron sus últimos días. También fue motivo de charla y diversión en el velorio. La risa apareció como un mecanismo de defensa ante el duelo y la idea de la muerte propia.
***
A pesar de haber vivido el exilio de la dictadura uruguaya en Suecia, donde la libertad y la información en cuestión de drogas era inimaginable para América en los años 80, María mantenía algunos prejuicios hacia el porro y el resto de las sustancias, legales e ilegales.
De joven, había militado en un movimiento de izquierda, de los que luego del golpe de Estado fueron finalmente proscriptos. Tenía barreras ideológicas hacia todas las sustancias que generaran dependencia, como el alcohol, el tabaco e incluso la Coca-Cola. En su círculo se había instalado la idea de que el joven drogado era dominable, “influenciable por los tentáculos del capitalismo”, recuerda.
Algunos muros se fueron derrumbando durante los años 90, cuando vio que sus hijas fumaban y cumplían a nivel educativo y laboral. Además, María empezaba a valorar los incipientes movimientos sociales y políticos a favor de la apertura hacia la marihuana.
—Creo que es un salto importante en la libertad individual de la gente.
También veía el costado oscuro. La represión en auge contra los cultivadores. La falta de información de la gente. Los jóvenes iban presos porque a un juez se le ocurría que el cannabis en sus bolsillos debía ser para vender y no para consumo propio.
Un día, su yerno le dejó unas plantas, se iba de viaje y no las podía cuidar. El olor dulzón flotaba en el jardín, se colaba dentro de la casa y en las casas de los vecinos que dedicaban algunas miradas de desconfianza. Cuando las flores empezaron a brotar y las hojas se asomaron por encima del muro de su fondo, tomó la dura decisión de eliminarlas. Algo que le causaría problemas con su yerno. Pero antes tuvo la precaución de juntar los cogollos.
Pasó una década y llegó la ley de regulación del cannabis en Uruguay. Además, tuvo una experiencia y el sentimiento que la poda había sido buena decisión.
Un día, llegó a su casa y vio un despliegue de policías rodeando la casa de un vecino.
—Eran como 11, vestidos para la guerra, con armas cortas y largas. Se llevaron dos o tres camionetas llenas de plantas. No hubo consideración alguna. Estoy casi segura de que fue una denuncia de un vecino. No hay otra explicación.
María decidió ir con sus hijas a expresarle solidaridad al vecino. Ella lo conocía y sabía que era un hogar, no una boca de venta ilegal. “No sabemos qué piensan los demás, pero nosotros no pensamos eso”, le dijo. Había visto la represión, el autoritarismo y suponía la denuncia anónima de los vecinos, cosas que le traían malos recuerdos de malas épocas para el país.
***
Sobre la mesa hay una cajita azul. Adentro, una pipa de agua pequeña, de vidrio, con forma de botellita de refresco. También hay un frasco de mermelada de durazno lleno de flores de cannabis. Al desenroscar la tapa se escapa el olor fresco, con dejo a pino. Ese es el kit para fumar que muestra Soledad, orgullosa.
Después de su primera y terrible experiencia, Soledad se desinteresó por la marihuana hasta que un día, consultando por una artrosis que le causa dolores en todo el cuerpo, su médico de confianza le recomendó que se fumara unos porritos para relajarse.
—El dolor es un círculo vicioso: te duele, te empezás a contracturar y te duele más. Si te relajás, por lo menos el círculo se corta.
María también se sentía mal. Sufría jaquecas y, por medio de su hija, consiguió marihuana para distenderse, relajarse y conversar. Tiene pensado planteárselo a su médico, para volverlo una práctica sistemática. Confía más en las plantas, en la medicina natural, que en los químicos. Está pensando en comprar cannabis cuando se comience a vender en las farmacias, algo que sucedería, promete el gobierno, en algún momento de este año.
Por ahora usa la marihuana que le regala su hija, inscripta en un club de membresía.
Soledad empezó a cultivar la costumbre de fumar antes de dormir. No sólo se relaja: también disfruta del efecto psicoactivo.
—Me acuesto y cada cosa que pienso, naturalmente crea una imagen.
—¿Imágenes agradables?
—Sí. Y pensamientos desordenados. Finalmente me duermo, y duermo bien.
Soledad insiste. No queda otra que aceptar una flor de variedad índica de regalo. Ella tapa el frasco.
—Mirá que con esto tengo como para un año.
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