Cosecha Roja.-
* El texto es parte de los relatos de violencia obstétrica recolectados por Las Casildas y Cosecha Roja. Las mujeres cuentan en primera persona sus experiencias durante el parto.
“Mi pequeña Anhiela, nuestro encuentro comienza así:
Llegaste a este mundo el viernes 4 de julio de 2014, después de 38 semanas y seis días dentro de mi panza. El día anterior nos quedamos en la casa de tu bisabuela Mimi, ya que esa semana habíamos perdido el control con nuestra matrona. Al día siguiente ella nos acompañaría y así también aprovechaba de hacerse unos exámenes.
Nos levantamos a las 6:30, yo sentí unos empujoncitos dentro de mí y creí que eran tus ejercicios de preparación, jamás imaginé que horas más tardes te tendría en mis brazos. Nos fuimos al consultorio, pero lamentablemente nuestra querida matrona no nos podía atender ese día ya que tenía las consultas de urgencia llenas. Agendamos hora para el lunes aunque algo me decía que no sería necesario. Mientras esperábamos que a la Mimi la atendieran yo me concentraba en tus movimientos, tratando de descifrar si se acercaba o no el momento.
Volvimos a casa cerca de las 10 y desayunamos. Comí poquito, tus movimientos ya eran fuertes y me hacían quedar inmóvil durante segundos, así que pedí a nuestra fiel acompañante que nos llevara al hospital. En el camino llamamos a tu abuela Claudia (mi mamá) y a tu tía Camila (mi hermana) para avisarles que posiblemente tendrían que llegar a nuestro encuentro.
Cuando llegamos al hospital me hicieron el primer incómodo tacto. Ya tenía siete centímetros de dilatación. Así que nos ingresaron rápidamente, me pusieron una bata fea y me hicieron llenar formularios. Vino la matrona, la neonatóloga y varias enfermeras a hacerme 20 mil preguntas, llamaron al obstetra y al rato llegó el anestesista:
– Hola mamita, vengo a ponerle la anestesia.
– No, muchas gracias. Quiero que mi parto sea natural, ya lo hablé con mi obstetra.
– Normalmente las mamitas piden anestesia en cuanto llegan, y es recomendable comenzar con las dosis llegados a los cuatro centímetros. Tú ya vas en siete. Después puede ser tarde para pedirla….
– No quiero anestesia.
– Puedo entender que los dolores…
– Tú no puedes entender nada. Por favor no vuelvas a no ser que sea estrictamente necesario o yo te llame.
Luego de eso pasó tres veces más preguntando si quería anestesia.
Conversé con la matrona de turno que me recibió, le conté del plan de parto del cual ya le había hablado a mi doctora y tomó nota de todas mis peticiones. Luego de escucharme ella me contó de los protocolos del hospital. Me dijo que podría mantenerme de pie durante el transcurso del pre-parto pero que el parto era en camilla inclinada. Ahí vino mi primera alarma, cuando hablé con Nur (ginecobstetra), ella me contó que podríamos ir decidiendo a medida que transcurriera el tiempo y según cómo se fueran dando las cosas. Pero ella no aparecía.
Llegaron tu abuela y tu tía y se turnaban para estar conmigo. Cerca de las tres de la tarde ya había llegado a los nueve de dilatación. Pasaban estudiantes, enfermeras y yo escuchaba como comentaban “¿ella es la chica que quiere parto natural?”. Se asomaban y me decían “que valiente eres, ojalá lo logres”, con un tono burlesco e irónico.
Transcurría el tiempo y no lograba conectarme con nuestro trabajo de parto, interrumpían mis pensamientos con preguntas, con tactos. Finalmente tuve que pedir anestesia, ya no daba más, el inhóspito, inquieto y frío lugar y trato hacían que todo fuera mucho más difícil.
Lo siento hija, me rendí, no pude más y creo que mientras mis cimientos sucumbían ellos se empoderaban cada vez más de nuestro parto. Así pasaron varias horas en donde todo había quedado en pausa, ya no podía sentir la orden que daba mi cuerpo para actuar, miraba esa máquina que tenían conectada a mi panza para tratar de descifrar cuándo venía una contracción. Yo trataba de accionar mis músculos para ayudarte, pero nunca supe si estaba bien o no. En un momento entró la matrona:
– Te romperé membranas, tu hija está estancada, la ayudaré a encajarse y te dilataré el centímetro que falta de forma manual.
Al segundo sentí agua correr fuera de mi cuerpo recostado, con una chata bajo mis nalgas para no manchar nada. El anestesista me dijo: “no vale la pena poner más anestesia, no te hará efecto, tu hija nacerá pronto”. A partir de ahí todo fue muy rápido, las contracciones se hacían cada vez más fuertes y yo cada vez tenía más conciencia de mi cuerpo y de tu llegada. En segundos la matrona me revisó, me llevó a sala de partos, llamó a mi acompañante (tu tía Camila), me hicieron pasarme a la camilla (algo muy difícil con contracciones una tras de otra), me reclinaron, me pusieron las piernas en esos fierros feos. A un lado la matrona de turno, al otro lado mi hermana en una sala fría, llena de ruidos metálicos.
De repente veo dos hombres con mascarillas parados entre mis piernas, dos hombres que yo nunca había visto y que atenderían mi parto. La matrona me pedía que pujara y me decía que así no se hacía, que me quedarían los ojos rojos de tanto hacer fuerza con la cara. Mientras me daba instrucciones que yo no entendía, sentía ganas de pujar, lo hacía y ella me volvía a retar. “Noooo, así no se hace Constanza”. Era la primera vez que alguien me llamaba por mi nombre pero usaba el mismo tono que mi mamá cuando era niña y me retaba. Un segundo después siento su brazo sobre mi panza, presionándote
– Nooo, suéltame – grité.
– Bueno, entonces hazlo bien – me respondió.
Después del tercer pujo sentí el cuerpo colapsar. Uno más y aquí llegaste, hermosa. Pude ver cómo salías de mí, cómo cortaron rápidamente tu cordón. Mi mente sabía que eso no estaba bien, pero mi cuerpo no podía reaccionar. Sólo siento lágrimas en mis ojos, no puedo hablar, y en milésimas de segundos una enfermera te llevó lejos de mí. Ni siquiera pude olerte, mirarte, tocarte. Me quedé temblando en esa camilla, mientras poco a poco la sala se desocupaba. Sólo quedaba uno de los hombres con mascarilla entre mis piernas pasando un hilo y una aguja.
Me trasladaron a una sala sola, lejos de todo. Están remodelando ese piso y no hay más lugar. Un rato después te trajeron conmigo. La matrona me pidió que abriera la camisa y sacara el pecho para probar el acople. Después me tomó el pecho y lo puso en tu boca. Me siento manoseada pero veo que tú te agarras y todo alrededor desaparece. Por fin mi universo y cada parte de mi cuerpo comienza a alinearse.
Mientras como la cena que me trajeron, logramos mirarnos. No quería perderme cada detalle de tu cara. Después nos dormimos. A las 1:30 entraron el neonatólogo de turno y la matrona para decirme que tienen que llevarte a neonatología, me hablaban con tecnicismos imposibles de entender, más aún con anestesia todavía en el cuerpo, con el sueño interrumpido después de un agotador día. Me dormí y descansé y a las 2:30 me autorizaron a levantarme de la cama. A las 3 de la mañana será tu primer control de rutina.
*
Entonces, me preparo para atenderte y a alimentarte, llenarte de amor, quiero que los momentos que estés sola sean los más cortos. Te prometo que ahí estaré, cada cuatro horas para cambiar tu pañal, tomar tu temperatura, lavarte, vestirte y alimentarte. La lucha contra el sistema de este hospital no acabará al parecer, pero la anestesia ya dejó mi cuerpo, tus miradas y tu tacto me afirman cada vez más. Nace una loba”.
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