Por Gabriel Labrador Aragón – periódico El Faro

Sobrevivir, según la Real Academia de Española:

(Del lat. supervivĕre).

1. intr. Dicho de una persona: vivir después de la muerte de otra o después de un determinado suceso.

2. intr. Vivir con escasos medios o en condiciones adversas.

* * *

Este hombrecillo vive escondido en la miseria material, entre montañas, en una casita de adobes, sin comida, sin agua potable, sin electricidad, sin medicinas, sin compañía, sin una calle que lo lleve a casa o lo saque de ella… Es un anciano que enterró la vida en comunidad hace tiempo y que hoy pasa sus días entre riachuelos y maizales, alejado 10 kilómetros de la villa de Tacuba, Ahuachapán. Tampoco es un ermitaño, es solo que en realidad no existe. Una o dos veces al mes la gente lo verá bajar de la montaña con un sombrero de alas anchas. Pasará consulta gratuita con el médico parroquial, comprará tortillas, chiles, tomates, o una botella de gas para su lámpara. Lo verán avanzar apoyado en su bordón vetusto mientras más de algún tacubense juega al pulso con su edad: que 114, que 87, que seguro más de 100… Y a pesar de todo, este hombre de barbas ralas, botines de cuero raído, seguirá sin existir:

-Es que soy otra persona -confiesa su acertijo, con una voz cansada, de erres dormidas y eses pastosas.

El hombrecillo muestra una de sus pocas pertenencias, una de las más caras. La sustrae del fondo de una mochila entumecida, la desenvuelve de una maraña de plásticos, la saca de un pequeño y curtido estuche azul de la Fundación para la Tercera Edad, Fusate y la muestra por fin: es un dui. Es un documento de identidad que miente porque revela que este hombre encorvado, de quien cuelgan pellejos que evocan antiguos músculos, tiene otro nombre. Frente a ese dui, el Marcelino Galicia Fabián frente a nosotros queda anulado de pronto, resulta ser un invento.

-El dui me lo dieron el año pasado, dicen que me va a servir -comenta.

-¿Para qué?

-… Fíjese, eso es lo que yo no sé, no me han dicho.

El dui se lo confeccionaron en 2010 con una fecha de nacimiento que no era la suya, con el nombre de una madre que le era ajena, y con la información de una esposa a la que nunca siquiera tocó. El documento de respaldo era la fe de bautismo de un tal Marcelino García que nació hace 86 años, que fue asentado por una tal Tomasa García y que años después se casó con Amanda Josefina García. Marcelino niega a este otro Marcelino, y como no sabe leer, cuando escucha los nombres de sus supuestos familiares bosteza: calcula que a estas alturas toda esa es gente muerta, que él es un hombre solitario y viejo. Acaba de cumplir 104 años.

-Marcelino, ¿usted sabe quién es el presidente salvadoreño ahorita?

Calla largo rato, luego balbucea nada más que dudas:

-¿El presidente que no es… cómo es que… se llama… es, es…? -Y así pasa largo rato hasta que…- ¿Un tal Mauricio no es? Funes, ¿verdá? -responde Marcelino, complacido.

-¿Y de cuántos presidentes se acuerda?

Si su mente no fuera una amalgama de recuerdos desordenados, Marcelino podría nombrar a cada uno de los 32 gobernantes que han dirigido el país desde 1908. Pero el silencio sugiere otra cosa. Tras más de un minuto de lucha con sus recuerdos, Marcelino solo rememora el apellido del expresidente Napoleón Duarte, y el nombre de Fidel Sánchez Hernández, a quienes evoca por sus disposiciones sobre la agricultura salvadoreña. Marcelino no puede pensar su vida sin la tierra, los frutos que esta le ha dado… aunque también los sustos. Sobrevivió a siete terremotos en Ahuachapán durante el último siglo, a varias decenas de inundaciones y al menos a media docena de grandes deslizamientos. También burló la muerte cuando fue patrullero cantonal, cuando estuvo preso tras batirse a machetazos con un vecino que quería violar a su mamá, cuando estuvo enfermo y se curó solo gracias a las plantas medicinales. Sobrevivió al hambre cuando hubo sequías, y a la tristeza después que su esposa falleciera de un infarto y, mucho antes, cuando sus dos hijas murieron por enfermedades incomprensibles.

Hubo un día, hace casi 11 años, cuando alguien en el gobierno descubrió que los recuerdos de este campesino longevo valían oro y que podían reconstruir la historia de Tacuba por sí mismos. La entonces Concultura quiso enmendar el desamparo en el que había vivido siempre el empobrecido Marcelino y tuvo con él un asomo de cortesía. Y le extendió un diploma… un papel enmarcado en el que se le reconoce como “nahuablante y fiel guardián de tradiciones, costumbres y de nuestro idioma nacional el náhuat”. Ese reconocimiento ahora luce marchito, cubierto de hongos, hollín y polvo, y pasa refundido sobre una tabla, en la oscura cabaña donde vive Marcelino, en medio de una montaña perdida de Tacuba, ajeno a lujos, enfermo de los riñones y con un cáncer de próstata que los médicos ya no quieren operar por miedo a dañar su fragilidad.

¿Qué podría cambiar de su vida un hombre que ya superó con creces el umbral en el que muere la mayoría de salvadoreños?

-¿Cambiar? ¿Para qué? -pregunta.

Marcelino sabe que en su boca y sus ideas hay algo que le parece atractivo a los investigadores e historiadores. Con el paso de los años, estudiantes locales y hasta gringos lo han buscado para escuchar sus historias. Los que se han dado a la tarea de recopilar piezas disgregadas de un mapa ancestral, como la fundación Acisam, en Tacuba, aseguran que “Chelino”, como le llaman, es el máximo exponente indígena del lugar. Flor López, una treintañera rellena y entusiasta, es una de sus protectoras. Lo visita cada semana, le lleva alimentos, lo lleva a que pase consulta médica. Hace unas semanas, en la víspera de su cumpleaños que se celebra el 7 de febrero, Chelino sufrió una crisis que lo llevó hasta el hospital San Juan de Dios, de Ahuachapán. Muchos recordaron lo que el anciano ya ha repetido en varias ocasiones:

-Ya de estos 104 no creo que pase, ya no aguanto.

Lo mismo había dicho cuando tenía 103, que no pensaba que llegara a los 104.

Chelino ha permitido que la gente de Acisam produzca una película sobre él. Aún no la han terminado pero el guion habla de un abuelo y un niño que comparten historias del pasado de Tacuba. La cúspide llega cuando el anciano cuenta cómo sobrevivió a una masacre que hicieron los soldados contra los indígenas hace mucho, mucho tiempo…

-Es una historia la que están haciendo conmigo -dice Chelino, mientras suelta otro bostezo. Sus ojos se han empequeñecido y su voz se ha transformado en susurros o frases quejosas después de casi dos horas de plática. Necesita descansar antes de contar esa historia de la matanza.

-Vengan otro día, y platicamos -dice.

* * *

Nadie recomienda visitar a Chelino sin un guía. Hay que salir del casco urbano de Tacuba y tomar uno de los tantos caminos que conducen a las montañas que rodean la villa y en donde habita la gran mayoría de los 30 mil tacubenses. Esta calle es de arena arcillosa y en tiempos de lluvia se vuelve una mole de barro sobre la que avanzar requiere una habilidad especial. Y hoy está lloviendo. El avance es lento, las orillas de la calle son canaletas por donde baja el agua. A la izquierda, un barranco de fondo insondable y a la derecha, más montaña. Aparecen ríos, riachuelos y así, a lo largo de unos 10 kilómetros. Llega un punto en el que hay que abandonar el pick up y seguir a pie. El vehículo queda contiguo a la única tienda en muchos kilómetros a la redonda, y que no vende agua potable, solo Coca-Cola. Hay que tomar una vereda empinada hacia abajo y llena de peñascos. La casa de Chelino es la última en este pequeño camino y desde el otro lado de la hondonada se escucha el seseo de un riachuelo cercano y el trinar de una flauta de carrizo, el pito de los nahuapipiles. Ese es Chelino.

Dentro de la oscuridad de la cabaña -afuera el sol mañanero es abrasador- cuesta reconocerlo. Pero la voz suave de Chelino da la bienvenida.

-Buenos días les dé Dios. Pasen endelante.

La siguiente imagen reconocible es un Chelino batallando con el peso de un banquito de madera que jalonea para la comodidad de los visitantes.

Su cabaña es un espacio de 10×5 metros con paredes de adobe. Adentro solo hay una ventana que Chelino tapa con una lámina circular y que a la vez está sujeta con dos clavos. La puerta es de madera y Chelino acostumbra a asegurarla con un candado. Siempre que sale, Chelino amarra la llave a un cordón que cuelga de su cincho.

-Esta llave es de mi palacio- bromea este hombre lleno de mil arrugas y de un sentido del humor aparentemente infinito.

Su vida es tan frugal que objetos como esa llave siempre llaman la atención. Tiene otros objetos: un escapulario elaborado con cuentas rosadas de plástico, un par de anteojos oscuros que Chelino dice haberlos comprado en un día de mercado, no sabe dónde, no sabe cuándo…

Al nomás entrar a la vivienda, junto a la pared derecha hay una mesita donde Chelino guarda parte de sus alimentos, como el agua o los granos crudos. Sobre la pared descansan casi una decena de bordones que él se ha fabricado de madera. También cuelgan un par de sombreros. En el suelo hay canastos y restos de un pequeño fogón. En la esquina, un cúmulo de ollas y platos, y en el techo, atravesado entre las vigas del palacio, un rollo grueso y grande de piel de venado. Una gran cruz sobre una mesa, adornada con papel brillante rojo y azul y discos digitales, es lo más excéntrico en este cuarto.

-¿Qué tal, don Chelino?

-Ah, pues aquí… medio jodidos…

Chelino quizás se ha acostumbrado últimamente a las visitas de gente que quiere conocerlo. Su lucidez ya le hizo entender que aquello que aprendió de su abuela y de su mamá hace décadas ahora puede darle de comer porque es de los pocos que habla náhuat. A veces, la gente de Acisam lo llega a recoger y lo lleva al pueblo para algunas actividades culturales. Pero lejos de mostrarse como un cacique pipil, Chelino se mantiene reservado, imperceptible. Durante una reunión de pueblos originarios organizado por asociaciones salvadoreñas, Chelino permaneció sentado, distraído, ajeno a las acaloradas intervenciones sobre el respeto al derecho de las poblaciones que se consideran indígenas. Incluso se puso de pie, salió a tomar aire un rato, y esperó la hora de almuerzo.

Quizás por eso esta mañana Chelino habla del dolor en sus riñones o del fuego que dice sentir cuando hace pipí. Chelino habla de las últimas lluvias, o de su última visita al pueblo para comprar comida, o del riachuelo que pasa al lado de su casa donde se baña -no todos los días- y que le sirve para llenar sus botellas.

-Con que esté alentado para seguirla pasando… -dice.

Basta preguntarle si siempre fue tranquilo este municipio para que comience a hablar de algo que él llama “los tiempos del comunismo”. De los soldados, de la represión a los campesinos, de su huida, del náhuat, de la muerte de algunos familiares…

-¿Cómo ha hecho para sobrevivir tanta tragedia? Usted ya ni recuerda las fechas de tanto desastre.

-Es que los que son como uno no pueden andarse fijando en ese detalle de lo que se va viviendo ni las fechas de las cosas que van pasando. Hay que agradecr lo que uno tiene.

El ser humano es así -o necesita ser así- cuando lo que se requiere es enfrentar la adversidad, sobrevivir. Y Marcelino sobrevivió. Es el sobreviviente.

* * *

Cruzar o morir fusilados. Los 10 o 15 campesinos llevaban una hora de caminata presurosa cuando se toparon con el río Paz. Alzaron a los niños por las muñecas y se adentraron en la corriente de agua. Iban con poco peso, apenas unas hamacas y harapos, huyendo sin saber exactamente de quién ni por qué. Chelino era uno de los esos, iba junto a su papá y a su abuelo. Atrás habían dejado el cantón San Juan, en Tacuba, que para entonces ya era una babel de casas incendiadas, soldados, guardias vociferantes y campesinos escurridizos. Corrían los últimos días de enero de 1932.

Algunas mujeres se habían quedado en el cantón, en medio del caos y del tronar de fusiles porque de alguna manera creían que la cacería no iba contra ellas. Quedaban encerradas en almacenes o en las casas donde trabajaban, encerradas junto a los ancianos, confiadas en que la muerte pasaría de largo como quien ignora una presencia inofensiva.

Chelino, su papá y su abuelo habían decidido huir al escuchar los alaridos de su padrino cuando este llegó al pueblo, montado sobre una mula que ni siquiera había logrado ensillar bien. “¡Mataron al capitán Rivas, mataron al capitán Rivas!”, llegó gritando el padrino, de nombre Óscar Martínez. Él había escapado en medio del relajo del casco urbano de Tacuba y montó como pudo su mula y partió hacia San Juan, el cantón, a alertar a sus familiares. Cuando llegó, llevaba los pantalones roídos y traía heridas y arañones en los brazos y piernas porque había avanzado a cambo traviesa para evitar los caminos públicos. La mamá de Chelino torteaba para la cena.

A esa hora, algunos cuarteles y guarniciones militares del occidente salvadoreño estaban siendo asaltados por campesinos con armas artesanales y unos cuantos fusiles. Las tiendas y almacenes de los pudientes estaban siendo saqueadas en señal revanchista, y en respuesta, los soldados del gobierno habían sido enviados a la zona para matar a todo campesino con aspecto indígena que se les cruzara.

Cuando Óscar Martínez, el padrino de Chelino, terminó de contar las desgracias que había visto en el casco, la gente de San Juan comprendió qué eran aquellas detonaciones que habían estado escuchando desde unas horas antes. En cualquier momento una patrulla de guardias o un pelotón de soldados podría aparecer.

El papá y el abuelo de Chelino dijeron que conocían gente del otro lado del Río Paz, en el valle El Colorado guatemalteco, y hacia ahí se escabulleron como las gallinas cuando hacen un nido en el monte. Caminaron con prisa entre peñas y cerros hasta desembocar en aquel río, amplio y rápido, y que cruzaron frunciendo las caras y con la rabia escondida.

Cuando dieron con las cuevas en la barranca de los Corteses ya era noche. Eran cuevas que algunas aves nocturnas ocupaban como guaridas. Apestaban. No eran más grandes que una casa y respirar adentro era para recibir un golpe de vapor feroz y pestilente. Dentro cabían pocas personas paradas, pero hincadas o sentadas llegaban a caber hasta 15.

Durante las primeras lunas, muchos no pegaron las pestañas porque creían que pronto los soldados los alcanzarían y los matarían ahí mismo, sin necesidad de llevarlos al pie de las ceibas como ya para entonces habían hecho con miles de campesinos. Tres días después del levantamiento del 22 de enero, el conteo oficial de “comunistas” era de 4,800 “comunistas aniquilados”, según la correspondencia oficial.

Los habitantes del valle El Colorado, los guatemaltecos, se dieron cuenta del éxodo salvadoreño:

-¿Andan perdidos? ¿Han venido a pasear? –preguntaban.

-No –respondían Chelino y sus dos parientes-, hay una gran matazón de gente en El Salvador, una gran guerra, no podemos regresar.

-Vaya, quédense, ¿trajeron comida?

Los chapines del valle les enviaban comida, tortillas rellenas con frijol, grandes, que con los años terminaron siendo las pupusas, cuenta Chelino. Aquellos habitantes de El Colorado fueron personas hospitalarias, incluso los invitaban a abandonar las cuevas pues la humedad que había dentro de ellas era dañina para la salud y generaba más incomodidad. Pero los tacubenses no querían alejarse tanto de la frontera, porque confiaban en que pronto llegarían los emisarios anunciando la paz.

Pero la represión campesina duró hasta tres meses. Pasadas unas semanas, ya parecía seguro abandonar esas cuevas cercanas al río Paz. Así que los hombres armaron refugios con ramas de ojushte, un árbol con el que se acostumbraba a levantar cercos alrededor de los potreros, y cada día el miedo era menor, y mientras el sol no cayera, los hombres aprovechaban para meter mano en el río y sus afluentes. Fabricaban atarrayas y anzuelos y conseguían pescados, cangrejos y camarones que luego, bajo el camuflaje de la noche, tiraban a las brasas ya sin miedo a que el humo delatara su ubicación a los sanguinarios del otro lado de la frontera. Otros se mecían debajo de los palos en sus hamacas, mientras otros iban al río a bañarse o a pescar. A veces venían las mujeres del valle a cocinar, o a veces eran los hombres quienes iban al valle de El Colorado a buscar tortillas.

Chelino no recuerda cuánto tiempo pasó ahí. Algunas veces contó que habían sido dos semanas, pero otras veces dijo que había sido un mes.

* * *

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