Llegar hasta Artigas, ubicado en el extremo norte de Uruguay y al límite con Brasil, no es una tarea sencilla por las distancias que nos separan y rutas complicadas de transitar. Pero la sola idea de visitar la ciudad y el departamento que llevan el nombre del épico prócer uruguayo, tan caro a nuestros sentimientos, nos estimula de un modo particular. En este caso tenemos un doble aliciente: tomar contacto directo con la experiencia que se desarrolla en el Centro de Rehabilitación 27 que, dicho en términos usuales, es la cárcel de Pintado Grande.
Nuestro vínculo con el proceso de transformación penitenciaria uruguayo se relaciona con la ya famosa Punta de Rieles (la cárcel pueblo) y, más recientemente, con el Polo Industrial, que desafía la lógica carcelaria del COMCAR, la prisión más poblada del vecino país, con unas 3.800 personas privadas de la libertad. En forma más reciente nos habían llegado algunas noticias de Pintado Grande, y nuestra curiosidad por experiencias carcelarias distintas, respetuosas de la dignidad de las personas, nos llevó hasta ese lugar, no bien se presentó la ocasión.
El establecimiento se encuentra a unos diez kilómetros de la ciudad y para llegar hasta allí hay que transitar por caminos vecinales de tierra bastante colorada, rodeado de frondosa vegetación. Cuando nos aproximamos divisamos un caserío y una zona de cultivo que cualquier persona inadvertida podría confundir con una chacra. Sin embargo un cartel en la entrada nos anuncia que nos encontramos en el Centro de Rehabilitación 27 de Pintado Grande.
Llegamos en el auto y todo es tranquilidad. El propio Artigas mira hacia el infinito del paisaje bucólico desde un busto que se emplaza en la puerta. Bajamos y sale a recibirnos un muchachito con las clásicas prendas de los penitenciarios. Nos da la bienvenida con una ancha sonrisa y gran amabilidad. Se presenta: William do Canto, el director de la unidad. Lo miro sorprendido. Le pregunto cuántos años tiene y me dice que 29, siempre sonriendo. No puedo salir de mi asombro, que en este caso es un grato asombro.
Siempre campechano y sonriente nos invita que pasemos. Encontramos un caserío muy humilde, donde se nota que no sobra nada. Pero todo dentro de una pulcra humildad. Dos o tres penitenciarios más que toman mate y miran televisión, también muy jóvenes, nos saludan. Me asomo a la puerta y veo a unas personas del sexo masculino sentados, tomando mate y conversando. Al poco aparece una muchacha, hablando con un celular en forma muy interesada, que se acerca a ellos. Luego otras mujeres se asoman desde una puerta, atraídas por la novedad de los visitantes.
Si. Pintado Grande es una cárcel mixta donde conviven mujeres y hombres privados de la libertad, compartiendo un mismo espacio físico y donde tienen completamente liberado el acceso a la telefonía celular con conexión a internet. Le pregunto a William si la posesión de los teléfonos celulares no contribuye a que sigan delinquiendo, o puedan organizar una evasión. Como toda respuesta me sonríe.
La posibilidad de irse de la cárcel se encuentra al alcance de la mano, ya que allí no hay rejas, ni muros ni cerco perimetrales con alambres de púas. El único alambre de púas es el del viejo alambrado de siete hilos, como en cualquier establecimiento agropecuario. Pero nadie se va de allí, pese que resultaría muy sencillo hacerlo.
William nos cuenta las actividades que se realizan: quintas, horno de ladrillos, bloquera, cría de animales. Nos enseña con orgullo la pequeña biblioteca, la sala de computación, el salón de usos múltiples que levantaron con sus propias manos penitenciarios y privados de la libertad, donde toda la comunidad comparte la misma comida y el esparcimiento. Nos dice que se podrían hacer muchísimas cosas y que hay una gran voluntad. Pero, como siempre ocurre, faltan recursos.
Es inevitable preguntar la forma en que se vinculan mujeres y hombres privados de la libertad y qué es lo que ocurre si entre alguno de ellos se traba una relación íntima. “Ocurre lo mismo que afuera”, me dice. Actualmente dos internos, mujer y hombre, han formado pareja y comparten la vida cotidiana de forma normal. Pero el encuentro íntimo, si ellos lo desean, sucede del mismo modo que para el resto de la población, en los días de visitas y en los espacios destinados para ello, para evitar diferencias entre los pares.
Ahora la ciudad atraviesa un momento difícil ya que las lluvias han causado inundaciones en ciertas zonas y una brigada de internos voluntarios sale todos los días a contribuir a paliar la situación.
Uno de los mayores logros de la gestión, nos cuenta su director, es que de todos los liberados, solamente uno reincidió. Que el resto se ha reinsertado en la sociedad y no han vuelto a delinquir.
Terminando la visita le preguntamos a William que nos revele el secreto de los uruguayos para cebar mate en forma continua e ininterrumpida y que no se les lave la yerba. Vuelve a sonreir. Simula unas maniobras en la cocina y seguimos mateando.
Quiero ser muy claro. Desearía una sociedad donde no existieran las cárceles, donde las personas pudiéramos resolver nuestros conflictos en forma más civilizada, donde no tengamos que agregar dolor al dolor. Pero también, si tienen que existir las cárceles, si no tenemos otra forma de resolver nuestras disputas, desearía que todas fueran como Pintado Grande.