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Soy Ana Encabo y aborté.

Inevitable en este día no hablar en primera persona. Ana Encabo. Si lo hago es porque sigo pensando en que el aborto legal como política de Estado es una deuda que sigue dejando morir a cientos de mujeres, sobre todo las más pobres; porque las mujeres tenemos derecho a decidir sobre nuestro propio cuerpo, y porque, como aprendí hace muchos años, lo personal es político.

Yo aborté. En 1998. Con mi marido de entonces habíamos decidido tener un hijo. Quedé embarazada. Todo iba bien. Hasta el cuarto mes. En la semana 20, detectaron una enfermedad genética que implicaba que los pulmones del feto no se formaran. Iba a nacer, así decían, pero moriría en el momento de salir de la panza: no podría respirar. El corazón latía. “Se puede llegar al final del embarazo”, me dijeron.

Mi deseo era ser madre, no un envase con un corazón latiendo (a eso llamaban “vida”, “bebé”, y a mí, “mamá”, “mami”).

El obstetra del CEMIC que había elegido, muy progresista y todavía reconocido, sólo me decía que no había ni un 1% de posibilidades de que se pudiera hacer algo. Yo sólo lloraba y me negaba a continuar con el embarazo. No podía creer que por un corazón que latía estaba obligada a “hacer de madre”. Me enojé, pedí ayuda y peleé. No podía recurrir a realizarme un aborto con algún médico de confianza, como muchas mujeres que tienen esa opción, aun en la clandestinidad. Ya estaba de 5 meses y debía ser un parto natural para evitar lesiones en el útero.

El CEMIC sólo me leía una y otra vez el Código Penal y me ofrecía asistencia psicológica y grupos de “mamás” que habían atravesado por lo mismo. Las respetaba pero yo no me sentía mamá. Para mí la maternidad era otra cosa y quería el derecho a interrumpir “mí” embarazo.

Ya en ese entonces me definía como feminista, ya tenía en mi cabeza qué era para mí ser madre. Sin embargo, la ley y el discurso médico me deshumanizaban, me quitaban el derecho a decidir. Un corazón que latía era más valioso que mi vida. Sí, mi vida. No podía más del dolor. El dolor que se agudizaba y me enloquecía.

Soy de clase media, profesional, tenía redes, contactos y plata para buscar alternativas. Así fue que casi un mes después, entré con diagnóstico falso en la Guardia de un prestigioso hospital, gracias a un gran y reconocido obstetra que me indujo el parto. Puse el cuerpo, me dolió, pero pude elegir. 18 años después, lloro. Y no dejo de pensar que aunque fuera doloroso, ese dolor y ese duelo habrían sido muy distintos con el aborto legal. No habría tenido miedo, y habría sido Ana Encabo, la que podía decidir.