En “Vivir una vida feminista” Sara Ahmed revela muchos detalles de su vida íntima y de su acercamiento al feminismo interseccional. Lo hace como estrategia para apoyar la tesis que recorre su libro: el conocimiento que se construye en la práctica es tan importante y complejo como el conocimiento teórico. El feminismo es un trabajo que se hace en casa, sea cual sea tu casa; tu hogar, tu universidad, tu ámbito laboral, tu comunidad, tu grupo de amistades, dice Ahmed.
Este viernes, a las 14, la académica británica australiana participará, vía videoconferencia, de las jornadas “Haciendo universidades feministas”, organizadas por la Red Interuniversitaria por la Igualdad de Género y contra las Violencias (RUGE-CIN), el Área de Género y Sexualidades de la Universidad Nacional de Rosario y el Ministerio de Igualdad, Género y Diversidad de la provincia de Santa Fe.
Compartimos un fragmento del primer capítulo de “Vivir una vida feminista”, editado en 2021 por Caja Negra.
El feminismo es sensacional. Algo es sensacional cuando provoca entusiasmo e interés. El feminismo es sensacional en este sentido; lo que es provocador del feminismo es precisamente lo mismo que hace que sus argumentos sean difíciles de transmitir. Aprendemos de la causa feminista a partir de la molestia que el feminismo produce, a partir del modo en que el feminismo aparece en la cultura pública como un espacio perturbador.
Cuando una habla como feminista, tiene que lidiar con reacciones fuertes. Comprometerse con una vida feminista exige que estés dispuesta a desatar esas reacciones. Cuando una habla como feminista, es común que la identifquen como una persona demasiado reactiva, que sobreactúa, como una persona que se dedica a producir relatos sensacionalistas sobre los hechos en cuestión; como si al dar tu perspectiva sobre algo estuvieras exagerando, a propósito e incluso con malicia. En este capítulo acepto que el feminismo empieza con una sensación: con un sentido de las cosas. Quiero argumentar que el feminismo es sensato teniendo en cuenta el mundo en que vivimos; el feminismo es una reacción sensata a las injusticias del mundo, que en un principio podemos registrar a partir de nuestras propias experiencias. Podemos trabajar sobre estas experiencias, meditar sobre ellas; puede que volvamos sobre ellas una y otra vez porque siguen sin tener sentido. En otras palabras, tenemos que encontrarle el sentido a lo que no lo tiene. En esta búsqueda hay agencia y vida. En este capítulo, comparto algunas de las experiencias que me condujeron al feminismo, en un proceso (que yo describiría como más accidentado que llano) de empezar a registrar algo que es difícil; estas experiencias me proveyeron las materias primas de mi instrucción feminista.
Sentir las injusticias
Una sensación se entiende a menudo a partir de lo que no es: una sensación no es una reacción organizada o deliberada ante algo. Y es por eso que la sensación importa: lo que te deja es una impresión que no es clara ni distinta. Una sensación suele sentirse en la piel. La palabra sensacional refiere tanto a la facultad de sentir como al despertar de una intensa curiosidad, un interés o un entusiasmo. Si una sensación es el modo en que un cuerpo entra en contacto con un mundo, entonces algo se vuelve sensacional cuando ese contacto se hace más intenso. Quizás entonces sentir sea sentir esto incluso más.
El feminismo empieza muchas veces con la intensidad: eso contra lo que te estás enfrentando te excita. Percibimos algo en la agudeza de una impresión. Algo puede ser agudo sin que sea claro dónde está la punta filosa. Con el tiempo, con la experiencia, sentimos que algo está mal o tenemos la sensación de que nos están haciendo algo malo. Sentimos una injusticia. Tal vez no usamos esa palabra para nombrar nuestra sensación; tal vez no encontramos palabras para hacerlo; tal vez no logramos vislumbrar de qué se trata. El feminismo puede empezar con un cuerpo, un cuerpo en contacto con un mundo, un cuerpo que no está cómodo en un mundo; un cuerpo que se mueve inquieto y va de un lado a otro. Las cosas no parecen estar bien.
Muchas de mis experiencias más tempranas de sentir que me hacían daño, cuando era niña, involucraron una atención masculina no solicitada. Algo pasaba. Luego volvía a pasar. Ya intuimos algunas consecuencias: si hacerse feminista no puede separarse de una experiencia de violencia, de sufrir una injusticia, entonces lo que nos conduce al feminismo es eso que puede quebrarnos. Las historias que nos traen al feminismo son las historias que nos dejan frágiles. El feminismo puede reconstruir algo (o, con más suerte, reconstruirnos a nosotras) a partir de las experiencias que nos dejan vulnerables y expuestas. Feminismo: cómo sobrevivimos a las consecuencias de lo que enfrentamos ofreciendo nuevas formas de entender lo que enfrentamos.
El trabajo feminista es muchas veces un trabajo de la memoria. Trabajamos para recordar eso que desearíamos poder dejar atrás. Al pensar qué signifca vivir una vida feminista, he estado recordando; intentando armar el rompecabezas. He estado apoyando una esponja sobre el pasado. Cuando pienso en mi método, pienso en una esponja: un material capaz de absorber cosas. La dejamos ahí y esperamos para ver de qué se impregna. No es que el trabajo de la memoria consista necesariamente en recordar lo que se ha olvidado: más bien se trata de permitir que un recuerdo se vuelva inequívoco, que adquiera una cierta firmeza, incluso una claridad. Podemos reunir recuerdos como si se tratara de objetos, para dejar de mirarlos sólo a medias y tener de ellos una imagen más completa; para entender cómo se conectan entre sí diferentes experiencias.
Recuerdo particularmente una vez, todavía, con mucha nitidez. Yo había salido a correr cerca de mi casa. Un hombre pasó a mi lado en bicicleta muy rápido, y puso su mano en la parte trasera de mis shorts. No frenó; solo siguió pedaleando como si nada, como si él no hubiera hecho nada. Yo me detuve, temblando. Me sentía asqueada, invadida, confundida, perturbada, furiosa. Fui la única testigo de este evento; mi cuerpo, su memoria.
Mi cuerpo, su memoria: compartir un recuerdo es poner un cuerpo en palabras. ¿Qué hacemos cuando pasa una cosa como esta? ¿En quién nos convertimos? Seguí mi camino. Empecé a correr de nuevo, pero algo era diferente: yo era diferente. Estaba mucho más nerviosa. Cada vez que percibía a alguien venir por detrás, yo estaba lista, tensa, a la espera. Me sentía distinta en mi cuerpo, que era una manera distinta de encontrarme con el mundo.
Las experiencias como esta parecen acumularse en el tiempo: se amontonan como cosas en una bolsa, pero la bolsa es tu cuerpo, de modo que sientes que cargas cada vez más y más peso. El pasado se vuelve pesado. Todas tenemos distintas biografías de la violencia, enredadas entre muchos aspectos de nosotras mismas: cosas que pasan por cómo nos ven, y por cómo no nos ven. Encuentras una manera de contar lo que sucede, de vivir con lo que sucede.
Este tú soy yo. Parece como si recibieras el mismo mensaje una y otra vez. El exhibicionista de la escuela que siempre vuelve; la vez que, regresando de la escuela a casa, pasas por delante de un grupo de chicos y chicas cuando uno de ellos te grita que vuelvas, porque estás “cogible”, y todos se ríen; la vez que te cruzas a un hombre masturbándose debajo de un árbol en el parque municipal que te dice que te acerques a mirar y comienza a perseguirte cuando te alejas rápidamente; la vez que estás caminando por una calle con tu hermana y un hombre sale de pronto de una puerta, exhibiéndose; la vez que estás esperando el autobús y un coche con un grupo de hombres se detiene y te dicen que subas, y corres y ellos se burlan y gritan; la vez que te quedas dormida en un vuelo bajo tu manta y al despertar descubres a un hombre manoseándote (1). Recuerdo cada una de estas ocasiones no solamente como la experiencia de ser violentada, sino como un evento sensorial que era demasiado abrumador para procesar en el momento. Todavía puedo oír el sonido de las voces, el coche que bajaba la velocidad, la bicicleta que me pasaba por al lado, la puerta que se abría, el sonido de las pisadas, cómo estaba el tiempo ese día, el zumbido suave del avión cuando me desperté. Los sentidos pueden magnifcarse, a veces después del evento.
En el momento, cada una de esas veces, algo sucede. Te descoloca. Estas experiencias: ¿qué efectos tienen? ¿Qué producen? Empiezas a sentir una presión, un ataque implacable a los sentidos; un cuerpo en contacto con un mundo puede devenir un cuerpo que teme el contacto con un mundo. El mundo se experimenta como una intrusión sensorial. Es demasiado. Que no te ataquen: puede que intentes cerrarte sobre ti misma, sustraerte de la proximidad, de la proximidad a algo potencial. O tal vez trates de lidiar con esta violencia entumeciendo tus propias sensaciones, aprendiendo a que no te afecte o a que te afecte menos. Puede que intentes olvidar lo que sucedió. Quizás estés avergonzada. Quizás te quedes callada. Quizás no le digas a nadie, no digas nada, y ardas con la sensación de un secreto. Se vuelve otra carga: eso que no se revela. Tal vez adoptes para ti misma una suerte de fatalismo: estas cosas pasan. Lo que pasa volverá a pasar; “Lo que deba ser, será”.
La violencia produce cosas. Una empieza a esperarla; aprende a habitar su propio cuerpo de forma diferente a partir de esta expectativa. Cuando percibes el mundo exterior como un peligro, tu relación con tu propio cuerpo se modifica: te vuelves más cauta, tímida. Puede que te repliegues anticipando que lo que ha pasado antes sucederá de nuevo. Puede que sean tus propias experiencias las que te hayan conducido a esto, a la cautela como repliegue, pero también puede que sea algo que aprendiste de otras personas. Te enseñan a ser cuidadosa, a anticipar ansiosa la posibilidad de que te quiebren. Empiezas a aprender que ser cuidadosa, tratar de que no te pasen estas cosas, es una manera de evitar que te hagan daño. Es por tu propio bien. E intuyes lo que se desprende de esto: si algo te pasa, es porque has fracasado en evitarlo. Tu propio fracaso te hace sentir mal por anticipado. Estás aprendiendo, también, a aceptar que la posibilidad de la violencia es inminente, y a ocuparte de ti misma como una forma de ocuparte de las consecuencias.
Te enseñan a cuidarte cuidándote de otros. Recuerdo la vez que un policía vino a nuestra clase a enseñarnos todo sobre lo que llamaban “los extraños peligrosos”. La lección se nos enseñó como es usual, como una instrucción simple: no hables con extraños. En mi mente formé una imagen de lo que era un extraño, una imagen basada no solo en mi propia experiencia, sino también en esta instrucción. Una imagen, un cuerpo, una figura: aparece como por arte de magia. Empecé el primer capítulo de mi libro Strange Encounters [Encuentros extraños] evocando esta imagen: el extraño como una figura sombría con un “sobretodo gris que brilla a tus pies” (2). El policía, en su evocación del extraño, me dio también un cuerpo en el que depositar mi ansiedad. Si bien el extraño podía ser cualquiera, era alguien que yo era capaz de reconocer; alguien de quien podía cuidarme. El del extraño peligroso es un guión tan efectivo como afectivo: algunos cuerpos se vuelven peligrosos, otros se transforman en cuerpos en peligro. De niñas aprendemos a ser cautas y cuidadosas en espacios públicos, dirigiendo esa cautela y ese cuidado hacia aquellas personas que no pertenecen, cuya presencia o proximidad es ilegítima. El extraño acecha. El extraño se vuelve un depósito de miedo.
(1) Estoy usando aquí la segunda persona para dirigirme a mí misma, no a otra persona. Estas experiencias me sucedieron a mí. Otras tendrán experiencias distintas de la violencia de género. Pero al escribir estas expe riencias, tuve la necesidad de dirigirme a mí misma con una segunda per sona, a veces, y otras veces con una primera. Puede que este cambio sea necesario para poner algo en palabras: cómo la violencia puede alienarnos de nosotras mismas.
(2) Sara Ahmed, Strange Encounters: Embodied Others in Post-coloniality, Londres, Routledge, 2000.