Por Virginia Woolf*
(…) A pesar de todo no pude dejar de pensar, mirando las obras de Shakespeare en el estante, que el obispo tenía razón cuando menos en esto: le hubiera sido imposible, del todo imposible, a una mujer escribir las obras de Shakespeare en la época de Shakespeare. Dejadme imaginar puesto que los datos son tan difíciles de obtener, lo que hubiera ocurrido si Shakespeare hubiera tenido una hermana maravillosamente dotada, llamada Judith, pongamos. Shakespeare, él, fue sin duda —su madre era una heredera— a la escuela secundaria, donde quizás aprendió el latín —Ovidio, Virgilio y Horacio— y los elementos de la gramática y la lógica. Era, es sabido, un chico indómito que cazaba conejos en vedado, quizá mató algún ciervo y tuvo que casarse, quizás algo más pronto de lo que hubiera decidido, con una mujer del vecindario que le dio un hijo un poco antes de lo debido. A raíz de esta aventura, marchó a Londres a buscar fortuna. Sentía, según parece, inclinación hacia el teatro; empezó cuidando caballos en la entrada de los artistas. Encontró muy pronto trabajo en el teatro, tuvo éxito como actor, y vivió en el centro del universo, haciendo amistad con todo el mundo, practicando su arte en las tablas, ejercitando su ingenio en las calles y hallando incluso acceso al palacio de la reina. Entretanto, su dotadísima hermana, supongamos, se quedó en casa. Tenía el mismo espíritu de aventura, la misma imaginación, la misma ansia de ver el mundo que él. Pero no la mandaron a la escuela. No tuvo oportunidad de aprender la gramática ni la lógica, ya no digamos de leer a Horacio ni a Virgilio. De vez en cuando cogía un libro, uno de su hermano quizás, y leía unas cuantas páginas. Pero entonces entraban sus padres y le decían que se zurciera las medias o vigilara el guisado y no perdiera el tiempo con libros y papeles. Sin duda hablaban con firmeza, pero también con bondad, pues eran gente acomodada que conocía las condiciones de vida de las mujeres y querían a su hija; seguro que Judith era en realidad la niña de los ojos de su padre. Quizá garabateaba unas cuantas páginas a escondidas en un altillo lleno de manzanas, pero tenía buen cuidado de esconderlas o quemarlas. Pronto, sin embargo, antes de que cumpliera veinte años, planeaban casarla con el hijo de un comerciante en lanas del vecindario. Gritó que esta boda le era odiosa y por este motivo su padre le pegó con severidad. Luego paró de reñirla. Le rogó en cambio que no le hiriera, que no le avergonzara con el motivo de esta boda. Le daría un collar o unas bonitas enaguas, dijo; y había lágrimas en sus ojos. ¿Cómo podía Judith desobedecerle? ¿Cómo podía romperle el corazón? Sólo la fuerza de su talento la empujó a ello. Hizo un paquetito con sus cosas, una noche de verano se descolgó con una cuerda por la ventana de su habitación y tomó el camino de Londres. Aún no había cumplido los diecisiete años. Los pájaros que cantaban en los setos no sentían la música más que ella. Tenía una gran facilidad, el mismo talento que su hermano, para captar la musicalidad de las palabras. Igual que él, sentía inclinación al teatro. Se colocó junto a la entrada de los artistas; quería actuar, dijo. Los hombres le rieron a la cara. El director —un hombre gordo con labios colgantes— soltó una risotada. Bramó algo sobre perritos que bailaban y mujeres que actuaban. Ninguna mujer, dijo, podía en modo alguno ser actriz. Insinuó… ya suponéis qué. Judith no pudo aprender el oficio de su elección. ¿Podía siquiera ir a cenar a una taberna o pasear por las calles a la medianoche? Sin embargo, ardía en ella el genio del arte, un genio ávido de alimentarse con abundancia del espectáculo de la vida de los hombres y las mujeres y del estudio de su modo de ser. Finalmente — pues era joven y se parecía curiosamente al poeta, con los mismos ojos grises y las mismas cejas arqueadas—, finalmente Nick Greene, el actor-director, se apiadó de ella; se encontró encinta por obra de este caballero y —¿quién puede medir el calor y la violencia de un corazón de poeta apresado y embrollado en un cuerpo de mujer?— se mató una noche de invierno y yace enterrada en una encrucijada donde ahora paran los autobuses, junto a la taberna del «Elephant and Castle».
Ésta vendría a ser, creo, la historia de una mujer que en la época de Shakespeare hubiera tenido el genio de Shakespeare. Pero por mi parte estoy de acuerdo con el difunto obispo, si es que era tal cosa: es impensable que una mujer hubiera podido tener el genio de Shakespeare en la época de Shakespeare. Porque genios como el de Shakespeare no florecen entre los trabajadores, los incultos, los sirvientes. No florecieron en Inglaterra entre los sajones ni entre los britanos. No florecen hoy en las clases obreras. ¿Cómo, pues, hubieran podido florecer entre las mujeres, que empezaban a trabajar, según el profesor Trevelyan, apenas fuera del cuidado de sus niñeras, que se veían forzadas a ello por sus padres y el poder de la ley y las costumbres? Sin embargo, debe de haber existido un genio de alguna clase entre las mujeres, del mismo modo que debe de haber existido en las clases obreras. De vez en cuando resplandece una Emily Brontë o un Robert Burns y revela su existencia. Pero nunca dejó su huella en el papel. Sin embargo, cuando leemos algo sobre una bruja zambullida en agua, una mujer poseída de los demonios, una sabia mujer que vendía hierbas o incluso un hombre muy notable que tenía una madre, nos hallamos, creo, sobre la pista de una novelista malograda, una poetisa reprimida, alguna Jane Austen muda y desconocida, alguna Emily Brontë que se machacó los sesos en los páramos o anduvo haciendo muecas por las carreteras, enloquecida por la tortura en que su don la hacía vivir. Me aventuraría a decir que Anónimo, que escribió tantos poemas sin firmarlos, era a menudo una mujer. Según sugiere, creo, Edward Fitzgerald, fue una mujer quien compuso las baladas y las canciones folklóricas, canturreándolas a sus niños, entreteniéndose mientras hilaba o durante las largas noches de invierno.
Quizás esto sea cierto, quizá sea falso —¿quién lo sabe?—, pero lo que sí me pareció a mí, repasando la historia de la hermana de Shakespeare tal como me la había imaginado, definitivamente cierto, es que cualquier mujer nacida en el siglo dieciséis con un gran talento se hubiera vuelto loca, se hubiera suicidado o hubiera acabado sus días en alguna casa solitaria en las afueras del pueblo, medio bruja, medio hechicera, objeto de temor y burlas. Porque no se necesita ser un gran psicólogo para estar seguro de que una muchacha muy dotada que hubiera tratado de usar su talento para la poesía hubiera tropezado con tanta frustración, de que la demás gente le hubiera creado tantas dificultades y la hubieran torturado y desgarrado de tal modo sus propios instintos contrarios que hubiera perdido la salud y la razón. Ninguna muchacha hubiera podido marchar a pie a Londres, colocarse junto a la entrada de los artistas y obtener a toda costa que la recibiera el actor-director sin que ello le representara una gran violencia y sin sufrir una angustia quizás irracional —pues es posible que la propia castidad sea un fetiche inventado por ciertas sociedades por algún motivo desconocido—, pero aun así inevitable. La castidad tenía entonces, sigue teniendo hoy día, una importancia religiosa en la vida de una mujer y se ha envuelto de tal modo de nervios e instintos que para liberarla y sacarla a la luz se requiere un coraje muy poco corriente. Vivir una vida libre en Londres en el siglo dieciséis hubiera representado para una mujer que hubiese escrito poesía y teatro una tensión nerviosa y un dilema tales que posiblemente la hubiesen matado. De haber sobrevivido, cuanto hubiese escrito hubiese sido retorcido y deformado, al proceder de una imaginación tensa y mórbida. Y, sin duda alguna, pensé mirando los estantes en que no había ninguna obra de teatro escrita por una mujer, no hubiera firmado sus obras. Este refugio lo hubiera indudablemente buscado. Un residuo del sentido de castidad es lo que dictó la anonimidad a las mujeres hasta fecha muy tardía del siglo diecinueve. Currer Bell, George Eliot, George Sand, víctimas todas ellas de una lucha interior como revelan sus escritos, trataron sin éxito de velar su identidad tras un nombre masculino. Así honraron la convención, que el otro sexo no había implantado, pero sí liberalmente animado (la mayor gloria de una mujer es que no hablen de ella, dijo Pericles, un hombre, él, del que se habló mucho) de que la publicidad en las mujeres es detestable. La anonimidad corre por sus venas. El deseo de ir veladas todavía las posee. Ni siquiera ahora las preocupa tanto como a los hombres la salud de su fama y, hablando en general, pueden pasar cerca de una lápida funeraria o una señal de carretera sin sentir el deseo irresistible de grabar en ellos su nombre como Alf, Bert o Chas se ven forzados a hacer en obediencia a su instinto, que les murmura cuando ve pasar a una bella mujer o a un simple perro: Ce chien est à moi. Y, naturalmente, puede no ser un perro, pensé acordándome de Parliament Square, la Sieges Allee y otras avenidas; puede ser un trozo de tierra o un hombre con pelo negro y rizado. Una de las grandes ventajas del ser mujer es el poder cruzarse en la calle hasta con una hermosa negra sin desear hacer de ella una inglesa.
Esta mujer, pues, nacida en el siglo dieciséis con talento para la poesía era una mujer desgraciada, una mujer en lucha contra sí misma. Todas las circunstancias de su vida, todos sus propios instintos eran contrarios al estado mental que se necesita para liberar lo que se tiene en el cerebro. Pero ¿cuál es el estado mental más propicio al acto de creación?, me pregunté. ¿Puede uno formarse una idea del estado mental que favorece y hace posible esta extraña actividad? Aquí abrí el volumen que contenía las tragedias de Shakespeare. ¿Cuál era el estado mental de Shakespeare cuando escribió, por ejemplo, El Rey Lear o Antonio y Cleopatra? Sin duda era el estado mental más favorable a la poesía en que jamás nadie se ha hallado. Pero el propio Shakespeare nunca dijo nada de su estado mental. Sólo sabemos por una feliz casualidad que «jamás tachaba un verso». De hecho, el artista nunca dijo nada de su propio estado mental hasta el siglo dieciocho. Rousseau quizá fue el primero. En todo caso, allá por el siglo diecinueve la costumbre del autoanálisis se había generalizado de tal modo que los hombres de letras solían describir sus estados mentales en confesiones y autobiografías. También se escribían sus vidas y después de su muerte se publicaban sus cartas. Por tanto, aunque no sepamos por qué experiencias pasó Shakespeare al escribir El Rey Lear, sí sabemos por cuáles pasó Carlyle al escribir La revolución francesa y Flaubert al escribir Madame Bovary, y qué tormentos sufrió Keats tratando de escribir poesía pese a la cercanía de la muerte y la indiferencia del mundo.
Y así se da uno cuenta, gracias a esta abundantísima literatura moderna de confesión y autoanálisis, que escribir una obra genial es casi una proeza de una prodigiosa dificultad. Todo está en contra de la probabilidad de que salga entera e intacta de la mente del escritor. Las circunstancias materiales suelen estar en contra. Los perros ladran; la gente interrumpe; hay que ganar dinero; la salud falla. La notoria indiferencia del mundo acentúa además estas dificultades y las hace más pesadas aún de soportar. El mundo no le pide a la gente que escriba poemas, novelas, ni libros de Historia; no los necesita. No le importa nada que Flaubert encuentre o no la palabra exacta ni que Carlyle verifique escrupulosamente tal o cual hecho. Naturalmente, no pagará por lo que no quiere. Y así el escritor —Keats, Flaubert, Carlyle— sufre, sobre todo durante los años creadores de la juventud, toda clase de perturbaciones y desalientos. Una maldición, un grito de agonía sube de estos libros de análisis y confesión. «Grandes poetas muertos en su tormento»: ésta es la carga que lleva su canción. Si algo sale a la luz a pesar de todo, es un milagro y es probable que ni un solo libro nazca entero y sin deformidades, tal como fue concebido.
Pero, para la mujer, pensé mirando los estantes vacíos, estas dificultades eran infinitamente más terribles. Para empezar, tener una habitación propia, ya no digamos una habitación tranquila y a prueba de sonido, era algo impensable aun a principios del siglo diecinueve, a menos que los padres de la mujer fueran excepcionalmente ricos o muy nobles. Ya que sus alfileres, que dependían de la buena voluntad de su padre, sólo le alcanzaban para el vestir, estaba privada de pequeños alicientes al alcance hasta de hombres pobres como Keats, Tennyson o Carlyle: una gira a pie, un viajecito a Francia o un alojamiento independiente que, por miserable que fuera, les protegía de las exigencias y tiranías de su familia. Estas dificultades materiales eran enormes; peores aún eran las inmateriales. La indiferencia del mundo, que Keats, Flaubert y otros han encontrado tan difícil de soportar, en el caso de la mujer no era indiferencia, sino hostilidad. El mundo no le decía a ella como les decía a ellos: «Escribe si quieres; a mí no me importa nada.» El mundo le decía con una risotada: «¿Escribir? ¿Para qué quieres tú escribir?» En este asunto las estudiantes de psicología de Newham y Girton podrían sernos de alguna ayuda, pensé mirando de nuevo los estantes vacíos. Porque sin duda va siendo hora de que alguien mida el efecto del desaliento sobre la mente del artista, del mismo modo que he visto una compañía de productos lácteos medir el efecto de la leche corriente y de la leche de grado A sobre el cuerpo de la rata. Pusieron dos ratas juntas en una jaula y de las dos, una era furtiva, tímida y pequeña y la otra lustrosa, resuelta y grande. Ahora bien, ¿qué les damos de comer a las mujeres artistas?, pregunté, acordándome, me imagino, de aquella cena a base de ciruelas pasas y flan. Para contestar esta pregunta me bastó abrir el periódico de la noche y leer que Lord Birkenhead opina que… Pero, bien mirado, no me voy a molestar en copiar lo que opina Lord Birkenhead de lo que escriben las mujeres. Lo que dice el Deán Inge lo voy a dejar de lado. El especialista de Harley Street puede despertar si quiere los ecos de Harley Street con sus vociferaciones, no levantará un solo pelo de mi cabeza. Citaré, sin embargo, a Mr. Oscar Browning, porque Mr. Oscar Browning fue en un tiempo una gran autoridad en Cambridge y solía examinar a las estudiantes de Girton y Newham. Mr. Oscar Browning dijo, según parece, que «la impresión que le quedaba en la mente tras corregir cualquier clase de exámenes era que, dejando de lado las notas que pudiera poner, la mujer más dotada era intelectualmente inferior al hombre menos dotado». Tras decir esto, Mr. Browning volvió a sus habitaciones y —lo que sigue es lo que hace tomarle cariño y le convierte en una personalidad humana de cierta categoría y majestad— volvió, digo, a sus habitaciones y encontró a un mozo de establo acostado en su sofá: «un puro esqueleto; sus mejillas eran cavernosas y de color enfermizo, sus dientes negros y no parecía poder valerse de sus miembros… “Es Arturo —dijo Mr. Browning—, un chico realmente encantador y muy inteligente”». Siempre me parece que estos dos cuadros se completan. Y, por suerte, en esta época de biografías, los dos cuadros a menudo se completan, efectivamente, y podemos interpretar las opiniones de los grandes hombres basándonos no sólo en lo que dicen, sino también en lo que hacen.
Pero si bien esto es posible ahora, semejantes opiniones salidas de los labios de gente importante cincuenta años atrás debieron de sonar terribles. Supongamos que un padre, por los mejores motivos, no deseara que su hija se marchara de casa para ser escritora, pintora o dedicarse al estudio. «Ve lo que dice Mr. Oscar Browning», hubiera dicho; y Mr. Oscar Browning no era el único; había la Saturday Review; había Mr. Greg: «la esencia de la mujer —dice Mr. Greg con énfasis— es que el hombre la mantiene y ella le sirve». Eran legión los hombres que opinaban que, intelectualmente, no podía esperarse nada de las mujeres. Y aunque su padre no le leyera en voz alta estas opiniones, cualquier chica podía leerlas por su propia cuenta; y esta lectura, aun en el siglo diecinueve, debió de mermar su vitalidad y tener un profundo efecto sobre su trabajo. Siempre estaría oyendo esta afirmación: «No puedes hacer esto, eres incapaz de lo otro», contra la que tenía que protestar, que debía refutar. Probablemente este germen no tiene ya mucho efecto en una novelista, porque ha habido mujeres novelistas de mérito. Pero para las pintoras sin duda sigue teniendo cierta virulencia; y para las compositoras, me imagino, todavía hoy día debe de ser activo y venenoso en extremo. La compositora se halla en la situación de la actriz en la época de Shakespeare. Nick Greene, pensé recordando la historia que había inventado sobre la hermana de Shakespeare, dijo que una mujer que actuaba le hacía pensar en un perro que bailaba. Johnson repitió esta frase doscientos años más tarde refiriéndose a las mujeres que predicaban. Y aquí tenemos, dije, abriendo un libro sobre música, las mismísimas palabras usadas de nuevo en este año de gracia de 1928, aplicadas a las mujeres que tratan de escribir música. «Acerca de Mlle. Germaine Tailleferre, sólo se puede repetir la frase del Dr. Johnson acerca de las predicadoras, trasladándola a términos musicales. Señor, una mujer que compone es como un perro que anda sobre sus patas traseras. No lo hace bien, pero ya sorprende que pueda hacerlo en absoluto.» Con tal exactitud se repite la historia.
Así, pues, concluí cerrando la biografía de Mr. Oscar Browning y empujando a un lado los demás libros, está bien claro que ni en el siglo diecinueve se alentaba a las mujeres a ser artistas. Al contrario, se las desairaba, insultaba, sermoneaba y exhortaba. La necesidad de hacer frente a esto, de probar la falsedad de lo otro, debe de haber puesto su mente en tensión y mermado su vitalidad. Porque aquí nos acercamos de nuevo a este interesante y oscuro complejo masculino que ha tenido tanta influencia sobre el movimiento feminista; este deseo profundamente arraigado en el hombre no tanto de que ella sea inferior, sino más bien de ser él superior, este complejo que no sólo le coloca, mire uno por donde mire, a la cabeza de las artes, sino que le hace interceptar también el camino de la política, incluso cuando el riesgo que corre es infinitesimal y la peticionaria humilde y fiel. Hasta Lady Bessborough, recordé, pese a toda su pasión por la política, debe inclinarse humildemente y escribir a Lady Granville Leveson-Gower: «… pese a toda mi violencia en asuntos políticos y a lo mucho que charlo sobre este tema, estoy perfectamente de acuerdo con usted en que no corresponde a una mujer meterse en esto o en cualquier otro asunto serio, salvo para dar su opinión (si se la piden)». Y pasa a dar rienda suelta a su entusiasmo en un terreno donde no tropieza con ningún obstáculo, el tema importantísimo del primer discurso de Lord Granville en la Cámara de los Comunes. Es un espectáculo realmente raro, pensé. La historia de la oposición de los hombres a la emancipación de las mujeres es más interesante quizá que el relato de la emancipación misma. Podría escribirse sobre ello un libro divertido si alguna estudiante de Girton o Newham reuniera ejemplos y dedujera una teoría; pero necesitaría gruesos guantes para cubrir sus manos y barras de oro sólido para protegerse.
*Fragmento del capítulo 3 de “Una habitación propia”, de Virginia Woolf. (Seix Barral, 2018). Traducción de Laura Pujol.